a Bárbara
Dos piezas de ajedrez con formas diferentes podrían mover igual; dos piezas de diferente movimiento podrían tener la misma forma.
Admito que estas discordancias pueden dificultarnos la práctica del juego, pero no la imposibilitan. Por muy obvia que nos resulte su utilidad, la coincidencia entre el conjunto de las piezas que tienen un mismo diseño (independientemente de su color) y el conjunto de las piezas que mueven del mismo modo no deja de ser un recurso nemotécnico, una facilidad para ajedrecistas de memoria falible. Ireneo Funes podría jugar con un ajedrez cuyas piezas fueran todas idénticas entre sí, en forma y en color, o todas diferentes. Los diseños exclusivos no definen las piezas del juego; ni siquiera son estrictamente necesarios para identificarlas. Las piezas se definen, suficientemente, por las acciones que el reglamento les prescribe; su posición inicial en el tablero basta para identificarlas.
Conociendo ese reglamento y recordando esa posición, Funes y un rival condigno pueden llevar adelante una partida de ajedrez manipulando 32 botones iguales o 32 objetos diferentes. Sabrían, por ejemplo, que el botón que en la movida 48 ocupa la casilla a7 ocupaba, en el inicio, la casilla c1 (es decir, sabrían que es el alfil blanco que se desplaza por las diagonales negras, y bien podrían llamar c1 a ese botón). Para ellos, las piezas no necesitarían estar previamente identificadas para poder disponerlas en el tablero; su identificación podría ser posterior a su colocación.
Privados de una memoria como la de Funes, supongamos que queremos identificar las piezas antes de usarlas; por ejemplo, para ubicarlas en el tablero y empezar una partida. En ese trance se encontraba un italiano (amigo y paisano del anfitrión, que sacó las fotos) con el ajedrez que había tallado Bárbara. La originalidad de los diseños lo obligaba, cada vez, a conjeturar o a preguntar a qué categoría pertenecían las piezas que tenía en la mano, que iba agrupando según sus semejanzas. En mitad de la identificación preguntó por una talla que no se parecía a ninguna otra. “Es un caballo”, le contestó Bárbara. “¿Y esta?”, volvió a preguntar él. “Otro caballo”, respondió ella. Después de ver los cuatro, el italiano hizo una objeción: “¿Cómo puedo saber cuáles son los caballos si son todos diferentes?”. “Por eso mismo, porque son las únicas piezas que no se parecen a ninguna otra”, le respondió Bárbara.
Un alfil de este elenco es, en lo que se refiere a su aspecto, diferente a unas piezas (los reyes, las damas, las torres, los caballos, los peones) y similar a otras (los tres alfiles restantes). De esta mezcla están hechas todas las tallas excepto cuatro, que son pura diferencia. Diferente respecto de las piezas que no son de su clase y respecto de las piezas de su propia clase, cada uno de los caballos de Bárbara sólo es igual a sí mismo. Y es esta singularidad de diseño la propiedad que los identifica como miembros de una misma clase.
La propiedad es decisivamente recursiva: los caballos se parecen entre sí en el hecho de no parecerse a ninguna otra pieza, incluidos los otros caballos. Esta cláusula de inclusión es decisiva para el carácter recursivo de la propiedad (y, por ende, para la clase misma). Si, en vez de estar incluidos los tres caballos restantes en el conjunto de las piezas a las que no se parece un caballo determinado, constituyeran ellos solos todo el conjunto, la propiedad no sería recursiva: sería nula (que unas piezas se parezcan entre sí en el hecho de no parecerse entre sí equivale simplemente a que no se parecen, y no se juntan, por lo tanto, en clase alguna). Y si estuviesen excluidos, su situación sería idéntica a la de un alfil o un peón, que no se parecen a ninguna otra pieza excepto a otro alfil u otro peón. Tampoco en este caso la propiedad sería recursiva: los caballos se parecerían en algo diferente (o en algo más) al hecho de no parecerse a otras piezas; se parecerían en su diseño, como sucede entre las piezas de las otras clases.
Razonemos algo que acaso nos resulte evidente o, al menos, intuitivamente aprehensible: no puede haber más de 1 conjunto de piezas singulares por cada ajedrez. Imaginemos que en un principio las 32 piezas del ajedrez tenían formas diferentes; es decir, no había más que 1 conjunto de piezas singulares. Luego, dos se separaron del grupo: se hicieron iguales (una de ellas borró su diferencia respecto de la otra y fueron los dos reyes, por ejemplo). Hay en esa instancia 1 conjunto singular (ahora de 30 miembros) y 1 no singular. Supongamos que en una nueva secesión son dieciséis las piezas que –sin asimilarse a las anteriores desertoras– pasan a asemejarse entre sí. Con la agremiación de los peones, lo que varió fue el número de clases no singulares, que ahora son dos; el número de clases singulares sigue siendo 1, y seguirá siéndolo hasta la última pérdida de miembros que pueda sufrir (o sea, hasta el vacío). Vale decir: el número máximo de clases singulares en un ajedrez es 1; número máximo, no único: la otra alternativa es 0, como de hecho ocurre –se supone– en cualquier otro ajedrez que no sea el de Bárbara.
Formalicemos un poco el argumento. Cuando no hay ninguna clase singular lo que en verdad ocurre es que hay una clase singular vacía (con 0 piezas). Aun vacía, la clase existe: es siempre el complemento del conjunto de las piezas no singulares que tiene cualquier ajedrez (una especie de conjunto-resto). En el de Bárbara, la diferencia pura que aglutina a los caballos es sinónimo de negatividad. Y el conjunto que se constituye por negación es, típicamente, el conjunto complemento de un dominio o universo de referencia. Sea éste el conjunto R de todas las piezas de un ajedrez; sea N el conjunto de sus piezas no singulares (en el ajedrez de Bárbara, N es el conjunto unión de los conjuntos de los peones, los alfiles, las torres, las damas y los reyes; en nuestro hipotético ajedrez primitivo, N es vacío). El conjunto complemento de N en R será el de las piezas singulares. En un ajedrez normal, ese conjunto es vacío; en el de Bárbara, tiene 4 miembros. (Que los cuatro sean caballos —y no, por ejemplo, 3 caballos y 1 torre— se debe a que se trata de un ajedrez pensado para jugadores menos memoriosos que Funes, de esos que necesitan distinguir las piezas por sus diseños.)
2 de septiembre de 2008, 2:54
Yo digo, no, ¿y si intentamos jugar al ajedrez cambiando las propiedades de las piezas, pero no la ubicación?
Con el ajedrez de Bárbara sería más sencillo, los caballos se convierten en rey y reina (con un poco de ayuda de la memoria, claro está) y las reinas van de un lado y los reyes del otro, a modo de caballos, que ya no saltan en L, sino que hacen algún otro movimiento que dejo librado a tu juicio.
Por supuesto, la segunda plural es hipotética, creo que con mis neuronas desapareció la capacidad de jugar al ajedrez (y hasta me atrevería a decir que la paciencia que para ello se requiere).
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