1.
Imaginemos un X que desea mucho algo que no espera que se dé, y menos en lo inmediato. Pero imaginemos que resulta que sucede lo que X no espera pero desea. ¿Qué pesa más: la felicidad del deseo cumplido o la incomodidad de haber sido agarrado por sorpresa, de que haya sucedido lo que no esperaba?
Si pesa más lo primero, es el famoso sueño realizado: X lo consideraba improbable –de ahí que no lo esperara–, pero no imposible –de ahí que pudiera desearlo–; se le da y X feliz. Si pesa más lo segundo, es una fantasía interrumpida por una realización inoportuna.
Si X no está preparado para recibir lo que desea, tal vez lo suyo no es la motivación o el impulso de un deseo, sino el entretenimiento pasivo de una fantasía, donde uno es un espectador muy empático, pero un espectador. La fantasía es una variante (¿siempre melancólica?) del deseo, un desear sin poner el cuerpo, sin apostar nunca.
2.
Con las fantasías no se pone el cuerpo. Eso empieza con el deseo y sigue con la decisión. Lo anterior es como onírico o artístico: etéreo.
— el Zambullista (@Zambullista) 15 de febrero de 2017
Mientras una decisión no venga a separar deseos de fantasías, la intención puede adelantarse a gusto -para prepararnos o para entretenernos.
— el Zambullista (@Zambullista) 15 de febrero de 2017
Cerca de la hora de resolver, las fantasías se inquietan y los deseos se excitan. Si llegan iguales, el sabor es profundo y contradictorio. pic.twitter.com/jVwAu56u3n
— el Zambullista (@Zambullista) 15 de febrero de 2017
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