La autoinclusión



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Dadas dos muñecas rusas cualesquiera, sólo una podrá incluir a la otra: ni ambas (reciprocidad) ni ninguna (igualdad). La regla o instrucción genera muñecas de tamaños diferentes y escalonables, que escalonadas hacen una fila ininterrumpidamente creciente o decreciente de muñecas vacías o una sucesión inmediata de inclusiones que termina en la muñeca más grande y sin ninguna por incluir (es decir, una sucesión de inclusiones consecutivas, ordenadas sin saltearse ningún tamaño).
En el dominio de los tamaños finitos, la muñeca que incluye es más grande que la incluida, que es menor a la que la incluye (alterar este último signo nos da la paradoja de los escalafones). En el dominio de los tamaños infinitos, el conjunto que incluye es más grande o igual que el conjunto incluido (un subconjunto propio, un combo que no sea idéntico al menú completo, una parte que no coincida con la totalidad); la opción de que sea igual es la que distingue a los conjuntos infinitos de los finitos, que no la tienen: por ejemplo, los números pares del 1 al 10 son menos que los números del 1 al 10, entre los que están incluidos; los números pares de toda la serie natural son tantos como todos los números naturales, pares e impares. El escándalo contraintuitivo de una parte tan grande como el todo la nueva aritmética de tamaños transfinitos lo reduce a la noticia sobria de que esa suma de infinitos da un infinito igual, a la ecuación excepcional (que ningún n finito –ni nulo ni infinito– satisface) n+n = n. (En rigor, se le atribuye ese carácter excepcional desde las habilidades y creencias adquiridas en las rutinas finitas; pero conociendo todas las clases de números se ve que las relaciones peculiares entre números finitos son una rareza, una colección de corolarios particulares de la finitud –no de requisitos universales–, que las ulteriores clases de números, infinitas clases transfinitas, desconocen, por definición. Uno de esos corolarios es que, siendo n ≠ 0, n+n no puede ser igual a n, restricción que ninguna otra clase cardinal superior tiene.)

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En un museo de relaciones finitas, en la sala de inclusiones probablemente nos encontraríamos primero con estas en exhibición: lo que incluye es sólo más grande que lo incluido (el sentido en relaciones de una sola mano y eslabonables, como las muñecas rusas); lo que incluye es sólo más chico que lo incluido (la anti-relación, el absurdo por inversión de signo); lo que incluye es más grande y más chico que lo incluido (el absurdo en relaciones de doble mano y eslabonables); lo que incluye es igual a lo incluido, ni mayor ni menor (la no-relación de inclusión, el absurdo por vaciamiento conceptual, por extracción de notas definitorias). Ninguna diferencia, ambas diferencias, una diferencia, la otra. Una variante consistente y tres diversamente inconsistentes. Siempre, dos participantes (dos cajas chinas o dos muñecas rusas, por ejemplo).
En otro sector de la sala exhibirían una relación de inclusión que aporta otra variedad de inconsistencia y que se distingue de las cuatro inclusiones anteriores porque la estelariza un solo participante; es, obviamente, la relación de autoinclusión. Veamos lo bien que se lame el buey solo.

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En el dominio de las relaciones de inclusión, X se relaciona con X como 0 se relaciona con 0 en la potenciación y en la división (o como ∞ se relaciona con ∞ en la resta y en la división). Como éstas, la autoinclusión de X es una jugada insoluble, trabada perpetuamente en un conflicto entre poderes y razones de idéntico peso, y es una maniobra prohibida por inconsistente. A continuación, veremos en qué consiste la inconsistencia que traman las necesidades encontradas de la autoinclusión, cuál es el conflicto entre leyes que se contradicen en el encuentro de X con X en una relación de inclusión.
Por una parte, la inclusión supone una diferencia: X, que incluye a Z, es mayor que Z. Si no lo fuera —porque fuese igual o porque fuese menor—, no podría X incluir a Z: si fuese menor, porque sólo podría ser incluido por Z; si fuese igual, porque no podría incluirlo ni ser incluido (por lo tanto, no podría haber relación de inclusión entre X y Z, que pueden ser dos muñecas rusas de tamaños idénticos). Por otra parte, la identidad individual supone una igualdad: X es idéntico a sí mismo; entre otras cosas, eso implica que no es ni mayor ni menor que sí, sino igual.
Así, la autoinclusión involucra dos imperativos en contradicción, como en los resultados indeterminados de la aritmética: X debe ser igual a X (para ser X, para tener identidad); X debe ser desigual —mayor— a X (para incluir a X). Para ser, X está obligado a lo que, para incluirse, tiene imposibilitado: la igualdad consigo mismo. O a la inversa: para incluirse, X está obligado a lo que, para ser, está imposibilitado: la diferencia respecto de sí. En este absurdo de doble faz, la igualdad y la diferencia resultan tan necesarias como imposibles.

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En la primera necesidad mencionada, la de ser, tanto la obligación como la prohibición de la igualdad de X consigo mismo admiten la posibilidad de que en algún caso (en cualquiera de las dos transgresiones a esos imperativos) esa igualdad sea más una meta que un hecho. En ese caso, se trataría de hacer que X fuera idéntico a X.
No es lo imposible el hecho de que X sea idéntico a X, sino el hacer que X sea (llegue a ser) idéntico a X (lo que presupone que no lo es). Aquel hecho es limitado y finito: consumado. En cambio, esta empresa es infinita y limitada; X recién será igual a X cuando acabe de incluirse a sí mismo (geométricamente, cuando se terminen de sumar las infinitas superficies decrecientes de la tapa #4 así dividida o de una imagen entre espejos enfrentados).
La autoinclusión que es posible o consistente desgrana una infinitud convergente; se parece a la división periódica e infinita de una identidad, como la de una superficie dibujada. Pero la infinita serie de inclusiones de X en X, donde cada X es diferente de los demás, tiene un límite. Tanto vale decir que en ese límite X es finalmente igual a X o decir que esta igualdad es el límite de aquella infinitud de diferencias.
X, si es, no puede no ser (de hecho) idéntico a X. Si no es, no puede llegar a ser (por derecho) idéntico a X. El cruce de estas reglas hace único y necesario a X: ni él puede dejar de ser igual a X ni otro puede llegar a serlo. Su identidad, que consiste en este cautiverio, reside en aquel límite.
Dejo el tema de la identidad y las relaciones de igualdad para otro ensayo.

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