Un reencuentro



1. X y Z se reencuentran después de muchos años (si algo cambia con el tiempo es la idea de lo que es mucho). Ni bien se reconocen, experimentan lo que es una mismidad muy diferente a la que conocieron, una que se empecina en seguir siendo (la misma) a pesar de todo lo que viene cambiando con el tiempo. Es decir: una continuidad acompaña tanto cambio, y lo hará hasta la muerte y la diáspora de nuestros átomos, que son tal vez nuestros últimos cambios (un último cambio biológico, el silencio de nuestros signos vitales, y un último cambio físico, el fin de la servicialidad de los átomos que nos componen y nos hacen materiales).

Últimos cambios

1.1. Envejeciendo o no, languideciendo o quedando trunco en medio de una vitalidad sostenida o ascendente, todos los mortales nos dirigimos a un último cambio, a un dejar de existir. Seamos humildes: ¿por qué no vamos a dejar de existir, cuando sabemos que eso le pasará incluso al universo del que somos parte o huéspedes, a pesar de su tamaño y su duración inconmensurables (a muchas escalas de distancia de la humana, al menos)?
Los cultores de mundos metafísicos y otros paisajes inmateriales (poblados por espíritus, almas, ideas, energías, cuerpos astrales, etc.) no niegan la evidencia ni sus implicaciones físicas; simplemente se declaran inmunes a ellas: la suerte del universo físico no tiene por qué ser la del ser, que no es sólo físico (y que sólo lo es de modos devaluados, nunca celebrados: o como apariencia, o como escala técnica en el viaje del alma a su morada y destino definitivos, o como cárcel, o como soporte perecedero, etc.). A tanto cambio corruptor oponen la permanencia de una eternidad (celestial, infernal o laica) o de una atemporalidad (nirvánica, por ejemplo, donde la rueda de reencarnaciones, y sus pasiones e ilusiones, cesan definitivamente).

Escalas

1.1.1. Los génesis y los finales del mundo, que dan paso –por ejemplo– a una eternidad en un paraíso o en un infierno, presentan dimensiones sospechosamente humanas: exageraciones de espacio y de tiempo que sólo los hombres pueden hacer, como si fueran meros múltiplos de la distancia que hay de acá a la China y del tiempo más alejado que podemos prever o imaginar, que en la década del 30 para doña Francisca Iriart era el año 2000. Es un aspecto relativamente sutil del antropomorfismo de los mitos de origen, de destino o de sentido del mundo.

Múltiplos

1.1.1.1. Esas unidades de exageración están cortadas por nuestras expectativas de vida, que pueden ser menores o mayores, pero que nunca son de inmortalidad. Menos que eso ya es accesible, lo que impresiona menos, por lo que la exageración tendrá que gastar algún turno más para impresionar igual. Más que eso ya tiende a las proporciones kafkianas y budistas, ellas sí basadas en unidades sobrehumanas (el kalpa es la unidad de tiempo definida –entre otras analogías– por lo que tarda en desgastar una montaña el roce de una tela que sucede cada cien años; digresión: basta que la erosión del viento o la impaciencia geológica trabajen más rápido para que esa tela sufra una frustración similar e inversa a las kafkianas).

Expectativas

2. X y Z se reencuentran después de muchos años (los que los separan del colegio, por ejemplo). Cada uno es una mezcla de conservación y cambio. Sólo desde la expectativa o el deseo de no cambiar puede perturbarnos el cambio y la imposibilidad del reencuentro a la que nos condena desde Heráclito. Sabiendo que el cambio es lo esperable, de tanto esperarlo X se asombra de encontrar la permanencia de Z, de sentirse como si realmente estuviera frente a la Z que conoció. Algo en Z (el fondo de su mirada o de su voz, una reacción o un gesto absolutamente peculiares e intactos) puede dejar inmerso a X en esa ilusión, que empieza a hacerle dudar de en qué año está. En lugar del desengaño de un desencuentro, que lo anclaría en el presente, X experimenta un engaño de reencuentro, que lo transporta como saben hacerlo los sueños vívidos.

No hay comentarios