“La Scala, Part II” (13-2-1995). Del disco La Scala, de Keith Jarrett (ECM, 1997).
Concentrarse en algo es aligerarse proporcionalmente del resto. (Y viceversa: hay que estar relajado y despejado para estar concentrado.) Le debió pasar a Keith Jarrett en la Scala de Milán el 13 de febrero de 1995; me pasa a mí cuando lo escucho, por un lado, y también ahora que estoy escribiendo sobre esto. Jarrett parece estar decidiendo a cada momento el rumbo, lo que es tener las rutinas más efímeras posibles. Esa variación recurrente obliga a un mayor y seguido gasto de energías, que emocionalmente se traduce en una intensidad mayor de la experiencia.
Por el contrario, lo que hace una agenda previsible (una rutina larga, un hábito) es prevenir toda concentración repartiendo igualitariamente la energía de atención entre recuerdos, percepciones y previsiones (o, si se prefiere, entre los duetos adverbiales de espacio y tiempo: un solo aquí y ahora y un resto infinito de allí y ahora, aquí y entonces y allí y entonces). Es el diseño en que menos cambios se perciben; una jornada se confunde con otra y diez idénticas se hacen una, como pedía Borges de los n ciclos indiscernibles del eterno retorno.
El diseño opuesto tiene su ideal retratado en un proverbio latino: “No dejes pasar un día sin trazar una línea que lo recuerde” (las líneas que traza un presidiario sobre los días de un calendario son para olvidarlos, que es lo que las hace tachaduras). Son los hitos de transformación, de cambios, los que más (sensación de) intensidad nos proporcionan. Reducirlos sólo a dos, apertura y cierre, es reducir al mínimo los cambios mayores en una estructura perfectamente rutinaria.
Las emociones pueden diferenciarse según este criterio, si no importa qué tan útil sea. La opuesta a la rutina perfecta de distribución equipotente es el ideal de un improvisador, entendido como un buscador, un explorador de posibilidades provisto de la constancia de un polenizador. Entre emociones más típicas, el temor y la esperanza nos hacen concentrar fuerzas en las trincheras aquí y ahora y aquí y entonces, el presente angosto y la inminencia temida o esperada. La evocación ensoñada, por su parte, desplaza fuerzas del presente y el futuro al pasado de los allí y aquí y entonces. Etcétera.
Como y donde sea, aquella levedad del concentrado es el peso ingrávido de una felicidad en forma de paz o de un entusiasmo leudante, el negativo de la pesadumbre (su reversión hacia grados negativos, los de un bienestar –al atravesar la zona de inflexión del grado cero– o un trance –al seguir–). Los otros momentos y asuntos se ausentan ilusoriamente cuando uno no está estirado entre recuerdos y previsiones, cuando uno se concentra en el aquí y ahora de, por ejemplo, lo que improvisa en un piano o lo que escribe en una computadora (pero también de la jugada que hace en una cancha; no necesariamente será una experiencia intelectual, ni siquiera sensorial: puede ser motriz, confiada al cerebelo y escamoteada a la conciencia).
Por supuesto, no toda concentración o intensidad es feliz y extática, pero sí a la inversa: todo trance o toda felicidad es concentrada e intensa, aun si es pacífica. Un entusiasta es alguien que está atento a (o incluso pendiente de) esos momentos de entusiasmo; como militante de esas experiencias, el entusiasta también es uno que probó y le gustó, alguien que no puede no añorar el estar entusiasmado, cuando no está, tanto como disfrutarlo cuando está (ni la proporción ni la altura a la que se da esa igualdad son frecuentes entre las vidas más frecuentes). Veamos las secuelas que puede tener esa militancia.
Empecemos con la clásica definición de personaje, ya que empecé con la clásica frase que la introduce. X tiene una felicidad hecha de las satisfacciones en las que invierte la mayor parte de su tiempo y de sus aprendizajes, a las que hace el principal objetivo de sus búsquedas y esmeros. O también: X llama felicidad al resplandor generado por la superposición de experiencias y vivencias “luminosas” que tiene la suerte de protagonizar y la habilidad o sabiduría de prodigárselas seguido, de irlas a buscar –tenerles preferencia– y, a menudo, conseguirlas (lo primero suele ser más infrecuente que lo segundo).
No es que me encandilen las metáforas místicas de luminosidades e iluminaciones; sólo quiero comparar que el efecto acumulativo de experiencias satisfactorias (a veces gozosas, a veces placenteras, a veces –insuperablemente– ambas) es similar al resplandor resultante de una vecindad de luces, exactamente como el resplandor consistente en las luces de una ciudad (El Bolsón, por ejemplo) vistas a cierta distancia (desde el paraje Entre Ríos, por ejemplo).
La felicidad, el gozo, el placer, cualquier forma de satisfacción acumulada, son formas potenciadas de salud, como un resplandor puede ser el trabajo en colaboración de un grupo de luces que a la distancia parecen sumarse. En las cumbres o cerca, se llega a una mezcla extraña y poderosa de serenidad y excitación, algo similar a un éxtasis, ya sea de alta o de baja euforia. Lo curioso es que esos picos no son los del placer sino los de su relajación, que a su vez no es exactamente placentera –no es paradójica ni zonza–, pero es otra satisfacción: la de una calma intensa, la de una ingravidez alucinada, como la que sentimos –junto con placer, probablemente– cuando soñamos que volamos, que nadamos en el aire, que damos saltos enormes y lentos (inverosímiles como las carreras que corremos) o que flotamos (en el aire o en aguas de distintas densidades).*
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