I
Acabo de recordar que la cita de Kafka es la tercera vez que la uso de epígrafe,
no la segunda. Y ahora retomo después de verificar fechas y comprobar que la vez del título melancólico
Una ciénaga infinita (una versión llevó de subtítulo, entre paréntesis: “Biografía de espera”) fue posterior a la vez que usé ese epígrafe en una carta de amor a una ex novia para “hablar de un entusiasmo”. Y de lo que releí recién de la novela como si la leyera por una segunda primera vez, el tono puede ser melancólico, pero los principios y los ideales también son de entusiasmo. Copio una parte, que no recuerdo si era un pasaje definitivo de la novela o el bosquejo de una historia que se quedó en argumento relatado y comentado (no muy diferente a los actuales, creo). Luego de un mecanismo engorroso, se llega a una clásica formulación de deseo, por el que el personaje se introduce en un experimento sobrenatural. Hoy le agregaría estos epígrafes:
“Sólo en medio de la actividad desearías vivir cien años.”
Proverbio japonés impreso en el reverso de un boleto de colectivo
De acuerdo con el experimento, Dios me ofrecería vivir cuanto yo quisiese sin declinar, sin envejecer de mis 28 años. No persigo el beneficio de la eterna juventud; ésta es tan sólo la edad elegida para el experimento, no el experimento mismo. No me será válido solicitar una prórroga infinita de mi vida, pero sí en cambio renovarla cuantas veces desee, sin límite.
Se trata de probar si una persona, al cabo de un tiempo cualquiera, es capaz de cansarse de vivir (se sobreentiende que en condiciones favorables –o incluso ideales– de existencia; el motivo del cansancio sólo debe ser el hecho mismo de vivir, no sus desventuras).
Por ejemplo: le pido primero a Dios que me extienda la vida unos cien años, porque quiero llegar a escribir todo lo que tengo pendiente; o aprender filosofía, matemáticas, física, química, música (piano, especialmente); o entrenarme mejor en el juego de las relaciones personales y sociales. Al cabo de esos cien años, vuelve Dios y le pido que me renueve el plazo, para poder trabajar más provechosamente con las habilidades, nociones y conocimientos (recién) adquiridos y reescribir algunas cosas que ya cayeron. Y luego de otros cien años regresa Dios a preguntarme si aún quiero más tiempo de vida o si ya estoy cansado, si ya es suficiente. No importa que otra vez renueve el pedido; la cuestión es saber si todas las veces lo haré, si siempre tendré ganas de probar algo más o de revisitar las degustaciones favoritas. La cuestión es saber si el deseo es inagotable.
Evitar la muerte tal vez sea suficiente motivo para perpetuar las prórrogas, con lo que el experimento se desvirtuaría. No se trata de obtener, ni siquiera de un modo disimulado o indirecto, ni la juventud eterna ni la inmortalidad. Por eso habré acordado con Dios el siguiente trato: moriría, como tragado por un abismo, en el primer tiempo de sobra que tuviese en la vida. Viviría hasta experimentar el aburrimiento.
El entusiasta se hizo vitalista: declara su incompatibilidad con el aburrimiento, y hace que le vaya en eso la vida; señala al aburrimiento como su opuesto inconvivible: él o yo. El aburrimiento acepta el convite, pero no promete reciprocidad: él es bifronte, y en la otra cara se enfrenta a (y se confunde con) la diversión, el entretenimiento, la distracción casi farmacológica, la invención de nuevas formas de matar el tiempo. A esta sobrevida pacta renunciar el personaje entusiasta.
IIY es que en sí mismo el aburrimiento no es letal; es sólo un mal crónico en permanente tratamiento; o incluso apenas otra necesidad básica más, la de sentidos vigorizantes, la de estímulos vitalistas. (También podría argumentarse que el entusiasmado recibe una inyección especial de sentido, como de insulina un diabético, ahí donde un no entusiasmado opera igual con menos requerimientos.) Esa necesidad puede ser aliviada (la ansiedad baja, tal vez se estabiliza) o puede quedar envuelta en el vértigo con que crecen las dosis del adicto y su adicción (la ansiedad sube, autogestionada, y tiende a la gradual y corrosiva convicción de la insignificancia de todo, la rotura del hechizo sentidófilo con el develamiento de la falta originaria de sentido o con su pérdida, súbita o progresiva).
*Una digresión. El mismo vértigo dibuja también un proceso de concentración del poder y de los bienes en una comunidad: una minoría, menos numerosa que la vez anterior, capta una mayoría de riquezas, más numerosa que la vez anterior. Por un lado, ese crecimiento sostenido es costoso, y la energía no es infinita. Por otro lado, una concentración progresiva se dirige hacia un estallido, como cualquier otra burbuja.
Como sea, nada de lo que no nos pueda distraer por un rato un buen pasatiempo.
Después de todo, lo que espera de nosotros la máquina cultural que nos ocupa la vida no es que nos cuestionemos si tiene sentido trabajar en el mantenimiento o en el desarrollo de esa máquina, que no será eterna, sino que actuemos y trabajemos como si lo tuviera (cumple con un requisito básico para ello: nos preexiste y nos va a sobrevivir: nos trasciende). Nuestro trabajo se hará más eficaz y nuestra actuación más convincente si además adoptamos la creencia (o
la convicción íntima o
el sentir) de que, aparte de necesario para motivarnos a actuar, ese sentido es real, es una realidad externa (mejor dicho, somos cosas distintas compartiendo un mismo ámbito de existencia, no eso una construcción nuestra, sea una ilusión útil o un mero sueño). Y si de justificar la acción se trata, basta con ver en esa obra con la que se colabora, la cultura, una herramienta de nuestra especie para su adaptación al medio, cada vez más compleja.
Preferir o aceptar morir con el primer aburrimiento sigue una tradición: es como aceptar hundirse con la propia nave; es como negarse a sobrevivir al gran amor de una vida; es morir en la suya, como se decía en el fútbol; es preferir morir de pie a vivir de rodillas, como se dice en los movimientos libertarios. Es la apoteosis romántica del entusiasmo.
Si en las dos veces anteriores que usé la cita de Kafka como epígrafe hablé del entusiasmo, también en esta tercera vez, cuando el tema llegó al título y a la firma (hace hoy un año), voy a intentar decir algo.
IIIUn
zambullista puede ser alguien que practica zambullidas como un
futbolista es alguien que practica fútbol o un
clavadista, clavados. Y entonces un zambullista kafkiano es, en este pseudo blog, sólo alguien que escribe y publica sus entusiasmos. Pero un
zambullista también puede ser un partidario del zambullismo, como un socialista lo es del socialismo. Y entonces un zambullista es alguien que milita en o por una idea o un ideal. ¿Cómo sería el “ismo” del entusiasmo?
En la metáfora del hombre que hace Kafka el entusiasmo no es un estado permanente o recurrente, sino un ataque ocasional de consecuencias pequeñas y fugaces (rápidamente absorbidas en la infinita apatía cenagosa). El zambullismo nace como metáfora y celebración de ese entusiasmo breve y aislado. Pero el festejo de esta excepción excitante es sólo la primera parada de un viaje, el que lleva al zambullismo hacia sus últimas consecuencias. En la última parada, la asimetría brutal se invierte: el entusiasmo prolifera o reincide y perdura, mientras que la apatía (o la indiferencia o el aburrimiento) ha desaparecido o se ha fragmentado en circunstancias sueltas, pequeñas turbulencias en el trance del entusiasta.
En el juego de ganar almas (si vienen con corazón y cuerpo, mejor), las que más desea ganar un zambullista son las almas entusiasmadas, las arrebatadas por una avidez de conocimientos y habilidades, las atraídas por un interés pertinaz, las ganadas por una pasión.
Son actos gratuitos los que hace un entusiasmado, no acciones interesadas; se hacen porque se necesita hacerlas por la experiencia placentera que se tiene al hacerlas, no por las recompensas de una remuneración, una fama o una gloria, a cuya posesión y reconocimiento se supedite la satisfacción de la acción desarrollada. Ya de por sí es placentero contemplar el goce inmensamente más intenso y minucioso que transfigura la cara de esa alma; el disfrute de alguien inmerso en algo que hace porque quiere y necesita, no porque está previsto o pautado; el entusiasmo y la concentración con que juega a lo que le gusta y le da placer.
Un zambullista busca ganar almas así y merecer que lo ganen jugadores que busquen almas así; afinar esa búsqueda merece más esfuerzos y tiempo que la de agrandar el número.
IVEn el otro dúo que forma el aburrimiento, el placer de un entretenimiento (distracción, diversión, pasatiempo) es de fácil y rápida obtención (cuanto más, mejor). El placer de un entusiasmo arrebatador es una conquista, no un regalo o una oferta conveniente; exige un esfuerzo, una dedicación y tiempo, una tensión orientada a resolver o lograr algo. Pero también debe prometer ese esfuerzo, porque es ese trabajo la fuente y la energía del placer entusiasta, no la contemplación orgullosa de sus logros, que también puede haberla.
No se trata de hacer un elogio del esfuerzo y el trabajo, sino de argumentar su identificación con lo que hace feliz al entusiasmado, en tanto ahí tienen lugar sus encuentros con los juguetes favoritos de su conciencia (los que dan de esa persona los datos que más valora otro zambullista). Pero si de calidad se trata, ese elogio ya se ha hecho. Lo encontramos en dichos populares (esa suerte tuvo el de Nicolás Poussin: “El tiempo no perdona lo que se hace sin él”) y en teorías del arte.
VOsvaldo Berardi con Polo en el episodio “Relaciones cordiales”, de El visitante.
Manolo Girvez con Polo en el episodio “Relaciones cordiales”, de El visitante
En “El artista como lugarteniente”, el filósofo Theodor Adorno cita al poeta Paul Valéry:
«“Lo que llamo ‘arte grande’ es, en una palabra, el arte que reclama despóticamente para sí todas las capacidades de un hombre, y cuyas obras son tales que todas las capacidades de otro hombre tienen que sentirse llamadas y tienen que ponerse a contribución para poder entenderlas...”»
A su vez, el poeta Valéry habla del pintor Degas; cita el filósofo Adorno:
«Valéry dice de él: “El trabajo, el dibujo, se convirtieron para él en pasión, en rigurosos ejercicios, en objeto de una mística y de una ética autosuficientes, en suprema intención que suprimía en resolución toda obra, en impulso para tareas precisas y nunca resueltas que lo liberaban de cualquier otra curiosidad”.»
Adorno cita otra vez a Valéry, que «reproduce una manifestación de Degas cuando tenía diecisiete años»:
«“Hay que tener una opinión alta no tanto de aquello que se está haciendo por el momento, sino más bien de lo que un día se habrá de hacer; sin esto no vale la pena trabajar”. Valéry lo interpreta así: “De este modo habla el orgullo auténtico, contraveneno de toda vanidad. Del mismo modo que el jugador medita febrilmente sobre sus partidas, se ve acosado de noche por el fantasma del tablero de ajedrez o de la mesa de juego, en la que caen las cartas, por combinaciones tácticas y soluciones tan apasionantes como nulas, así también el artista que lo es esencialmente. Un hombre que no sea acosado constantemente por una presencia tan violentamente consumadora es un hombre sin destino: tierra en barbecho. El amor, sin duda, y la ambición, lo mismo que la codicia, exigen mucho espacio en una vida humana. Pero la presencia de un fin seguro y la certeza, con él ligada, de que esa meta se encuentra cerca o lejos, alcanzada o no alcanzada, ponen determinados límites a esas pasiones. En cambio, el deseo de crear algo de lo que nazca un poder o una perfección mayores de lo que nosotros mismos esperamos de nosotros aleja infinitamente al objeto en cuestión, que se escapa y se niega en todo momento terreno. Cualquier progreso por nuestra parte lo aleja tanto como lo embellece. La idea de dominar un día completamente la técnica de un arte, la idea de encontrarse alguna vez en situación de disponer de sus medios tan sin esfuerzo como se dispone del uso normal de los sentidos y de los miembros, es uno de esos deseos a los cuales ciertos hombres tienen que reaccionar con una tenacidad infinita, con esfuerzos, ejercicios y tormentos infinitos”.»
Es el turno de
Adorno interpretando a Valéry interpretando a Degas, para darle un valor social y político a esa exacerbación personal:
«Valéry pone la antípoda a las modificaciones antropológicas ocurridas bajo la cultura de masas de la era industrial tardía, dominada por regímenes totalitarios o trust gigantescos, y que reduce a los hombres a mero aparatos de recepción, a puntos referenciales de conditioned reflexes y prepara así la situación de ciego dominio y nueva barbarie. El arte que él muestra a los hombres, tal como éstos son, significa fidelidad a la imagen posible del hombre. La obra de arte que exige lo sumo, tanto de la propia lógica y de la propia concordancia cuanto de la concentración del que la recibe, es para Valéry símbolo del sujeto dueño y consciente de sí mismo, de aquel que no capitula. No casualmente cita con entusiasmo una declaración de Degas contra la resignación. Su obra entera es toda ella una protesta contra la mortal tentación de hacerse las cosas fáciles renunciando a la felicidad total y a la verdad entera. Mejor perecer en lo imposible. El arte densamente organizado, articulado sin lagunas y sensualizado precisamente por su fuerza de conciencia, ese arte que busca Valéry, es apenas realizable. Pero ese arte encarna la resistencia contra la presión indecible que el mero ente ejerce sobre lo humano. Ese arte está en representación de aquello que podríamos ser. No atontarse, no dejarse engañar, no colaborar: tales son los modos de comportamiento social que se decantan en la obra de Valéry, la obra que se niega a jugar el juego del falso humanismo, del acuerdo social con la degradación del hombre.»
Por su parte, el poeta Cesare Pavese vuelve el foco a la dimensión individual del asunto y desdeña los premios de la posteridad a cambio de evitar la depresión de no encontrarle sentido al actuar. El 1º de julio de 1947 escribe en su diario personal,
El oficio de vivir, unas palabras que, según la
nota de donde las leí, «gustaba citar en privado y en reportajes Juan José Saer»:
«En sustancia, ¿por qué deseamos ser grandes, ser genios creadores? ¿Para la posteridad? No. ¿Para circular entre la multitud, y que ésta nos señale con el dedo? No. Para sostenernos en la fatiga cotidiana, en la certeza de que vale la pena cuanto hacemos, de que es algo único. Por el presente, no por la eternidad.»
Si la “fatiga cotidiana” es la del trabajo con que busca cumplirse el deseo de ser grande, hacerlo sin al menos creer que vale la pena es tan imposible como hacer funcionar una locomotora sin energía. Y si la “fatiga cotidiana” en la que nos sostiene la genialidad es la de los trabajos cotidianos, la del mero vivir, yo diría que es mucho para tan poco. A la mayoría le alcanza con hacer buena letra y degustaciones gratis; hay que estar amenazado por una depresión grande para necesitar o desear tanto para conjurarla.
Cesare Pavese se muestra más preocupado por el presente de esa amenaza que enamorado del futuro. Pero el futuro te tiene que provocar expectativas para desear hacer cosas en el presente, para disfrutar ir a su encuentro, interesado en seguir o alcanzar algo. Por eso, cuando un entusiasmado le teme a la muerte, le teme a una muerte muy cortamambo. Es el miedo a morir antes de terminar, a ser
interrumptus en pleno
coitus, a que se malogre un crecimiento vigoroso de la conciencia (no a que se abrevie una agonía de desvaríos seniles, por ejemplo).