Planeta Tierra, Episodio 8, “Selvas”
1.
En el ritual de apareamiento de las ranas arborícolas, la pareja “ideal” (la de dos ganadores, no la de uno –o medio) está compuesta cada vez por un macho que exhibe su estado de salud y vigor (tamaño mediante) con el canto más fuerte del coro, y por una hembra que hace de corredora con las otras y de fugitiva con los machos laterales, más pequeños. Si éstos la abordan con éxito, la pareja será entre un relativo ganador (de su duelo con la interceptada, no con el cantor) y una perdedora doble.
La hembra vencedora habrá ofrecido dos pruebas de acción y recibido una de exhibición. El canto fuerte es un signo de salud y vigor; la carrera de obstáculos ganada, una demostración directa.
La especie se prolonga una generación más en las peripecias de ese viaje: o en la intercepción de la encantada o en su llegada a la meta lírica. El viaje puede ser fértil tanto completo como truncado. Puede que las parejas ideales no sean suficientes o tan necesarias, si la especie se vale también de las otras (¿en menor, en igual o en mayor medida?).
2.
Para el cantor de la meta, la hembra que llegue antes habrá demostrado tener mejores aptitudes que las otras, además de más suerte. Para las aspirantes a ser esa hembra, ese cantor es el premio mayor, cada vez (seguramente ocurrirá que alguno deje de cantar con varias hembras en camino, que deberán volver a elegir a uno del coro para cambiar el rumbo). Para el macho lateral al acecho, si además de esperar se toma el trabajo de moverse en paralelo para ponerse a tiro de la perseguida, la mejor opción siempre es la hembra que, no por nada, encabeza la carrera; si sólo espera e intercepta, su opción es cada vez única. Como se ve, en todos los casos las ranas arborícolas se ahorran el tiempo y las energías de dudar, de vacilar entre opciones; siempre pueden saber cuál es la óptima, si hay más de una.
Lo ahorrado seguramente lo usan en mejorar las aptitudes para buscar (avanzar y esquivar, las hembras; abordar, los machos al acecho) o los dotes para ser buscado (cantar, los machos grandes). Por su dualidad de roles, las hembras no pueden gozar de la primera mejoría sin sufrir la segunda: cuanto más exitosa prometa ser una corredora con el macho que espera cantando (porque va venciendo a las otras, o porque ya esquivó dos o tres lances furtivos, por ejemplo), más atractiva resultará para la clase de machos acechantes que persiguen en paralelo, si es que existen. Más, por lo tanto, deberán afinar en ese caso las hembras sus aptitudes de fugitivas, lo que aumentará su atractivo, y así siguiendo. La otra competencia se da entre machos, en un coro.
Por lo demás, puede que la competencia entre machos no sea menor en los laterales que en el casting revuelto, y tal vez un macho cantor intercepte tan mal como canta uno interceptor. Pero lo decisivo es que las hembras buscan a uno con la misma determinación con que rehuyen de los otros; aquellas otras equiparaciones posibles no significan nada para su preferencia, que sólo atiende a los signos de vigor y salud (canto fuerte, macho grande, reproductor óptimo).
3.
La boda de mi mejor amigo (P. J. Hogan, 1997).
En las relaciones que se traman en el apareamiento de las ranas arborícolas, machos y hembras se distribuyen mezclados en los roles que hay: el rol del que busca (las hembras, los machos laterales) y el rol del que es buscado (el mejor cantor –rol de Kimmy, que es perseguida y no persigue–, buscado por las hembras –rol de Michael, que persigue y es perseguido–; las hembras, buscadas por los machos laterales –rol de Jules, que persigue y no es perseguida–).
Como se ve, la distribución de papeles entre los dos géneros es la inversa en “La boda de mi mejor amigo”, que a su vez es una modificación del reparto que en esas situaciones más se da en nuestra cultura de cazadores machos y presas hembras (reparto que le habría dado a la película un protagonista acechante masculino y el título “La boda de mi mejor amiga”). Por lo demás, son los mismos roles que, con otros y diversos propósitos (si obviamos el chiste del famoso error de imprenta), tienen el lobo –que busca y no es buscado, salvo por fuera del trío y en un segundo momento, después del resultado a reparar–, Caperucita roja –que busca y es buscada– y su abuela –que es buscada por los otros dos, a diferencia del macho cantor y de Kimmy–.
Uno es el juego surtido de resultados que tienen esas relaciones en el documental y en la selva amazónica (supongamos que lo hemos constatado), y otro es el juego inexorable que tienen en las dos fábulas humanas. Los duelos dobles de Caperucita roja y de Michael llegan al mismo desenlace impulsados por una misma moral de aventuras: en nombre del triunfo del bien sobre el mal, fracaso del acechante (exclusión de un tercero, en un duelo) y éxito de la expedición peligrosa (consagración que excluye al resto de las hembras, en el otro duelo). (En las fábulas de desencuentro que escribe Kafka, lo que frustra la reunión deseada –del campesino con la Ley, destinada pero mediada por innumerables guardianes de poderío creciente y restringida desde el primero; y del mensajero imperial con un remoto súbdito– no es la acción de un villano lateral, sino la de una autoridad o la de un diseño del medio, burocrático o territorial.)
En razón de ser la flecha en una relación y el blanco en la otra, la hembra de rana arborícola tiene una doble chance de quedar preñada: o porque finalmente gana la carrera o porque antes es interceptada por un macho más pequeño. En su papel de elector, la misma chance tiene Michael de preñar (previa boda, por supuesto: hay que investir de cultura a la bestia). Al final, él terminará haciendo lo mismo que debe hacer una hembra, que también es una electora, para ganar la carrera y formar una pareja ideal: habrá eludido (o rechazado) a la que lo perseguía y alcanzado a la que perseguía. (Gracias a que –en vez de «aunque»– «no hay escasez de pretendientes», las hembras rana y Michael pueden elegir y actuar en consecuencia.)
Este final feliz satisface las necesidades de la justicia amorosa que rige la elección de Michael y que George insta a Jules a acatar como a una fuerza superior. Esa fuerza es la de un destino, si la vemos jugar con la historia; o es la de un diseño “sabio”, si la vemos fijar las relaciones de un orden que –se enseña– es en vano y peligroso intentar alterar: el orden de las rights things, uno de los tópicos más recurrentes de la educación moral que imparten las películas y las series estadounidenses.
De acuerdo con esas necesidades, la elegida debe ser la más querida de las dos, la amada, no la mejor estratega ni la que demuestre querer más al elector (sea voluntad, amor o ambos). Michael no elige arbitrando entre quienes se lo disputan, aun cuando su elección acabe consagrando a una y frustrando a la otra. En ese sentido, lo suyo es un acto de gracia, no una premiación. El único premio que Michael otorga es un premio consuelo, cuando le agradece a la rechazada y recién perdonada Jules el halago implicado en su tentativa de suplantar a Kimmy, la elegida. Ésta, por su parte, no hace mucho más que ser encantadora y adorable, al igual que el macho de canto más fuerte. (Como un símbolo de alianza que repite el de los anillos, una canción –su canción con Michael, mito amoroso por el que había creído tener más derechos a él que Kimmy– es el regalo de boda que Jules, la dama de honor, le termina haciendo a la pareja, hasta que encuentren su propia nuestra canción.)
Por muy Julia Roberts que sea, Jules no puede burlar esta justicia amorosa; no sería edificante. Para serlo, primero se arrepiente, se confiesa, es reprendida, perdonada y comprendida con gratitud, para finalmente ir a ocupar su lugar en el sabio diseño, consolada ahora por el James Bond de George. En términos de una historia, ese ubicarse donde debía equivale a que Jules cumplió con su destino: “Hice lo que vine a hacer”, termina diciendo durante los bailes de la boda que había querido impedir. La fórmula usada (orgullosa y provocativamente tautológica) la había recibido de su consejero George y ahora se la devolvía, aprendida en carne propia. Lección cumplida.
4.
Si una moral similar filtrara las posibilidades de formar pareja entre las ranas arborícolas, ningún macho acechante tendría el éxito que tuvo el que aparece en el epígrafe. Luego, la población sería menor de lo que es (la mitad, por ejemplo, si por cada cantor que se aparea lo hace un interceptor, como en el fragmento) o sería igual de numerosa pero diferente de la que es.
Si este último fuera el caso, y salvo que cualquier encantador sea preferible al mejor captor, el canto de algún n-ésimo macho del ranking ya no sería signo de una salud y un vigor mayores que los que un buen interceptor demuestra tener al usarlos, precisamente, para aparearse (podría tatuarse un Res non verba, si verbalizarlo no fuera quisquillosamente contradictorio).
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