El ingreso en el sueño ocurre en la pendiente resbaladiza (en ángulo personalizado) de perder el relativo gobierno de nuestros pensamientos. Despiertos, pensamos; soñando, nos sucede pensar. Hay momentos de la noche en que, además de no estar lúcidos, no soñamos. Al despertar recordamos sueños o sabemos que hubo sueños que se nos han borrado; pero muchas veces también sabemos –o tenemos la sensación de saber– que hubo vacíos de conciencia, momentos muertos, lapsos sin ninguna fabricación de imágenes o datos, es decir, sin ningún intercambio simbólico con el medio ni, por lo tanto, ubicación de sí en ese medio: un estado cuasi vegetativo, en definitiva.
Tal vez la experiencia del fin de la experiencia no se distinga de ésta que acabo de referir, salvo por la circunstancia inesencial de que no volvemos de la muerte y sí del sueño. Si esto es así, dos acontecimientos distintos comportan una misma experiencia, en este caso negativa: la ausencia de toda experiencia, la inactividad absoluta de la conciencia, el estar o el haber estado fuera del juego, privado de una interacción controlada en algún grado con el entorno. Y si existiese la resurrección, su experiencia tal vez no se distinguiría de la de un despertar en blanco.
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