- En cuanto a las incertidumbres que disfrutamos, las aventuras sin desasosiego, tal vez sean dosis inocuas –o inofensivas variaciones– de la incertidumbre que más íntimamente podemos sufrir (la de si vamos a morir en este momento, en caso de que un trance nos lo haga sentir más probable de lo habitual) y de la certidumbre donde se apoya (la de que en algún momento vamos a morir).
Hablo de intimidad, no de intensidad. Lo indeseado de esa incertidumbre es la muerte propia (en vez de una ajena) porque es «la [...] que más íntimamente» (en vez de “más intensamente”) «podemos sufrir». Sea o no más intensa que ésta la incertidumbre de si alguien muy querido o amado va a morir con inminencia, no parece que pueda ser más íntima.
En un caso, lo temido es que se le esté por agregar una línea luctuosa a nuestra biografía; en el otro, que se le esté por agregar su última línea. No imagino algo más íntimo que el miedo a que se disuelva en la nada ese interior fuera del cual no hay (conciencia de la) identidad individual, y entonces tampoco existencia (si no soy un yo, no soy –al menos en lo que a mí respecta, así dejamos abierta la posibilidad de ser sin ser un yo, sino siendo algo para algún yo, que es como son las piedras, por ejemplo).
La incertidumbre por una continuación dolorosa, incluso la peor, nos toca diferente que la incertidumbre por el final personal: la primera amenaza (y tal vez amaga) con demolernos; la segunda, con asfixiarnos y apagarnos.
El pensamiento que domina la cabeza del primer amenazado (y tal vez amagado) puede ser algo así: Mi vida cambiará para peor si ocurre esa catástrofe empática llamada pérdida. El pensamiento del segundo, algo así: Mi vida cambiará por última vez y de manera inempeorable si ocurre esa catástrofe íntima llamada muerte.
Así como nuestra biografía fue el afuera y el después de las muertes lloradas, nuestra muerte tendrá su afuera y su después en las biografías de esos otros que nos lloren, en las interioridades que nos sobrevivan y recuerden.
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