(Fragmentos adaptados de El juego del sentido)
- «Puedo jugar con las piezas del ajedrez según ciertas reglas. Pero podría también inventar un juego en el que juego con las reglas mismas. Las piezas de mi juego son ahora las reglas del juego de ajedrez y las reglas del juego son, por ejemplo, las leyes de la lógica. Entonces tengo una vez más un juego, y no un meta-juego.»
Ludwig Wittgenstein (Observaciones filosóficas, Segundo Apéndice, “Consistencia”)
1. El juego del sentido y sus límites
El sentido es el asunto de los asuntos. No conocemos fuera del sentido. Si lo definimos asimilándolo a un juego, con sus piezas (que son los conceptos) y sus reglas de movimiento y acción, hay que decir que esa definición es también una jugada del juego, que parece querer autorretratarse.
Los jugadores que ejecutan la tarea se olvidan o se distraen de su sujeción al juego. El extrañamiento que experimentan es la iluminación de lo obvio: sienten que les dificulta la tarea la imposibilidad de salir, de tomar distancia del juego a indagar; vale decir: el no poder no jugar al juego sobre el que se quiere reflexionar, el ser inevitablemente esa reflexión una jugada suya. Bien, pero tampoco es tan grave: es sólo el conocimiento que se puede tener del juego del sentido desde adentro del juego; parte de ese saber es ese mismo saber, el de no poder saber nada del juego desde afuera del juego.
Como sea, acaso nada nos aporte mejor información sobre el sentido que sus crisis de funcionamiento; el juego se define en sus límites porque es ahí donde revela sus carencias insoportables, aquello sin lo cual se vuelve inviable, injugable (las crisis de sentido importan como momentos de manifestación privilegiados por la necesidad de superarlos, de la que carecen los otros momentos). En un juego cuya salud está hecha, más tarde o más temprano, de equilibrios tautológicos, sus crisis o colapsos no pueden sino ser episodios de su antítesis, episodios de contradicción: paradojas, para darles un nombre genérico. Así, el interés por el sentido involucra el interés por la contradicción y su avatar argumentativo, el absurdo.
Entonces, si en el juego del sentido las relaciones de igualdad están reservadas a las tautologías, nunca veremos una contradicción instalada en ellas, no siendo que haya tomado por asalto esa plaza. Una paradoja es la historia de alguno de esos asaltos.
Conduciendo una idea a un absurdo se la impugna. Tal vez una neutra confianza en su éxito seguro hace que el absurdo resulte menos conocido que usado. Es probable que no pueda saberse nada que no sea una variación de la igualdad paradójica de términos diferentes (o de la diferencia paradójica de términos iguales, como la de un término consigo mismo); pero también es probable que el conocimiento de esas variaciones no sea superfluo. En ellas se declaran nuestras imposibilidades: ningún jugador puede detentar el poder paralizador de una paradoja, además de su poder disuasivo.
2. El poder de los jugadores
Un “sujeto” es un jugador, alguien que practica un juego cuyas leyes definen el espacio de su libertad de acción (es decir, su poder). De ahí que ninguna jugada suya puede ser más poderosa que el juego; todo poderío se detenta dentro de algún juego, de las posibilidades que se derivan de su gramática (o reglamento).
El juego del sentido, cuyas reglas rigen en cualquier juego consistente, estipula que hay un poder imposible para todos sus jugadores: el de perpetrar una contradicción. Que haya una jugada imposible implica que no hay jugador todopoderoso, de libertad ilimitada.
Una conocida paradoja quiere demostrar que Dios, desafiado en los términos convenientes, no puede no carecer de algún poder: si crea una piedra no levantable, carece del poder de levantarla; si no la crea, del poder de crearla. O está obligado a no crearla o está imposibilitado de levantarla; si elude una limitación, cae en la otra.
Poco importa que pueda evitarse la paradoja restringiendo el alcance del atributo que presenta la roca a crear (acordando, por ejemplo, que sea no levantable para todos, excepto para Dios). Tampoco interesa invalidar el argumento: sabemos que el atributo de la creatura solicitada contradice el atributo que se pretende refutar en el creador, como quien presupone en la demostración aquello que quiere demostrar. Más fuerte que esta impugnación o aquella enmienda me parece el hecho de que el poder de Dios las necesite para seguir siendo absoluto; esa necesidad de disolver o de descalificar la contradicción, esa dependencia respecto de la lógica, es ya una disminución.
Si no interesa tanto que se pueda impugnar el desafío de crear una piedra no levantable, es porque hay ahí otro desafío de mayor peso; en última instancia, a Dios se lo ha desafiado a que pueda lo contradictorio, vale decir: que no pueda levantar una piedra y que aun así siga siendo todopoderoso, o que lo sea aunque no pueda crearla. Es esto lo que Dios no puede, lo que limita su potestad por el mero hecho de que le hace respetar una ley, la de no contradicción. Como restricción mínima, ningún jugador del juego del sentido puede lo contradictorio.
Para ser todopoderoso, Dios debería poder lo contradictorio sin estar obligado a ello. Si una lógica de lo inconsistente obligase a Dios a ser contradictorio, tal obligación supondría otra resta de su poder. La consecuencia de un ser todopoderoso no es una lógica inconsistente en vez de consistente, sino una inexistente (o inoperante en relación con ese ser); dicho de otro modo: una libertad y poder ilimitados, absolutos, implican una prescindencia perfecta de todo juego (cuyas leyes, por mínimas o generales que sean, siempre suponen un condicionamiento).
Si Dios todo lo puede, la caída de un cuerpo no se explica, en última instancia, por la ley de gravedad, sino por la voluntad divina de no interferir en su cumplimiento. Si hay algo que Dios no puede hacer, entonces hay algo que no está sujeto a su voluntad, sino algo a lo cual se sujeta la voluntad de Dios. Ese algo imposible, vale insistir, es la perpetración de una contradicción. En la perspectiva de este imposible, la diferencia entre el ejercicio de un poder divino y el de un poder humano es cuantitativa: Dios puede más que el hombre, obra en otra escala, pero su poder es lo mismo que el del hombre, ya que está definido por los mismos límites.
Uno de esos límites, como vimos, es la imposibilidad de la plenitud, de la libertad pura; el otro, la imposibilidad de la pureza opuesta: la de un condicionamiento. Todo poder se ejerce entre estos dos límites, que especifican, respectivamente, sus grados máximo y mínimo. El poder excluye las purezas de su afirmación y de su negación; consiste en una mezcla de libertad y sujeción. Elegir entre una libertad impura y una sujeción impura para caracterizar el poder de un jugador es indistinto; cada una supone a la otra. Así, para que haya sujeto, su poder no puede ser nulo ni absoluto. Absoluto es imposible; si es nulo, ya no se trata de un sujeto, sino de un instrumento. Una canilla —por ejemplo— no actúa, sólo funciona; no decide si dar o no agua; no hace algo, sino que alguien hace algo a través de ella, que carece de toda libertad o poder.
Un juego, como un instrumento, funciona, no actúa. No hay diferencia de efectos entre este mero funcionamiento y la acción de un jugador cuyas virtudes de estilo se han vuelto inútiles a causa de una imposibilidad derivada de la gramática del juego. Para intentar hacer jaque mate sólo con un caballo y el rey, lo mismo da que se postule el mejor o el peor ajedrecista. Toda pericia, en defensa o en ataque, es aquí superflua; mover, entonces, se vuelve tan necesario como indiferente. Las tablas vienen a eximirnos de esa necesidad porque ya no hay razón (suficiente) para hacer alguna movida en vez de otra (el burro de Buridán copa la escena de una libertad tan vasta que se confunde con la contingencia, como supo ver Schopenhauer). La razón del jugar se ha vuelto tautológica, ha quedado atrapada en el radio mismo de la acción; el jugador mueve sin otra finalidad que el mover y sin otra causa que su obligación reglamentaria.
La significación es la dimensión del sentido que corresponde a la gramática del juego; la razón, la dimensión que corresponde a su práctica (ajena al reglamento, le es vital al jugador, que no juega —y que nada interpreta— sin una justificación o una motivación; en la máxima escala, a esa razón se la llama sentido de la vida). Cuando las diferencias de estilo son irrelevantes, el sentido del juego se ve reducido a su dimensión gramatical: sólo significación (jugadas legítimas, correctas), nada de razón (jugadas sin temores ni esperanzas). El reglamento, con una ley suplementaria, hace que el juego cese cuando los jugadores sobran, cuando sus actos se vuelven inocuos.
Las imposibilidades derivadas de las leyes de un juego representan una limitación de volumen del poder de un sujeto; lo afectan cuantitativamente, ya que sitúan su ejercicio entre un grado mínimo (superior a la nulidad) y uno máximo (inferior a la totalidad). En cambio, el azar y el destino afectan cualitativamente el poder de un jugador: lo niegan. El concepto de azar priva de razón —no de causa— a los acontecimientos; el concepto de destino los satura de razón. En el cónclave entre la Razón, el Azar y el Destino, se debate, ante cada suceso, si un sujeto actuó o no actuó (sino que algo ocurrió, ajeno a su poder) y, en caso afirmativo, si actuó libre o sólo cumplió con un libreto fatal. El primer dilema lo enfrenta al azar, el segundo al destino; en la alternativa adversa de cada caso, su poder es negado: o no hay obra en absoluto o la obra es ajena.
Las limitaciones de un jugador son también las del juego que delimita su libertad de acción. Si se mira bien, ninguna paradoja perpetra una acción contradictoria: lo que hace cualquiera de ellas es precisamente paralizar el juego, inhibir la acción en razón de un imperativo contradictorio que suspende toda decisión. Dicho de otro modo, la contradicción es modal o deóntica, pero nunca fáctica: lo que entra en contradicción no son hechos, sino la necesidad y la imposibilidad de un hecho (o la obligación y la prohibición de generarlo). No hay, en rigor, resultados absurdos (consumados), sino cuentas insolubles (planteadas).
Vamos a ver dos tipos de cuentas insolubles, de indecidibilidades, de paradojas. En ambas clases estará involucrado un turno de juego, uno liminal e inalcanzable y el otro tardío. Tanto en el escenario del límite como en el de la inscripción tardía se monta una igualdad contradictoria, que es lo que los emparienta como paradojas.
3. Paradojas liminales
Entre aquellas paradojas que consisten en una sucesión infinita convergente cuyo límite depara un absurdo, el modelo es el relato de la lámpara de Thomson. En la oscuridad de su cuarto, el insomne James Thomson tarda un minuto en encender la lámpara de su mesa de luz (+1). Se arrepiente y en medio minuto la apaga (–1). Tarda un cuarto de minuto en prenderla de nuevo (+1) y un octavo en volver a apagarla (–1). Así, en la rutina perpetua de su veleidad, cada acto dura la mitad del anterior. La suma de estas duraciones converge en los 2 minutos: 1 + 1/2 + 1/4 + 1/8 + 1/16 +... = 2. ¿Cómo está la lámpara en ese instante: encendida (1) o apagada (0)? La serie infinita “1–1+1–1+1–1...” es una monótona oscilación entre los valores 0 y 1. A los 2 minutos, la lámpara está encendida y apagada (violación del principio de no contradicción) y ni encendida ni apagada (violación del principio de tercero excluido). La disyunción cede el gobierno a la conjunción: se combinan los estados excluyentes y se combinan los combos de estados excluyentes. No se trata de que en ese límite pueda deducirse cualquier cosa; se trata de que deben deducirse todas, sin renuncias ni libertad.
3.1. Aquiles y la tortuga
- «El segundo argumento, conocido como “Aquiles”, es este: el corredor más lento nunca podrá ser alcanzado por el más veloz, pues el perseguidor tendría que llegar primero al punto desde donde partió el perseguido, de tal manera que el corredor más lento mantendrá siempre la delantera.»
Aristóteles, Física, VI, 9, 239b 10-30
No todo límite de una serie infinita convergente depara un absurdo. Algunos incluso hacen cesar un “absurdo” enquistado en la sucesión y restituyen el sentido común infinitamente defraudado. Entre éstos se encuentran el límite al que converge la famosa persecución de Aquiles sobre la tortuga y el límite al que converge la perpetua partición de un palo en que se ejercitaban unos sofistas chinos. Para empezar, rellenemos una vez más el argumento que ofrece Aristóteles de la aporía de Zenón.
A un metro por segundo, supongamos que Aquiles corre el doble que la tortuga, a la que le da una ventaja de 4 metros. A las 9:00:00 se inicia la carrera. A las 9:00:04, Aquiles cubrió los 4 metros de ventaja pero la tortuga se alejó 2 metros; a las 9:00:06, Aquiles hizo esos 2 metros y la tortuga se alejó 1; a las 9:00:07, Aquiles cubrió ese metro y la tortuga se le escapó medio metro; etc. Así, en los 8 segundos de que dispone, Aquiles no descontará la ventaja inicial de 4 metros si no “toca” una infinidad de huellas frescas, las que va dejando a su paso esa meta fugitiva que es la tortuga. Entre la línea de largada (0) y la meta (1), los puntos de la pista que hemos datado siguen esta progresión: 1/2, 3/4, 7/8, 15/16,... 1, que también puede expresarse así: (21–1)/21, (22–1)/22, (23–1)/23, (24–1)/24,... (2ℵo–1)/2ℵo (lo que equivale a 2ℵo/2ℵo = 1).
La persecución de la tortuga puede canjearse por el viaje solitario de un Aquiles que, para cubrir los 8 metros que lo separan de su meta, se le da por reducir cada vez a la mitad la longitud de su último paso (si en vez de eso la repitiera, en lugar de pasar a otro penúltimo paso llegaría a destino). De la meta, este Aquiles siempre estará a un tramo idéntico al último realizado: cuando esté en 1/2, le faltará 1/2 para 2/2 = 1; cuando esté en 3/4, le faltará 1/4 para 4/4 = 1; etc. En el límite, el penúltimo paso y el último, que matemáticamente coinciden —(2ℵo–1)/2ℵo = 2ℵo/2ℵo—, son uno, lo que acaso constituye una reducción al absurdo de la posibilidad de que la progresión —infinita como es— tenga un último término.
El Aquiles solitario de esta imaginación y el de Zenón nunca interrumpen su marcha; el de Adolf Grünbaum (“Can an Infinitude of Operations be Performed in a Finite Time?”, en The British Journal for the Philosophy of Science 20, 1969; pp. 203-218), un Aquiles ‘staccato’ adicional, recorre la mitad de la pista en la mitad del tiempo que el Aquiles continuo del original (son las 9:00:02), se detiene a descansar un lapso idéntico al empleado y entonces reanuda su marcha, en el preciso instante en que el otro lo alcanza (son las 9:00:04), y así siguiendo. A las 9:00:08, el continuo y el discontinuo llegan a la meta. Este segundo Aquiles desobedece la prohibición aristotélica de realizar una serie infinita de tareas discretas en un tiempo finito (leemos en Física, VI, 2, 233a 25: «Ciertamente, no es posible durante un tiempo finito tocar cosas que sean infinitas por su cantidad, pero se las puede tocar si son infinitas por su división», que no es el caso de la infinitud de viajes que hace el Aquiles ‘staccato’ en 8 segundos).
Volvamos a la carrera original: desde la ventaja inicial de 4 metros, Aquiles va reduciendo esa brecha hasta anularla en el límite de la progresión: 4, 2, 1, 1/2, 1/22, 1/23, 1/24,... 1/2ℵo = 0 metro, exactamente en el punto de los (2ℵo–1 = 2ℵo)/2ℵo, es decir, en 1, la meta, donde la carrera se empata y los corredores se encuentran. En ese encuentro, tan imposible como esperado, es donde comienza la versión de Lewis Carroll, con la tortuga proponiéndole a Aquiles una carrera con distancias crecientes (divergentes y de carácter lógico) en vez de menguantes (convergentes y de carácter físico): «¿te gustaría saber de una pista de carreras, que la mayoría de la gente imagina que puede completar en dos o tres pasos, cuando en realidad consiste en un infinito número de distancias, cada una más larga que la anterior?». Para nuestros fines, nos mantendremos en la variante original de distancias progresivamente menguantes.
3.2. Aquiles y la tortuga y el palo y la lámpara
- «Hui Shih es multilateral. Con sus libros hay para cargar cinco carros. Su doctrina es compleja e incoherente. [...] El potro huérfano jamás tuvo madre. Cortando cada día una mitad a un palo de un pie de largo, no se acabará en diez mil siglos. Los dialécticos sofistas discutían con Hui Shih de estas cosas, sin acabar sus disputas en toda su vida.»
Parágrafo 9 del capítulo 33 “El mundo”, Libro Tercero, de Chuang-Tzu, Pensamiento filosófico (Caracas, Monte Ávila Editores, 1993, pp. 250 y 251; traducción de Carmelo Elorduy S. J.).
A otras piezas de interminable agonía les espera la nada (a la manera kafkiana, lo que es vano como espera es riguroso como resultado). Desde el siglo III a.C., unos sofistas chinos eliminan cada día la mitad de un palo, que empezó midiendo unos 30 centímetros (les quedan unos 9.976 siglos de compromiso). Actualizados los límites de sus series infinitas, las dos historias se reconcilian con el sentido común: Aquiles alcanza a la tortuga y el palo se anula.
Las dos tienen procesos contraintuitivos. La historia de la lámpara de Thomson, en cambio, tiene resultados estrictamente paradójicos, contradicciones liminales. Las paradojas de la lámpara se verifican en la meta; las perplejidades reticentes de la carrera (el más veloz no alcanza al más lento) y de la disminución (el palo no se anula) se verifican en la ruta que conduce infinitamente a una meta que, por esa razón, se figura imposible, para perpetuación de esas perplejidades. (Las tragedias kafkianas se erigen ubicando en una escena similar a alguien que se consume esperando —un arribo o una autorización: el súbdito de “Un mensaje imperial”, el campesino de “Ante la Ley”— o intentando —el mensajero real, el bancario Joseph K., el agrimensor K., el campesino otra vez, con sus súplicas y sobornos al guardián.)
4. Paradojas de lo que se agrupa
Entre las paradojas que consisten en el dilema perpetuo de hacer o no miembro de un conjunto al propio conjunto, recordemos la de Russell, sobre el conjunto de los conjuntos que no son miembros de sí mismos. Algunos de sus miembros son el conjunto de los aviones, que no es un avión; el conjunto de los glaciares, que no es un glaciar; etc. La colección de conjuntos prosigue sin inconvenientes, hasta que nos planteamos si ella misma, que está llamada a ser un conjunto, debe o no ser coleccionada. Si lo hacemos, pasa a ser un conjunto que se tiene por miembro de sí mismo, por lo que no debería pertenecer a la colección; si no lo hacemos, pasa a ser un conjunto que no se tiene a sí mismo por miembro, por lo que debería pertenecer a la colección. A diferencia de lo que ocurre con los otros conjuntos de la colección, en ella la condición a verificar es consecuencia de la decisión a la que debe dar lugar; el dilema es irresoluble porque el dato necesario para resolverlo, que debería estar dado de antemano, se genera una vez que se lo resuelve.
Para un conjunto, la consecuencia de tener que pertenecer al nivel que lo presupone es la autocolección; para una afirmación, la autoimplicación. En las paradojas que les conciernen, una y otra reflexión aportan la circunstancia necesaria en la que una decisión no podrá terminar de tomarse, atorada en una igualdad contradictoria. En la paradoja de Russell, esa decisión es la de cesar la aplicación de una membresía (o sea, la de cerrar un conjunto). En las llamadas paradojas semánticas, esa decisión es la de cesar la aplicación de una afirmación (o sea, la de verificarla). Veamos uno de estos casos.
5. Paradojas de lo que se afirma
- Manuscrito ilustrado de Lewis Carroll de Alice's Adventures Under Ground
La variante de la paradoja del mentiroso que figura en el capítulo LI de la Segunda Parte del Quijote se deja glosar de un modo similar a la paradoja de Russell. El caso es referido por un forastero que consulta a Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria. Un señor feudal ha dispuesto que todo aquel que pretenda cruzar un río por el puente de su propiedad deberá declarar cuál es el destino y el propósito de su viaje. Si el caminante dice la verdad, pasa; si miente, es colgado de una horca contigua al puente. Interrogado, un hombre jura que su destino será morir en la horca.
En los casos normales, los jueces sólo necesitan resolver si el hombre cumplió o incumplió su juramento para resolver si lo dejan pasar o si lo ahorcan. En el caso paradojal, necesitan también resolver si lo dejan pasar o si lo ahorcan para resolver si cumplió o incumplió su juramento. Si los jueces lo dejasen pasar, lo harían mentiroso, por lo que deberían ahorcarlo (o haberlo ahorcado). Si lo ahorcasen, lo harían veraz, por lo que deberían dejarlo pasar (o haberlo dejado pasar). La condición para pasar o ser colgado es consecuencia de la decisión a la que debe dar lugar; el veredicto tiene que ser posterior a la ejecución de la sentencia, que es más de lo que pretendía la Reina de Corazones.
Con un juramento así, decir la verdad o mentir termina siendo la consecuencia de aquello (el permiso o la condena) de lo cual no renuncia a ser la causa, y viceversa: dejar pasar o ahorcar termina siendo la causa de aquello (cumplir o incumplir el juramento) de lo que no puede dejar de ser una consecuencia. Lo que debería ser sucesivo es simultáneo. Comparemos esta alteración con la del último absurdo de las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas.
En el juicio a la Sota de Corazones, acusada de robar unas tartas que la Reina había preparado, ésta pide que el veredicto sea posterior a la sentencia. En este episodio, la relación de causalidad está invertida; en el del puente, la (necesidad de) simultaneidad la vuelve inviable: el problema no es exactamente que la consecuencia sea anterior a la causa, sino que debe ser consecuencia y causa a la vez y en una misma instancia.
Un orden inverso sigue siendo un orden, porque los términos se mantienen en alguna relación de sucesión. En cambio, dos términos simultáneos o de sucesión indecidible no siguen un orden, ni causal ni contra-causal. Así, la paradoja hace algo distinto a subvertir, a desordenar: ignora o malogra la relación que necesita cualquier orden. Si queremos purgar de añoranza el espectáculo, podemos ver en la actuación de una paradoja tal el instante preciso del pasaje de lo sucesivo a lo simultáneo, que es el instante de una igualdad contradictoria.
6. La igualdad contradictoria
En su primera opinión, Sancho aconseja que se seccione al nuevo Epiménides, para que se le conceda el paso a su parte veraz y se condene a su parte mentirosa. La astucia que usó el rey Salomón frente al reclamo de dos mujeres por un bebé no es aquí un medio para llegar a un fallo justo (juzgando la reacción de las dos mujeres), sino el ejercicio mismo de la justicia. Pero se trata de un ejercicio equívoco: aunque el hombre pudiese sobrevivir a esa cirugía —tal cual es la objeción del consultante—, su división sería imposible o falsa; es todo él quien a la vez miente y dice la verdad, sin fragmentación ni desdoblamiento alguno.
La igualdad inconsistente no es solucionable con un empate porque su valor no es divisible. Mejor dicho: su división no produce diferencia, no altera la relación. Los fragmentos son iguales al todo: cada ‘parte’ del viajero seccionado contendría tanta verdad y tanta falsedad como sea posible asignar; cada competidor paradójico acapara tantos puntos como el total de puntos a repartir. Análogamente, las partes de un conjunto infinito pueden medir lo mismo que el propio conjunto. (Dejo el tema de esta analogía y las otras operaciones que la sustentan para otro ensayo.)
La segunda y última propuesta para superar el dilema se aborda desde afuera. Convencido de que una ecuanimidad estricta es impracticable, Sancho invoca un precepto de misericordia similar al del beneficio de la duda y recomienda liquidar el asunto favoreciendo al hombre. Ante la inutilidad de ser un buen lógico, Sancho optó por ser un juez benevolente. Entre esta generosidad y la mezquindad de una condena (ambas sin razones definitivas que las sustenten), se ubica la opción no ensayada de rechazarle el pedido al hombre y sentar jurisprudencia: en adelante, sólo se aceptarán juramentos no paradójicos (la misma exclusión de casos conflictivos que consigue la aritmética con sus excepciones).
En la fundamentación de su consejo final, Sancho demuestra tener una clara comprensión de la igualdad contradictoria que hace a la paradoja. Le dice al enviado:
«...este pasajero que decís, o yo soy un porro, o él tiene la misma razón para morir que para vivir y pasar la puente; porque si la verdad le salva, la mentira le condena igualmente; y siendo esto así, como lo es, soy de parecer que digáis a esos señores que a mí os enviaron que, pues están en un fil las razones de condenarle o asolverle, que le dejen pasar libremente, pues siempre es alabado más el hacer bien que mal.»
7. El tiempo de las paradojas
Esta benevolencia exterior es la novedad que le aporta la fábula cervantina a su antecesor, un dilema atribuido a los sofistas griegos del siglo V a.C. Un cocodrilo ha atrapado a un bebé en la orilla de un río y le propone a su madre liberarlo si ella acierta qué hará él o devorarlo si ella no acierta. La madre aventura que lo que hará el cocodrilo será comerse a su bebé. Más cerca de nosotros, Borges imagina que la única pregunta que un aspirante a brujo escucha en su examen final lo insta a adivinar su suerte en ese trance; “Reprobaré el examen”, contesta el aspirante (titulado “El adivinador”, con este argumento Borges cierra el artículo “Dos antiguos problemas”, compilado en Textos recobrados 1931·1955, Emecé, Buenos Aires, 2001, página 91).
Las paradojas —lógicas o semánticas— nunca nos remiten al pasado, donde sólo hay hechos consumados, sino siempre al futuro de una decisión que debe y no puede tomarse (delimitar el alcance de una membresía o el de una afirmación). El futuro decisorio de la declaración del mentiroso, que habla en presente (“Miento” o “Todas mis afirmaciones son falsas”), es inminente; el de juramentos y vaticinios está alejado siquiera un paso. Como el infinito potencial, las paradojas ponen en juego un llegar a ser.
8. Paradojas del tiempo
De los trastrocamientos lógico-temporales que perpetran estas paradojas son inocentes los absurdos liminales, como el del estado complejo de la lámpara de Thomson a los 2 minutos de maniobras (al turno de esta contradicción suele impugnárselo por la infinitud de su lejanía, no por desórdenes de tiempo o causalidad).
La exposición que toleraron emparienta los dilemas de Russell y de Cervantes con el único tipo de relato de viajes en el tiempo que merece el rótulo de paradoja. Sírvanos de modelo la glosa que hace Borges de una novela de Henry James (cito de “La flor de Coleridge”, en Otras inquisiciones, Buenos Aires, Emecé, 1994, página 25):
«En The sense of the past, el nexo entre lo real y lo imaginativo (entre la actualidad y el pasado) (...) es un retrato que data del siglo XVIII y que misteriosamente representa al protagonista. Éste, fascinado por esa tela, consigue trasladarse a la fecha en que la ejecutaron. Entre las personas que encuentra, figura, necesariamente, el pintor; éste lo pinta con temor y con aversión, pues intuye algo desacostumbrado y anómalo en esas facciones futuras... James crea, así, un incomparable regressus in infinitum, ya que su héroe, Ralph Pendrel, se traslada al siglo XVIII porque lo fascina un viejo retrato, pero ese retrato requiere, para existir, que Pendrel se haya trasladado al siglo XVIII. La causa es posterior al efecto, el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje.»
Permutando retrato por engendramiento, el regressus de James es comparable al de la primera Terminator: en el 2029, John Connor, líder de la resistencia humana contra las máquinas que dominan y esclavizan, envía a 1984 al que será/ha sido su padre para fecundar a su madre, con la excusa y la misión de evitar que un Terminator T-800 la mate antes de que sea madre del J.C. del futuro (en esta fábula cristiana invertida, es el hijo el que envía al padre). Si John Connor no hubiera nacido y liderado la resistencia, papá Kyle Reese no habría sido enviado al pasado para evitar que lo evitaran; si no hubiese sido enviado al pasado, John Connor no habría nacido. El enviado provoca lo que debe evitar que no se provoque. Hecha la mención, retomo la línea del retrato.
Más que invertir los turnos de una causa y una consecuencia, la paradoja de James los vuelve simultáneos al hacer de cada hecho la causa y la consecuencia del otro; nuevamente, como en la paradoja del puente y la horca, esos roles son asumidos a la vez y con igual derecho y necesidad por cada uno de los acontecimientos que deberían repartírselos. Como entre espejos enfrentados, entre la realización del retrato y el viaje del retratado la historia se reproduce infinitamente (en lugar de una autorreferencia, como la autoinclusión del conjunto de Russell, hay acá un juego de referencias cruzadas, como el bucle de un link que tiene por meta a aquel link que lo tiene por meta).
El regressus in infinitum es acaso el mayor servicio argumental que sabe prestar el infinito potencial. Basta demostrar que el origen o la causa de algo se remonta a una infinitud para hacerlo desvanecer. El mecanismo requiere que la regresión repita linealmente sus pasos, sin volver sobre ninguno, sin entrar en loop. El rebote incesante entre la realización del retrato y el viaje del retratado opera un cierre circular del regressus, que es acaso lo que Borges ve en él de “incomparable”.
En su calidad de causa del cuadro que lo motiva (o de condición de posibilidad, si se prefiere), el viaje de Pendrel no viene a interrumpir ni a desviar la historia, sino a continuarla. La continuación es fantástica o prodigiosa, tal vez anómala, pero también es rigurosa; hace que la historia se cierre sobre sí, con lo que adquiere su forma circular o recursiva: puede decirse que el centro de la novela de James es el retrato del que viaja motivado por el retrato (del que viaja motivado por el retrato (del que viaja motivado por el retrato...)). (La infinitud, que en la fuga referencial se desparrama, en la autorreferencia está adensada: la pregunta autorreferencial «¿Te molesta que te haga esta pregunta?» se analiza en la irrestañablemente recursiva «¿Te molesta que te haga la pregunta: “¿te molesta que te haga la pregunta: ‘¿te molesta que te haga la pregunta... ...?’?”?».)
El potencial infinito de la autorreferencia, aun cuando no le sea exclusivo y acompañe las referencias cruzadas, suele serle familiar a la paradoja, acaso porque una capacidad de remisión ilimitada (una semiosis ilimitada, diría Charles Peirce) es inherente a aquel juego de cuyos límites es exhibición la paradoja: el juego del sentido, el lenguaje.
Dejo el tema de la autoinclusión (una variante de la autorreferencia) para otro ensayo.
9. Negación y contradicción
A los fines de forjar una definición, el mismo servicio presta la cópula de pertenecer a un conjunto es ser miembro de un conjunto que una implicación de doble mano: si algo pertenece a un conjunto, es miembro de un conjunto; si algo es miembro de un conjunto, pertenece a un conjunto. Un término es condición de otro que a su vez lo condiciona: un círculo tal importa una equivalencia entre los conceptos involucrados (de hecho, en lógica simbólica a esta relación de coimplicación o bicondicional se le da también el nombre de equivalencia).
Más tarde o más temprano, la contradicción en la que desemboca cualquier variante de la paradoja del mentiroso puede formularse como una implicación recíproca; de la oración «Esta oración es falsa» puede decirse que si es verdadera, es falsa, y si es falsa, es verdadera (o también: es verdadera si y sólo si es falsa). Otro tanto sucede con cualquier conjunto cuya autopertenencia genere una paradoja: Si es miembro de sí mismo, no es miembro de sí mismo; si no es miembro de sí mismo, es miembro de sí mismo. En definitiva, se postula la equivalencia entre ser verdadero y ser falso (que en una lógica bivalente equivale a no ser verdadero) y entre ser miembro de sí mismo y no ser miembro de sí mismo.
Es fácil percibir o intuir que estas equivalencias son contradictorias; pero si además quisiéramos justificarlo, deberíamos justificar que la diferencia de expresiones en juego implica una diferencia de conceptos (es decir, que las expresiones comprometidas en esas equivalencias no son sinónimas o co-referenciales, como sucedía en el caso de pertenecer a un conjunto y ser miembro de un conjunto). Para proveer esa justificación, que nos reportará una definición de la contradicción, será útil definir por sus efectos la operación de negar. Pero previamente la definiremos por su acción.
Para que la equivalencia resulte manifiestamente contradictoria, una de las dos expresiones participantes debe poder ser reducida a la negación de la otra, si ya no lo es. En un juego conceptual de 2 términos, como el de una lógica bivalente, un término equivale a la negación del otro: si no es de noche, es de día; si es de día, no es de noche. Lo único que está diciendo ese juego de implicaciones recíprocas es que cada una de esas regiones conceptuales tiene a la otra por única vecina: si no se está en una, (es porque) se está en la otra. Y si cada una de las tres regiones de una zona es limítrofe de las otras dos, cada cual necesitará no una sino dos negaciones para decir todas sus fronteras (o sea, para implicar y ser implicada); por ejemplo: si es de mañana, no es de tarde ni de noche; si no es de tarde ni de noche, es de mañana. Y en general, si cada una de las n regiones de una zona es limítrofe de las otras n–1, cada cual necesitará n–1 negaciones para delimitarse mediante implicaciones recíprocas (las negaciones son simplemente las fronteras entre los conceptos, el juego de sus diferencias).
Así, en un universo definido, la negación de un término da el complemento de ese término en ese universo; o sea, divide al universo en el que opera en un interior (el término, lo que X es, la mismidad) y en un exterior (el complemento, lo que X no es, la otredad). La mismidad se afirma negando la otredad, que en un juego de dos conceptos es simple, en uno de 3 es doble y en uno de n es (n–1)-tuple. Y la otredad ya es una negación: no yo, no mismo que X. Luego, no otro es no (no yo), o sea, yo, si es que la otredad fue negada en su completa multitud. (En la práctica, la identidad es un estado ideal de diferenciación absoluta, del que no se conoce ningún caso real. Lo que normalmente llamamos identidad es un efecto de distinciones básicas, al menos suficientes, como un margen es efecto de alinear el escrito a 3 centímetros del borde de la hoja. Es decir, no es algo que se hace, sino que se hace al hacer otra cosa, que resulta: una negatividad. Las distinciones que dejan la identidad que percibimos o inferimos son las adoptadas por su balance entre lucidez y costo energético, ya que hay gasto en trabajar para “no meter a todos en la misma bolsa”.)
Cualquier afirmación que respete esta dinámica es, más tarde o más temprano, una tautología: A es distinto de no-A («A≠¬A»). Y lo es en virtud de que la negación, definida por sus efectos, es tal que hace que un término y su negación no puedan ser co-referenciales.
Esta definición no requiere que se establezca a qué refiere una expresión (si a un objeto o a un concepto, por ejemplo) ni qué significa. Podemos ignorar qué significa pertenecer a un conjunto, pero aun así sabremos que pertenecer a un conjunto y no pertenecer a un conjunto no son expresiones que se refieran a lo mismo.
La prescindente inmediatez de esa certeza se debe a que las expresiones no sólo difieren: también se desdicen mutuamente. El signo de diferencia (o la negación de igualdad) que ponemos entre ellas no nos dice nada que, gracias a la definición de negación, no nos diga ya la mera diferencia de sus formas («A/¬A»); tan tautológica es la diferencia «A≠¬A» —o «¬(A=¬A)»— como la identidad «A=A». Por su parte, las expresiones pertenecer a un conjunto y ser miembro de un conjunto visiblemente difieren, pero no se desdicen. Por eso, vincularlas mediante un signo de igualdad es estar afirmando algo que la diferencia de sus formas («A/B») no está en condiciones de decirnos ni de negarnos: es estar afirmando, siquiera indirectamente, que tales expresiones son co-referenciales (directamente, se afirma que los conceptos u objetos a los que refieren son equivalentes).
En la negación de la primera de las dos tautologías mencionadas consiste la contradicción a la que conducen las paradojas de mentirosos y coleccionistas (ya sea que recurran a una referencia reflexiva o a una cruzada —ambas recursivas). Esa anti-tautología tiene la forma, por lo tanto, de una identidad de lo diferente (la otra, «A≠A», asume el avatar inverso: el de una diferencia de lo idéntico); la contradicción luce así: «¬(¬(A=¬A))» o, en su fórmula simplificada, «A=¬A». (Si se me permite la reminiscencia platónica, la unidad en que debería resolverse la igualdad ha sido suplantada aquí por una duplicidad indisoluble e irreductible; en la acción y el efecto de esa usurpación consiste una paradoja.)
La negación niega la relación de co-referencialidad entre una expresión y su negación. La contradicción niega lo que la negación niega: luego, afirma la relación de co-referencialidad entre una expresión y su negación. Teniendo en cuenta la división que opera una negación, los argumentos que conducen a esa igualdad contradictoria son, a su manera, paradojas de bilocación: si la afirmación de Epiménides es verdadera si y sólo si no es verdadera, estamos a la vez en el interior de lo que es ser verdadera la afirmación de Epiménides y en su exterior, en el no ser verdadera la afirmación de Epiménides.
Cuando en el juego de la teoría de conjuntos o de la semántica una paradoja conduce a una equivalencia contradictoria, dos leyes del juego del sentido chocan; enunciémoslas: las expresiones de dos conceptos equivalentes no pueden no ser co-referenciales; una expresión y su negación no pueden ser co-referenciales. Por la primera, la equivalencia que el bicondicional establece, por ejemplo, entre los conceptos de pertenecer y no pertenecer obliga a la co-referencialidad de sus expresiones; por la segunda, esas expresiones no pueden ser co-referenciales, dado que una es la negación de la otra. En esta instancia, no importa si las expresiones refieren a un concepto semántico o a uno conjuntista; importa que son piezas obligadas a lo mismo que se les prohíbe: compartir el referente.
Dejo el tema de las relaciones de co-referencialidad para otro ensayo.
21 de julio de 2009, 12:11
Te transcribo un fragmento de LA CABEZA DE GOLIATH. MICROSCOPIA DE BUENOS AIRES de Ezequiel Martínez Estrada, que tiene alguna relación con el ensayo:
"Puede considerarse, pues, a las estaciones de los subterráneos formando unidad con las ferroviarias y como dechados de lo que representa para la ciudad el tránsito absolutamente desprovisto de sentido vital, el ir y venir en el mismo sitio, por decirlo así, cuyo modelo máximo es el estúpido andar del ascensor. Compárese esa clase de movimientos con el trabajo de cualquier máquina y se verá hasta dónde una ciudad carece de voluntad y transforma lo que es inherente de la vida -el movimiento autodeterminado- en una función mecánica de un valor puramente industrial."
(p. 36, Club del libro A.L.A., Bs As, 1940)
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22 de julio de 2009, 18:59
Todavía no voy a referirme a lo que citó desparejo. Por ahora sólo quiero consignar que su comentario lo vi (ayer al mediodía) mientras editaba el ensayo. Desde entonces hasta ahora le agregué a "Paradojas" las actuales secciones "3.1. Aquiles y la tortuga", "3.2. Aquiles y la tortuga y el palo y la lámpara", "6. La igualdad contradictoria", el párrafo final de "8. Paradojas del tiempo", y "9. Negación y contradicción".
Sobre esa versión anterior comentó desparejo; no sé si a los demás les resulta muy distinta a la actual (a mí, sí), pero de todos modos quería aclararlo.
Dejo la respuesta para otro comentario.
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