El reconocimiento es un ejercicio de la memoria, que es la continuidad del conocimiento. Conocer es un mérito parcial; se completa conociendo al menos una segunda vez lo ya conocido, es decir, reconociendo, identificando, volviendo a conocer y poner en serie esos conocimientos como instancias –no importa cuán cercanas o alejadas– de una misma cosa conocida: X1, X2, X3,... Junto con las otras, constituyen la colección (no aún el juego) de las piezas de conocimiento con las que debemos tratar por el ínfimo hecho de existir en un medio, desde físico hasta social (su cobertura corre por cuenta de los saberes y las ciencias; la comprensión de esa cobertura, por cuenta de la enamoradiza filosofía, del pensar sobre lo que se sabe); o sea, por el ínfimo hecho de existir en una comunidad de identidades como uno, se dice X, que en formación lucen así: X-1, X-2, X-3,..., Z-1, Z-2, Z-3,..., M-1, M-2, M-3,...
En cada serie, cada término combina un cambio (el número) y una permanencia (la letra). Es la vieja épica de una identidad que sobrevive al cambio (o en parte sobrevive y en parte no, para que haya filósofos para todos los gustos mediovasistas) y contrae el atributo autorreplicante de la continuidad. Y de paso va distinguiéndose de las otras piezas-identidades que andan en la misma. Sin esto, podría haber tantas identidades en nuestra conciencia (o en nuestro universo conocido) como hay ahora identidades (persistentes) e instancias de cada identidad (momentáneas) juntas. La conciencia –el conocimiento amalgamado de la existencia propia y de la ajena– depende de no hacer esa unión funesca, de introducir en el modelo que da cuenta de nuestro registro o percepción «el análisis que no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne» y la continuidad que no tienen «el perro de las tres y catorce (visto de perfil)» y «el perro de las tres y cuarto (visto de frente)».
Bien visto, el reconocimiento es un ejercicio de la memoria y de la inteligencia (las necesarias para hacer series), pero a la vez es hacer –mediante la memoria y la inteligencia– la serie que representa, por caso, la identidad continua o sostenida de M. Cada evento de la serie es una conexión entre dos imágenes. Algo se puede decir de esas imágenes y de esa conexión por el hecho de que el acto en que están involucradas sea el de un reconocimiento.
Para empezar por lo obvio, esas dos imágenes no pueden ser contemporáneas: la de la llegada, ahí donde se consuma el reconcocimiento, siempre es anterior a la de la partida, que es una percepción que queremos integrar en un conocimiento, lo que es actualizarlo. En la llegada, el ritual se repite con cada candidato: se confronta la imagen percibida con la recordada y se resuelve establecer o no entre ellas una relación de identidad, de pertenencia a una misma identidad, mejor dicho. El reconocimiento de alguien muy frecuentado no gasta más de un candidato y se nos figura automático de tan veloz. A partir de ahí, cuanto más demore la consagración del primer candidato y cuantos más candidatos se sucedan, el reconocimiento se irá debilitando hasta fallar o faltar por completo. Encarnemos estas relaciones y operaciones en dos argumentos, los de sendos episodios breves, casi apenas situaciones.
A X lo sorprende un llamado:
–¡X!
La mirada de X barre la zona de donde cree que provino la voz. Desde una cara sonriente, con una mirada fija y perentoria, alguien espera que X lo reconozca para continuar con el ritual de un reencuentro, hecho de verificaciones efusivas, saludos superpuestos, comentarios sobre las circunstancias del reencuentro, averiguaciones ansiosas y superficiales sobre las novedades en la vida del otro, rememoraciones de experiencias o de datos compartidos, revista de los personajes de aquella época y ambiente, etc. Normalmente, las fórmulas y los ritos se suceden hasta agotar la excitación nostálgica y despedirse con un “Me alegró haberte encontrado”, y tal vez promesas de no confiarle al azar el próximo encuentro, y rara vez una voluntad de reanudar la relación.
Como sea, cuando X investiga ya hay silencio y una sola cara en la multitud parece prolongar gestualmente el llamado y esperar su respuesta. Pero X apenas acaba de asociar esa cara con la fuente de emisión: ha logrado saber quién lo ha reconocido y llamado, pero todavía no logra saber quién es quien lo ha reconocido y llamado; todavía no puede ubicar (clasificar en un todo) a quien ya puede señalar (aislar de un resto). Llamémosla M.
Un indicio del valor que le damos a ese reconocimiento es el hecho de que la primera alarma de disfunción la active ya una breve demora. Esa gaffe social es como un tratamiento precoz contra el extravío de no poder reconocer, la frustración de fracasar en los primeros intentos y la tentación de abandonar la búsqueda del expediente escondido. La demora acerca a X al bochorno definitivo de no corresponderle la identificación a M, que espera con incomodidad creciente (tal vez porque supieron ser amigos y porque entonces es evidente que es el cambio de M con los años lo que dificulta el reconocimiento de X).
En cuanto M se da cuenta de que X no la ha reconocido y la mira desorientado, probablemente lo ayuda o le reprocha, todavía con las miradas cruzadas (el ceño fruncido, X; el ceño elevado, M): o un
–¡¿Hoooolaaa?!
o un
–¿No te acordás de mí?
o un
–¿No sabés quién soy?
o cualquier otra cosa después del llamado que haya pronunciado M, fue suficiente para que X la llegara a reconocer por su voz, antes que (o en lugar de) por su imagen. O tal vez la reconoció cuando la asoció a su esposo, al que X ubicó de inmediato.
Pero aun así intentó conciliar esa imagen con la última guardada de la titular de esa voz o de ese matrimonio, para aportar certeza o verosimilitud a uno u otro reconocimiento oblicuo, metonímico. Cuando X encontró una manera plausible de reconstruir en esa cara la cara de la M 94, con alguna hipótesis instantánea de las mudanzas y cambios de rasgos fisonómicos que atravesó M en esos 10 años, pudo percibir la diferencia entre las dos imágenes como si hubiera recorrido los hitos de esa variación de un golpe, con una velocidad muy superior a la que puede retener o captar la conciencia, es decir, a la que permite una lucidez de la experiencia.
El esposo de M recorrió esa misma secuencia –se podría decir– en tiempo real, con la gradualidad de una compañía cotidiana, que lo deja en las antípodas de una falta de reconocimiento o incluso de una demora: su última actualización de M data de unas horas atrás, en promedio de abrumadora mayoría; o sea, muy lejos de la década que hace que X no ve a M. El reconocimiento del esposo no es trabajoso ni conciente; es cada vez instantáneo y automático (un ideal de economía energética, porque los recursos necesarios para conservar o complejizar nuestro modus vivendi requieren trabajo, que requiere recursos, que requieren trabajo...). Nunca es bueno que tu socio no te reconozca y que tu doberman te desconozca; eso es mejor que quede a cargo de los perdidos en los desvíos de ambas vidas, los que se volvieron extraños con el tiempo. Por ejemplo, X.
El reconocimiento de su voz, supongamos, postula entonces a M 94 para ser la continuada por la imagen de la cara suspendida que espera ser identificada de una vez, postulada para ser M 04, la continuadora de la serie (postulación que es una hipótesis de solución del enigma o adivinanza de reconocimiento, que la misma M confirmará ante el dubitativo
–¿M?
con que responde X para empezar a librarse de la parálisis de la duda, como quien empieza a mover un pie que se le quedó dormido).
Una vez ubicada esa imagen, por detrás de los saludos y las excusas X actualiza el expediente que guarda de M. Esto significa que si X se la volviera a encontrar, por ejemplo, en el 2007, no necesitaría volver a remontarse a la imagen del 94; al tope del expediente, como última entrada, estaría la última imagen de M que X supo agregar, la del 04. Es la nueva candidata que presentará la serie M en el siguiente concurso de parecidos a una imagen de una identidad a reconocer.
También significa que si a X le mostraran una foto de la M del 02, por ejemplo, podría reconocerla más fácil ahora que ya reconoce la del 04. Y también significa que incluso sin ese aprendizaje, si X ha logrado salvar 10 años de cambios, así como nada nos garantiza que lo hubiera logrado también con 5 más hacia el futuro, hay razones para suponer que también lo habría logrado con menos de 10 años (cuanto menos, antes): siempre una M del intervalo tendrá más probabilidades de ser reconocida por X que una M mayor (más antigua o más tardía). X tiene eventualmente cubierto todo el intervalo y, con eso, virtualmente dominada la secuencia natural de un cambio que no atestiguó (convengamos que la fisonomía de M no sufrió accidentes, cirugías ni circunstancias bruscas). Más inocentemente, esto equivale a decir que su relleno de Ms entre la del 94 y la del 04 (su percepción de esa diferencia, su reconstrucción de la historia) se acercaría mucho a la gradación que muestran las fotos de M de ese período. O también: que X, que se perdió esa década de modificaciones, reconocería a M en las mismas fotos anuales que su marido, que cursó con ella ese lapso.
Resumo y redundo. Un clásico de las percepciones en inminencia de muerte es el relato de haber visto pasar la propia vida a gran velocidad pero con nitidez. A una velocidad mayor, que resulta oportunamente imperceptible, X recorre la última década de las caras de M, que no conoció, en el breve acto de reconocerla (una demora de segundos deja de abultar en la perspectiva del inmenso intervalo abarcado).
(P.S. del 23/06/2012)
X es interceptado por F:
–¿X?
–¿Sí...?
–Soy F.
–¡F!
Por si hacía falta alguna prueba de que se madura más lento de lo que se crece, en ese cruce casual F reconoció a X, no X a F (o no antes de que F se presentara, aunque es cierto que fue inmediatamente después). F está por cumplir los mismos años que su padre y X tenían cuando nació. Es evidente que para F X no cambió tanto como para X F, a quien había visto por última vez con 10 años, hacía 13.
Mucho de su padre iba mostrando F al hablar y gesticular, en el breve diálogo que siguió; no sería raro que X hubiese experimentado, incluso leve o difusamente, una confusión temporal, como si hubiese debido hacer un esfuerzo extra para mantenerse ubicado en su tiempo. Más probable es todavía que a X le intrigue saber cuánto del actual F lo conecta con el de 13 años atrás, que puede ser equivalente a cuánto ya estaba, replegado, en el pibe que vio desde bebé y hasta cumplir los 10 años.
Incluso si X no hizo predicciones en su momento, todavía puede hacerlas, si apenas hace un minuto que están hablando: ¿cómo sería el F actual, según lo que X sabe de cómo era el F infantil? Como sea, X busca identificar a este F con aquel, además de con el padre de F. (Por cierto, X busca algo que a F no le costaría nada encontrar: la conexión entre el que es y el que fue, o sea, su reconocimiento en ese de 10.)
¿Necesita haber algún punto de continuidad entre aquella identidad y esta para que ambas pertenezcan a la misma historia y al mismo individuo? Y en caso de que X encuentre alguno de esos puntos, si los hay, ¿sería de nuevo como “percibir” una ráfaga rápida de identidades intermedias, las que cruza la conexión entre esta y aquella a lo largo de 13 años desconocidos? El caso sería aun más meritorio que con M, que en un intervalo similar tuvo cambios de maduración, pero no metamorfosis de crecimiento, como F.*
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