Una seguidilla de amenazas (“promesas” de intensa infelicidad, inminencias catastróficas), escaladas en quince días, exageran tanto la noción del tiempo transcurrido como una seguidilla de igual frecuencia y densidad pero de promesas de felicidad o placer (“la inminencia de una revelación que no se produce”, dice Borges que es el arte, tal vez sin prestar atención a lo adecuado de la definición para el erotismo). Para decirlo de otro modo y a otra escala: salvando las distancias y obviando las direcciones (opuestas de tan divergentes), una ruleta rusa puede dilatar tanto nuestro registro del tiempo como un buen striptease. Lo antitético de unos rasgos no quita lo similar de los otros, aunque la cruza entre la inminencia renovada del peligro y la del placer luzca algo esquizofrénica.
Al cabo de la quincena hay, ahí donde hay un descanso, una retrospectiva que se hace con la expectativa de remontarse a meses o incluso años (según la densidad de la serie: la frecuencia e intensidad de sus hitos) y se completa con la perplejidad y el asombro (pausa y primera reacción) de haber recorrido apenas quince días del calendario, que en la construcción distante de un edificio apenas se nota.
2
Futurama, “El aguijón”.
Por supuesto, no es lo mismo esperar 15 días que recordarlos recién cumplidos. La velocidad del vuelo de las horas o los días de una situación es proporcional a la intensidad de nuestros deseos de permanecer ahí (velocidad alta: “Se me pasó volando; ¿ya terminamos?”) o de salir (baja: “Se me hizo de goma; ¿todavía seguimos?”); de recibir o de evitar la continuación de esa historia; de no abandonar ni perder el sueño o de despertar de la pesadilla.
Cuanto más intensa es la pesadilla, más tarde sentiremos que salimos de ella. Una intensidad igual pero placentera habría hecho que los 15 años de una agonía le parecieran a Fry 15 segundos (si pueden combinarse así, no debe haber peor desenlace de un placer ni mejor continuación de una agonía). En todo caso, no sería una exageración mayor que la otra, además de preferible.
Primera viñeta. X cuenta cómo aprendía castellano el que iba a ser su padre, recién llegado de la vascongada francesa, cuando trabajaba de peón en el sur de la provincia de Santa Fe: –Che, a ver, el enral, buscá el enral. –Enral, enral, enral... –se aleja repitiendo para sí. Entra a un galpón y le pregunta al primero que encuentra: –¿El enral? –¡Ahí, idiota! ¿No lo ves?
Segunda viñeta. En otra evocación, X tiene unos 5 años (estamos a mediados de la década de 1930). Hay una palabra que lo intriga. La ha usado varias veces su madre en una frase orgullosa, con la que siempre espera zanjar una discusión sobre cualquier tema, con el peso de la autoridad para hablar y tener razón que le da una experiencia importante: –¡¿Qué me va usted a decir a mí, si yo crucé la zila azul?!
Tercera viñeta. Otro día, con la misma edad, X y su padre avanzan en una chata con un sembradío de lino al costado. Es extenso, como conviene a algo cruzable, aunque no es azul, como dice la frase. Lo que cumple parece más importante que lo que no cumple; lo cruzable parece menos contingente que lo azul. Pero hay algo tal vez más dudoso que el color disonante: la solución campo de lino a la incógnita zila no logra explicar la jactancia de la frase; cruzar un campo de lino (así la imagina ahora a su madre el chico X) no parece algo que deba infundir tanta admiración o respeto como ella espera, o a él se le escapa un mérito que para un adulto debe ser evidente. Entre la confirmación tímida y la averiguación, X interrumpe el largo silencio del viaje para sacarse la duda; señala el campo de lino y pregunta: –Papá, ¿esto es la zila? El padre lo mira, sonríe y sigue manejando la chata sin decirle nada.
Esbozo de una cuarta viñeta, que puede no estar. Años después, X finalmente aprende qué es la zila (gracias a que recibe y comprende más información verbal, por ejemplo, o a que ve un cuadro, una foto o la zila misma). Entiende entonces la frase de su madre (ya sabe o sabrá que ella se había casado con la condición de volver a la Amérique, donde había nacido y vivido hasta los 3 años). A su manera, X entiende también la respuesta silenciosa del padre, pero le queda la duda de si no hubiera sido la misma (o una muy parecida) la que le habría dado ante la genuina zila.
Sobre la historieta de dos aprendizajes
En los dos casos se trata de averiguar cuál es el sentido de una palabra. Fuera de eso, los aprendizajes difieren minuciosamente, todo lo que pueden, en todos sus detalles, como anagramas sin ninguna coincidencia. Empecemos por los desafíos, que hacen de encrucijadas. A sus 5 años, X todavía no sabe qué es la zila pero ya está enterado de cómo se le dice en su primera (o única) lengua. A sus veintitantos, el que iba a ser su padre ya sabe qué es un enral pero todavía no está enterado de cómo se le dice en su segunda lengua (ni está enterado, por lo tanto, de que eso es lo que le han pedido). Como se ve, en el planteo del problema los personajes difieren en el impulso y en la tónica de sus averiguaciones: uno tiene curiosidad por saber, el otro necesidad de enterarse. Luego, en el medio, en el encare del problema, difieren en la dirección en que hacen las conexiones: el padre va de la palabra a la cosa (y vuelve a una palabra de su idioma: su aprendizaje se consuma en una traducción); el hijo va de la cosa a la palabra (su aprendizaje se frustra porque no logra la definición que necesita con el candidato que postula). Demorémonos un poco en esta diferencia, para verla de cerca o por dentro. La palabra de la que va el padre –“enral”– le es nueva, desconocida; la cosa a la que va –un enral– ya le era conocida (de ahí que la reconozca), pero también podría haberle sido desconocida hasta ese momento. La cosa de la que va el hijo –un campo de lino– puede serle nueva o –más probable– conocida. La palabra a la que va –“zila”– le es nueva, desconocida. O sea que el matrimonio cosa-palabra que puede haber en la experiencia del chico o bien es mixto (conocida-nueva) o bien es entre vírgenes (nueva-nueva). Más adelante seguiré con la diferencia de efectos que tienen estos matrimonios. En los recorridos también difieren las estrategias: uno pregunta para hacer que le señalen y entonces ver y saber; el otro ve algo y señala, y pregunta para saber. Ya en el final, los resultados también difieren: el padre de X reconoce un enral (y lo mismo si lo estuviera conociendo por primera vez: con un objeto desconocido habría tenido la misma dependencia de la precisión con que el otro se lo localiza); X malreconoce la zila, que no termina de descubrir que todavía no conoce. Hasta que eso no ocurra, esa palabra será para él lo que “azul” o “rojo” son para un ciego de nacimiento, e indefectiblemente fracasará en asociarla con algo que conozca, como puede ser un campo de lino. Por supuesto, contribuye a esos desenlaces opuestos la brecha de formación que hay entre los aprendices: de un lado, alguien astuto y con experiencia acumulada; del otro, alguien cándido y en los inicios de su acumulación personal. Como es lógico y contrastante, al menos formado le toca el aprendizaje de mayor dificultad y novedad; veamos en qué condiciones.
Volvamos al nudo del asunto. X quiere saber qué es algo nombrado por una palabra que escuchó de figurante, al costado de una charla entre adultos. Metido en la escena, no puede saber si ya conoce o no ese algo referido por “zila”, como nosotros podemos reponer que no desde afuera y después. Para él puede tratarse de un nombre nuevo para una cosa conocida, que debe descubrir cuál para poder ampliar su vocabulario (como antes su padre con “enral”), o puede tratarse del nombre de una cosa desconocida, que debe incorporar a su inventario del mundo. Es decir: no puede saber de antemano si está trabajando para un diccionario bilingüe (como terminó trabajando su padre, que tenía la palabra francesa para “enral”) o para uno monolingüe (como habría trabajado su padre si el objeto señalado no hubiera tenido nombre en su lengua o él no lo conociera). El sentido de la pregunta ante el campo de lino cambia según X conozca o no además los campos de lino. Si ya los conoce, lo que busca averiguar es si hay equivalencia (si esos sembradíos y las zilas son la misma cosa) y co-referencialidad (si esos nombres diferentes nombran la misma cosa). En cambio, si ése es su primer encuentro con un campo de lino en su infancia rural y mediterránea, lo que busca averiguar es si finalmente ha encontrado lo nombrado por “zila”, así de paso mata dos pájaros de un tiro. (Para decirlo de otro modo: busca averiguar si hay referencia de la palabra sobre la cosa, si se pueden unir esas dos cosas desconocidas sueltas –una simbólica y otra real– para hacer un conocimiento nuevo.) Cualquiera sea su búsqueda, la hace a partir de los indicios que le deja la frase que lo intriga, y sin que nadie se lo haya pedido.
Pese a lo escueto y estandarizado del pedido que le hacen, el padre de X tiene al menos dos indicios de cómo o qué es un enral, aunque apenas sean que es algo llevable (lo infiere de qué le piden que haga con el enral) y que probablemente es una herramienta de campo (lo infiere de la situación y el entorno –de tareas rurales– en que le hacen el pedido). Pero, a diferencia de lo que hará su hijo con los indicios que logre inferir, él no usa los suyos más que para verificar que la cosa localizada no los contradice, porque la identificación en sí la alcanza con esa localización que se gana actuando. Por lo peculiar de la frase que no lo deja, X tiene dos indicios de cómo es una zila; por su corta experiencia, sólo eso tiene, además de la ansiedad por usarlo que le provoca la intriga. Lo que en su niñez deja a X sin conocer el significado de “zila”, y sin terminar de comprender la frase donde está, es esa insuficiencia, y no una mala hipótesis, un mal uso de los indicios disponibles (de hecho, su duda y su consulta lo muestran consciente del riesgo de apostar por un candidato incompleto, meritorio a medias). Lo anterior no pretende disminuir (ni aumentar) el yerro de X; la idea es ponerlo en perspectiva deslindando los factores a los que atribuírselo. Es obvio que una zila es algo muy diferente a un campo de lino. Pero reducidos sus rasgos a los que podía inferir X de la frase orgullosa, ese combo coincidía parcialmente con uno de un campo de lino, tal vez el primer candidato a cubrir el significado vacante de “zila” en la historia y el mundo limitados de X (ya fuera ésa la primera vez que veía esa extensión verde o sólo la primera vez –o la única– que le probaba el traje de zila). El modo y el medio del cruce, su motivación o su finalidad, su duración, eran rasgos que X no podía conocer. Sólo había ahí, al alcance de su dedo índice, algo atravesable (rasgo definitorio y estructural, tal vez difícil como una hazaña, tal vez sólo extenso y trabajoso –como era el caso) pero verde (rasgo acaso sólo distintivo, presente en el postulante y ausente en los requisitos). Lo señala y pregunta con la duda y la esperanza de estar acertando. Redondeemos el punto. No podemos saber si a X le habría faltado capacidad para discernir entre candidatos a ser la zila; sabemos que aquella vez le faltó uno mejor. La trama insuficiente de rasgos que X había podido extraer de la frase se presentó a una tentativa de identificación en reemplazo de alguna noción o representación de la zila, adquirida por experiencia o por información. La tentativa fracasó. Vista desde afuera o en retrospectiva, advertida su exorbitancia, cabía esperar que fracasara, como ocurre con las tentativas de los héroes de una tragedia kafkiana.
Terminemos en la duda de la cuarta viñeta, la del día del aprendizaje postergado. Podemos suponer que, si X pudo sospechar de algo (conocido o desconocido) que tenía lo cruzable pero carecía de lo azul, con mayor razón habría sospechado de algo que tuviera ambos rasgos. Como aun así –supongamos– le habría preguntado al padre, cuando X imagine la escena no se resolverá a creer e imaginar (dudará) si en ese caso el padre le habría contestado algo distinto o lo mismo. Serían abarcativos hasta la vaguedad la sonrisa y el silencio del padre de X si cubrieran por igual la intuición certera y la ingenuamente disparatada (hay que estar muy lejos de saber qué es la zila para creerla capaz de ser un campo de lino). Son estímulos demasiado diferentes como para no esperar reacciones diferentes; tener la misma respuesta haría del padre de X un personaje más excéntrico de lo que la historieta permite atribuir, excepto por la duda que experimenta X al final de la cuarta viñeta, que puede no estar.
Primera perogrullada. A igual velocidad, cuanto menor es la distancia a cubrir peor –más antieconómica– es la tardanza en hacerlo. Consumo mucho más tiempo, que es un insumo de movimiento, del que podría consumir: llego tarde a lo más cercano, como le pasó al matafuego con su cartel de señalización (demora que no le es imputable a él, por supuesto, sino a quien lo usó, si concedemos imaginar que con él se apagó ese fuego; y demora que, después de todo, pudo no haber sido tan grande, si tenemos en cuenta que el cartel quedó quemado pero entero e incluso legible, en vez de haber quedado carbonizado –que sería un caso límite del llegar tarde, tanto que ya no hay nada para apagar o tanto que están desmantelando el bar cuando F llega).
II
Otro de los límites de esa demora y de ese derroche sucede en el límite de una cercanía progresiva: ahí donde ya no hay viaje (ni posibilidad de llegar tarde) porque la línea de largada y la de llegada se han aproximado tanto que coinciden, no están separadas. Que el caso sea absurdo no significa que no existan intentos; sólo significa que esos intentos absurdos y necesariamente vanos siempre se deben a la distracción, a la reacción mecánica desacertada o a la pérdida transitoria de sentido común, pero nunca a la esperanza, el deseo o la voluntad (en suma, a nada que presuponga una creencia en su posibilidad, un crédito de razonabilidad). Como en la mecanización del trabajo humano en la producción serial de “Tiempos modernos”, lo rutinario puede desajustarse y uno creer que va a –en lugar de ir de– su piso 18, y ahí elegirlo como destino del viaje. La falta de reacción del ascensor nos saca del error y cambiamos el rumbo por uno posible con cualquier otro botón, entre los que está el que queríamos tocar, que en general es otro botón rutinario (como puede y suele ser el de Planta Baja). (Luego, en un ascensor detenido, un tablero sin ningún botón iluminado puede ser el resultado –por omisión– de que aún no se ha elegido un destino, o el resultado –por acción– de que se ha elegido el origen del viaje, que es el único destino lógica y necesariamente vedado.)
III
Segunda perogrullada, con un exordio lleno de prevenciones. Más acá de ese límite y negación de la proximidad, “antes” del tiempo nulo –“instantáneo”– que puede “durar” el “viaje” de un punto de origen a uno de destino “idénticos”, en cualquier rango en que ellos se diferencien, siempre hay tiempo para llegar tarde. Para llegar puntual, no (para llegar temprano, menos). Ya en el dominio de la economía, cómo administrar el tiempo limitado que tengo para llegar puntual, es decir, a qué velocidad debo o puedo moverme hasta que se haga la hora (o incluso en y desde ese momento), depende de dónde tenga la hora del encuentro. Si la tengo en el futuro, siempre habrá una velocidad inferior a la instantánea a la que pueda viajar para llegar puntual. Si la tengo en el presente, sólo podría llegar puntual viajando a una velocidad instantánea. Si la tengo en el pasado, a una velocidad superior a la instantánea. Dime de cuándo vienes y te diré a qué velocidad viajaste. Con la primera velocidad, tengo una locación por vez. Con la segunda, una o más bilocaciones por vez. Con la tercera, un desplazamiento entre veces (lo que se conoce como un viaje en el tiempo). Para el Doctor Zoidberg, el Profesor Farnsworth está llegando 15 años tarde a la revocación de esa tardanza, que es una pérdida de tiempo.
PD: Y sí, casualmente es así: publico este ensayo a 6 minutos de empezar a llegar tarde, de empezar a no estar ahí donde desde ese momento debería estar. Y sólo dispongo de la primera velocidad.
Recién subido, X mantiene una indignada discusión con el chofer del colectivo, mientras espera sacar el boleto o ya habiéndolo sacado. De pronto, se entera de que toda esa tensión, malestar y nervio es (ha sido) en vano, que el botín por el cual peleaba –un viaje a Liniers– no existía y nunca había estado en juego: ese ramal del 86 doblaba en Laguna, sin llegar a Liniers. Creo que fue el golpe asestado por la vanidad de tanta tensión e indignación reprimida y desbordante lo que le hizo pasar a X de la resistencia y la beligerancia al derrumbe abrupto. En su bronca ya había dolor, su voz ya era casi llorosa. Odiaba intensamente a un rival que lo hostigaba por un botín que ya sabía inexistente. De golpe, tener razón dejó de ser para X un medio o una escala de viaje para alcanzar un fin y se convirtió en un objetivo vano: tuviera o no X razón en sus argumentos sobre el maltrato del chofer (como creo que tenía), el colectivo no iba a Liniers. Con un deseo en el lugar equivocado, la frustración es inevitable; se hace más empinada cuanta más energía se haya invertido durante ese error.
Pero por mala que ya nos parezca, la suerte exacta de X debe medirse también por todo lo mala que podría haber sido y no fue. Por un lado, para empezar, la escala involucrada fue relativamente pequeña, por lo que el desencanto sufrido se pagó con malhumor o angustia, pero no con la vida. Si la tentativa súbitamente revelada vana por un conocimiento o creencia recién adquiridos no fuera la de llegar a Liniers en ese colectivo, sino la de hacer socialista al mundo, y no tuviera una antigüedad de 15 cuadras sino de 74 años, el derrumbe podría llevar a reversiones ideológicas despechadas o, en el peor estrago personal, a vacíos de sentido a veces abismales, suicidas (como los que en su momento se tragaron a muchos militantes del comunismo bruscamente amputados de ese deseo, sobrevivientes absurdos –se sentirían– de lo que había dado sentido a sus vidas).*
Lo comparable de los dos derrumbes, salvadas las distancias, no es extensible a las situaciones donde ocurren. El recorrido de ese 86 preexistía al deseo de X, que ignoraba que no incluyera Liniers y que por ese desconocimiento malgastó un deseo (y las energías con que lo defendió) en un imposible. En cambio, el recorrido de la historia no está escrito que preexistiera a los deseos de quienes además predecían que se dirigía al socialismo, en una igualmente predecible salida del capitalismo. El hecho de que esas predicciones hayan fallado o cesado no alcanza para suponer vanos los deseos de acelerarlas, y condenadas al fracaso sus tentativas, como se pasa a suponer con los datos del diario del lunes. No está escrito (y hay que justificar leer) que en ese desmoronamiento se estuviera demostrando finalmente una inviabilidad, que hubiera una necesidad 74 años demorada. Acaso en un mero ejercicio del preciado poder de anticiparnos a lo que sucederá, investimos al evento contingente (ni imposible ni necesario) de una previsibilidad retrospectiva; estrenamos una fatalidad acabada, de contingencia nula o ilusoria, tal vez con la esperanza de enlazar ese poder explicativo con uno igual de predictivo.
Por otro lado, aunque inagradecible, el episodio ahorró algunos agravantes: en una noche templada y sin lluvia, el colectivo dejó a X en camino a Liniers, unos 30 metros antes de la siguiente parada del 86. Esos 30 metros de ironía o descortesía pueden exacerbar con facilidad el malestar acumulado; pero el detalle fue ínfimamente molesto, si lo comparamos con las suertes más frecuentes en los descensos que improvisan viajeros desorientados. El episodio o su remate podrían haber sido peores, si la anécdota hubiera estado dispuesta a regodearse en el mal trago de X, como suele pasar en el género trágico. Por ejemplo, esas podrían haber sido sus últimas monedas, si encima pagó el boleto antes de enterarse; o el colectivo podría haberlo dejado a 5 ó 10 cuadras de una parada útil, si ya hubiera tomado el desvío del ramal; o podría haberlo arrimado a una parada, pero 15 cuadras de pelea vana para atrás, si (en el último colmo) X se lo hubiera tomado en el sentido equivocado.
1. Perseguir o huir, esa es la cuestión: los roles de una persecución
Memento (Christopher Nolan, 2000)
Memento (Christopher Nolan, 2000)
Imagino que una de las situaciones más desventajosas de padecer una memoria efímera debe ser despertarse corriendo en medio de una persecución sin saber si uno es el perseguidor o el perseguido. Si el reconectado acierta su rol, todo sigue como antes, con cada uno en lo suyo; si no, puede terminar facilitándole las cosas al otro (o porque pasa a huir del que huye de él o porque pasa a perseguir al que lo persigue, como hace Leonard, que se salva por la mala puntería de Dodd). Como en todo Memento, Leonard sabe quién es (“Soy Leonard Shelby, de San Francisco...”), pero no sabe qué es (en esta escena, el perseguido; en la historia que integra esta escena, un vengador ya vengado). Su “condición” le permite retener el rótulo que lo identifica y le hace perder el rol que lo define. La pérdida súbita de la identidad de perseguidor o perseguido, esa repentina evanescencia de un estado de conciencia, es una gran desventaja en una persecución, pero es una entre otras. Otra puede ser la de perseguir o huir para atrás, si nada lo amerita. La distribución de esta desventaja entre uno y otro rol arma una secuencia de persecuciones.
2. El gran pez y un ave: una secuencia de persecuciones
Perseguidores y perseguidos tienen una vanguardia y una retaguardia. Los roles y las orientaciones de persecución son intercambiables. Combinando estas variables, las persecuciones posibles son estas:
1) El perseguidor persigue yendo hacia adelante y el perseguido huye yendo hacia adelante. 2) El perseguidor persigue yendo hacia adelante y el perseguido huye yendo hacia atrás. 3) El perseguidor persigue yendo hacia atrás y el perseguido huye yendo hacia adelante. 4) El perseguidor persigue yendo hacia atrás y el perseguido huye yendo hacia atrás.
En la relación 1 los dos tienen la misma ventaja, en la 2 la tiene el perseguidor, en la 3 el perseguido y en la 4 ninguno. Imaginemos conectar estas cuatro posibilidades en los dos pares sucesivamente más externos, o sea, yendo de afuera hacia adentro. Los extremos sucesivos de la secuencia (1 y 4, 2 y 3) están en relación de inversión: perseguidor y perseguido invierten sus direcciones, con lo que el rol de cada uno es el reverso del rol del otro. El video revertido del epígrafe finge ser un caso 4. Para favorecer la ilusión o la ambigüedad, el audio está al derecho.
Si en vez de un carpincho y un pájaro en una zona abierta viéramos que en una calle estrecha un auto persigue en marcha atrás a otro, no nos extrañaría tanto que el perseguido también condujese en marcha atrás para huir; sería verosímil que no hubiera tenido tiempo o espacio para darse vuelta, y recuerdo haber visto esa escena en más de una película de acción. Pero que un carpincho persiga retrocediendo a un pájaro que también huye retrocediendo (teniendo tiempo y espacio para darse vuelta y huir de frente) es raro. En todo caso, la duración sostenida lo hace raro: un salto de captura o asalto y otro de esquive y fuga, ambos para atrás, se ha visto; toda una carrera así ya es más insólito (posible, pero improbable: es la forma menos cómoda y eficaz de perseguir y de huir, la menos elegible en ambos roles, la antípoda estratégica y la inversa estructural de la más elegible –la que ambos eligen en 1). A aquellos que vieron el video del epígrafe y no advirtieron el artificio de la reversión, lo que vieron no les defraudó la expectativa que tenían de una persecución normal. La ilusión los ganó y la reversión logró pasar desapercibida.*
Ilusión y reversiones
Una reversión es una desorientación lineal, en un solo eje, en la dirección no transitada del carril (la que va del destino al origen del movimiento). Otras reorientaciones que suelen engañar nuestras expectativas y pasar inadvertidas usan dos dimensiones; en vez de retroceder, giran (girar 180º –darse vuelta– es el equivalente vertical y estático de una reversión):
Kinkaku-ji. Foto: Pablo Martín Ruiz.
Volvamos a las ilusiones unidimensionales. ¿Qué chances tiene una reversión de pasar desapercibida, de imponernos una visión en la que no ha sucedido y creamos estar asistiendo, por ejemplo, a la persecución de cola de un carpincho –y luego dos– sobre un pájaro que huye para atrás, en lugar de la persecución inversa en la dirección inversa pasada al revés? El triunfo ilusionista puede darnos un criterio para distinguir (clasificar) reversiones, incluso para disponerlas en una secuencia. En el tope del ranking, la ilusión más eficaz la logrará una reversión que sea indiscernible de la orientación inicial, como ocurre con algo cabalmente simétrico (como ciertos solapamientos, como ciertos objetos o una formación de objetos, mínima o no). Por ejemplo, es tautológica hasta la invisibilidad la reversión de un número capicúa; en la secuencia de la siguiente imagen (una captura de pantalla del programa “Alterados por π, II”, de Adrián Paenza), a medida que avanzamos en las multiplicaciones, se van alargando el ascenso y el descenso simétricos de cada capicúa (el triángulo equilátero que va trazando la progresión así dispuesta parece una gráfica del proceso, con un lado “ascendente” y otro “descendente”):
En otra esquina, igual de tautológica o indetectable es la reversión de un palíndromo como
.
(Uso este ejemplo por si alguien se pone exquisito con la vocal acentuada y objeta que el palíndromo exacto de ANANÁ es ÁNANA, y el de NEUQUÉN es NÉUQUEN... perdón, NEUQUEN.) Por supuesto, menos indetectable nos resultará la reversión si en lugar de verla la oímos. De hecho, la dicción revertida de un palíndromo revela qué tan fonética es una escritura, según cuánto se entienda lo que se escucha. Doy ejemplos (al derecho y al revés) en español, alemán, inglés, francés y portugués (con buena voluntad, la secuencia puede leerse como un cadáver exquisito multilingüe –tampoco en los palíndromos prima el sentido):
Dábale arroz a la zorra el abad. Voz de Marcos, de Argentina, 2005-02-23
O Genie, der Herr ehre dein Ego. Voz de Ingo, de Alemania, 2009-09-24
Bombard a drab mob. Voz de Kery, de EE.UU, 2006-05-24
Elu par cette crapule. Voz de Benjamin, de Francia, 2006-05-24
Assim, a sopa só mereceremos após a missa. Voz de Silvia, de Brasil, 2009-09-16
A diferencia de los palíndromos, otros anagramas por reversión, necesariamente asimétricos, dan una palabra o frase distintas: son expresiones bifrontes, como arroz/zorra, o como Saratoga/agotarás (“...Estaba escrito. Se agotó la primera edición de los cigarrillos Saratoga...”), o como el diálogo bilingüe que creó el amigo Pablo Martín Ruiz en las dos direcciones de una sola frase: “Is it a rap?”. En el primer caso, no hay ninguna relación entre los sentidos de ida y de vuelta: arroz no nos dice ni nos desdice nada de zorra, y viceversa. En el segundo caso, un oportunista le hace decir algo sobre “Saratoga” a su reverso reacentuado “agotarás”, y reclama un grado profético de motivación entre el nombre de la cosa y su suerte. En el tercer caso, la motivación discurre por grados de relevancia o pertinencia, como los que hay en cualquier diálogo, entre cualquier juego de pregunta y respuesta. Podemos aportarle un cuarto caso al muestrario. Un mínimo de arbitrariedad se verifica en una diferencia semántica máxima, la que hay entre sentidos opuestos (o incluso entre direcciones opuestas). Tal es el caso de las mitades de caballo de colores y lateralidades opuestas:
O el alba-ocaso de Homero:
O la unidad reversible que forman los dos músicos de Epílogo, película de Gonzalo Suárez de 1984:
Volviendo a las palabras, además de las dos recombinaciones significativas de letras (la primera, con el mismo significado; la segunda, con uno diferente), están las siempre mayoritarias recombinaciones no significativas, las que no califican como anagramas porque no tienen ningún sentido (la reversa “oditnes” y otras como “tidones”, “soednit”, “sendoti”, etc., no son anagramas de “sentido”; el único es “destino”, casualmente). Igualmente mayoritarias son las recombinaciones no significativas una escala más arriba, en la alianza de palabras en que consiste el sentido de una frase (y lo mismo vale para las recombinaciones mediatas, como las que hace Bart cuando cambia de lugar letras del cartel de la iglesia, cruzando el límite de las palabras, moviéndose libremente por la frase). Visto a cualquier escala, el sentido es minoritario. Nos lo recuerdan los chistes de la serie “No es lo mismo...”, que hacen “anagramas” chuscos con las n piezas de una expresión seria (recuerdo con dos, como en la reversión del gato montés, y con tres, como en la de un metro de encaje negro). Nos lo recuerda también el entusiasmo sintomático con que se suele festejar que tengan sentido –o así parezca– las dos alianzas de un juego de palabras, aunque no tengan mucho que ver. O el ingenio con que se procura fabricar ese hallazgo (un fetiche recurrente de la superstición intelectual). Es la lógica lo que se opone a que todas las combinaciones que se pueden hacer con los conceptos de una frase tengan sentido, además de ser inteligibles (las falacias son el síntoma de esa reacción; cualquier caso de falsa distribución del término medio puede servir de ejemplo). Pero en principio nada imposibilita que en el vocabulario de una lengua toda combinación de un conjunto de letras sea significativa, constituya un anagrama. Sólo hay que advertir que un sistema semejante pagaría el precio de una redundancia nula, una vulnerabilidad máxima a la mínima alteración no deseada (accidental o intencional). De hecho, ese precio ya lo paga el sistema (precisamente) posicional de diez signos que usamos para identificar cardinalidades; el valor que las ínfimas diferencias posicionales de letras no tienen, o tienen ocasionalmente, lo tienen siempre las de números: no hay reordenamiento de un número de dos o más cifras que no dé otro número, cada uno con la misma redundancia cero (como sabe cualquiera que tenga un número de teléfono apenas distinto del de una farmacia, por ejemplo; y en general, equivóquese en la posición de un guarismo y ruegue que exista alguna inferencia contextual que pueda recuperarla). Una última acotación, referida a un fenómeno que no sería posible con palabras de redundancia nula. Entre los anagramas que no son, algunos se dejan entender –en el entorno de un enunciado, mejor que aislados– si cumplen una condición, como expone y demuestra esta publicidad del canal National Geographic:
Recapitulemos y resumamos. Los objetos sólo pueden tener reversiones desapercibidas si son simétricos, si son bifrontes (o sea, si son reversibles, repitiendo o variando el sentido) o si parecen serlo. A esta apariencia –en colaboración con la distracción– le debe el éxito de su ilusión la persecución revertida entre ave y roedor. En ella, el doble retroceso bordea o cae en lo ambiguamente inverosímil (o ambiguamente verosímil); el efecto persiste también sin esa unanimidad de direcciones, como en el caso de un triciclo que avanza propulsado por un hamster que retrocede, justo en el último segundo de este injerto emancipable y mal escondido:*
La parada en el colectivo: la piedra libre en el escondite
Vuelvo a rizar el rizo. Que la declaración de su ocultación esté en su escondite o es superfluo (para el que está leyendo dentro) o es inútil (para el que está leyendo fuera). Lo mismo vale para esto. Es como si la parada del colectivo estuviera dentro del colectivo (o como si un cartel que prohibiera el ingreso de volanteros y tarjeteros a un edificio estuviera dentro del edificio).*
La parada en el colectivo: la clave revelada en un mensaje en clave
Repasemos los niveles cursados, a riesgo de sobreexplicitar. Entre el penúltimo y el último segundo del injerto –segundo nivel– entre los incisos 2 y 3 –primer nivel– se injertan dos párrafos –tercer nivel–, como entre la orden de la ejecución y la ejecución de Hladík (protagonista del cuento “El milagro secreto”, de Borges) se injerta un año de escritura sin inscripción –símil nivel 2 de una situación de tercer nivel–. Y entre esos dos párrafos se injerta un cuasi ensayo –cuarto nivel– con las capturas de pantalla de un intercambio de e-mails sobre el tema y la primera comparación (en su registro más antiguo). La última esperanza es que el número 4 haga en alguna medida perdonable el exceso de niveles y escondites anidados, como si valiese la pena que el ensayo avance en dos sentidos, hacia adelante y hacia adentro, y con el mismo número de pasos. Veníamos de (o habíamos dejado pendiente) el avance de un hamster dentro de la rueda delantera de un triciclo que retrocede, o al revés.
3. La rayuela de la tilde y el e-mail: afinidad entre secuencias
El Foxmail 4.2 es un programa chino de correo electrónico cuya interfaz traduje del inglés. Tiene un Administrador remoto de mensajes para decidir qué hacer con los mails que están en nuestro servidor. En el menú contextual de un mensaje, como el de la captura que hace de epígrafe, se listan las cuatro posibilidades. De cada una de ellas resulta una distribución diferente del mensaje entre el servidor (allá) y la PC (acá) desde donde se lo accede. Si lo copio (acá) y no lo borro (allá) –acción A y omisión B–, quedará en ambos lados (Copiar). Si no lo copio (acá) y lo borro (allá) –omisión A y acción B–, no quedará ni en la PC ni en el servidor (Borrar). Si lo copio (acá) y lo borro (allá) –acción A y acción B–, quedará sólo en la PC (Bajar). Si ni lo copio ni lo borro –omisión A y omisión B–, quedará sólo en el servidor (Dejar). En ambos sitios, en ninguno, en uno o en el otro, como entre perseguidor y perseguido la ventaja de ir hacia adelante (o su inversa, la desventaja de ir hacia atrás). Las secuencias de un caso y de otro pueden diferir, pero la matriz de posibilidades es la misma; si se da con el criterio adecuado, en alguna secuencia van a coincidir.
La distribución del acento ortográfico (o tilde) en español puede presentarse fácilmente en la misma secuencia que la de las persecuciones. Identificamos la posición de la sílaba tónica (tildamos su vocal) según cuatro situaciones: siempre, es decir, tanto si la palabra termina en n, s o vocal como si no termina en n, s o vocal (palabras esdrújulas y sobresdrújulas, con el número mínimo más alto de sílabas); sólo si la palabra termina en n, s o vocal (las agudas); sólo si no termina en n, s o vocal (las graves; estas dos, con el número mínimo más bajo de sílabas de un plurisílabo); nunca, es decir, termine en n, s o vocal o no (los monosílabos, que desconocen la diferencia entre sílaba tónica y sílaba átona).
Primero, ordenamos el universo de las palabras según las ocho categorías (casilleros con dos estados posibles: palabra tildada, palabra no tildada) que resultan de la intersección entre, por un lado, dos condiciones (en columnas: si una palabra termina en n, s o vocal o no) y, por otro lado, cuatro condiciones (en filas: si la sílaba tónica de una palabra es la antepenúltima o la anterior, si es la penúltima, si es la última o si hay una única sílaba, ni tónica ni átona). De abajo hacia arriba, la tilde seguirá la rayuela de saltar la primera fila de casilleros para caer en uno de la segunda con el pie izquierdo, luego saltar al otro de la tercera con el derecho, y finalmente aterrizar con los dos pies en la cuarta. En la dirección inversa, tenemos otra vez el esquema “ambos, uno, el otro, ninguno” que teníamos en la secuencia adoptada de las cuatro persecuciones.
4. El hipérbaton espiralado: afinidad entre diseños de secuencia
La última analogía estructural no se referirá al orden de las persecuciones según el estado de ventajosa (hacia adelante) o desventajosa (hacia atrás) que tenga la orientación de cada uno de los dos roles de una persecución. Se referirá al dibujo que trazan las relaciones de inversión en que entran las persecuciones (1 y 4, 2 y 3). Su simetría concéntrica es similar a la que dibuja un reordenamiento de cierto hipérbaton que hay en el último verso de un epigrama. Para llegar mejor ahí, pasemos por una introducción a la figura retórica a través de la presentación de un hipérbaton vecino de aquel del que intentaré mostrar que tiene el mismo dibujo que las persecuciones inversas, que le cederán el foco temático del resto del ensayo. En Retórica llaman hipérbaton al cambio del orden habitual de los bloques de construcción de una frase (en español: Sujeto, Verbo, Objeto Directo, Objeto Indirecto, Complementos Circunstanciales). Lo que me interesa ver es qué recorrido hacen los bloques de frase que vuelven de un hipérbaton. Doy un ejemplo. Si las flechas curvas –las semicircunferencias– que salen de los bloques impares (1º, 3º, 5º,...) van por arriba del renglón y las que salen de los bloques pares van por abajo, en la frase de los versos de Francisco Luis Bernárdez
“En la mirada azul del cielo pierde la serranía su mirada verde”
los bloques vuelven del hipérbaton trazando una espiral que se desenrolla:
Por recitado de la mía madre y un manual escolar conocí de chico un epigrama de –ahora lo sé– Tomás de Iriarte (el cuándo y el dónde parece que los aprendí cambiados, pero la inversión no afectará el argumento):
“—He reñido a un hostelero. —¿Por qué? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? —Porque cuando donde como sirven mal me desespero.”
Con el mismo criterio de antes, volviendo del hipérbaton al orden menos marcado (como caracterizaría y redefiniría al orden más habitual un lingüista) los bloques de la última frase dibujan una espiral que se enrolla:
Los bloques a reordenar de la frase de Bernárdez estaban enteros. Las persecuciones que ocupaban sucesivamente los extremos de la secuencia estaban en relación de inversión. Acá, en cambio, los sucesivos extremos (un par más que en la serie de persecuciones) están en relación de complementación porque son cada vez la parte introductoria (i) y la parte argumental (a) de un bloque adverbial (Causal, Temporal o Locativo): Ci-Ti-Li-La-Ta-Ca. Ya sea en este orden de medios bloques exteriores y uno entero interior (Li-La) o ya sea en el orden de bloques enteros seguidos que se arma con la espiral (Ci-Ca-Ti-Ta-Li-La), la frase sintácticamente es un enhebrado de Proposiciones Incluidas (o Subordinadas) Adverbiales anidadas: al verbo de la Causal se refiere la Temporal; al verbo de la Temporal se refiere la Locativa. El orden habitual contra el que se percibe el hipérbaton coincide con esta trama sintáctica, que no lo necesita. Esta prescindencia es decisiva: es el hecho de que una trama sintáctica no necesite un orden determinado (por ejemplo, el habitual, el que la automatización vuelve neutro y naturaliza) lo que permite que haya un hipérbaton (un orden no habitual) en lugar de una colección de pedazos; que haya una variación de posiciones reensamblable en lugar de un mero desorden. Esa trama funcional de palabras tiene un equivalente tenue, mínimo, en la mínima trama posicional de caracteres que todavía nos permite leer un escrito hecho de aquellos no anagramas que empiezan y terminan con las mismas letras del original (tníea que cgarala al fanil; hbaía lgoadro no heacr el chtise y jstuo vnio a pdoreme lo atuo-reafiecrnel).
En vísperas de una intervención quirúrgica muy delicada, la señora N apoda a su marido “el viudo”.
El humor es una toma de distancia, se sabe. Si su objeto es el propio humorista, es la distancia de un desapego. Esa distancia y ese desapego son máximos –y para mí envidiables– cuando el tema del humorista es su propia muerte (a través del luto ajeno, con la distancia también en la perspectiva), porque es la suerte más indeseable (y más cuanto más prematura, si uno no es tan infeliz como para preferirla).
Si ese deseo de omisión y su fuerza adhesiva son cosas distintas, entonces el desapego del autohumorista tanático consiste en desprenderse de esa adherencia, incluso si no se desprende también del deseo que la crea, el de seguir existiendo; consiste en conservarlo en la abstracta condición de un deseo sin apego ni repulsión, un deseo pacífico: sin nada que defender, sin nada de lo que defenderse.
El estar aquí y ahora, la mera presencia en el presente, no es algo raro; de hecho, es la única posibilidad que hay de estar, de ser y de haber. Pero la sensación –la conciencia intensa– de estar aquí y ahora es lo más raro que conozco. La sensación más extraña es la de la experiencia más familiar, incluso inevitable, acaso porque en esos momentos estamos experimentando lúcidamente eso que inevitablemente perderemos cuando deje de ser inevitable, cuando dejemos de ser, de estar, de haber.
“Roraima, el mundo perdido” (Discovery Channel, 2006)
De un intercambio de mails con M:
7 de marzo de 2007
Z: –El fragmento de zoología cristiana que te mando lo recorté de un documental amarillista de dos horas que pasan por Discovery, titulado “Roraima: el mundo perdido”. La “zona” a la que se refiere el locutor en off (en una de las consecutivas más inesperadas que oí en mi vida) está camino a Roraima, que es una enorme meseta en la frontera entre Venezuela, Brasil y las Guyanas.
10 de marzo de 2007
M: –Sólo hizo falta un poco de necesidad (y de hambre) para poder refutar el refrán que dice “el hábito no hace al cura”, o algo así. Esta vez, la afición a las plantas acuáticas de este pobre roedor lo terminó convirtiendo en un (muy extraño, por cierto) pez. Nunca falta uno que se aproveche de las manías de los otros. Ahora, no puedo dejar de decirte que cuando mi mamá entró estaba en la pantalla la carita de este roedor. Lo vio y dijo algo como: “¿Qué es eso? ¿Un perro? Aaaah.. no, no. ¡¡Un mono!!”. Media hora de risas es poco decir.
15 de marzo de 2007
Z: –Es cierto lo que decís: el caso del carpincho/capibara refuta el refrán del hábito y el cura y confirma ese que dice que uno es lo que come (al revés del caníbal, que come lo que es). Y si mis nociones de catolicismo no están erradas, algo de eso hay justamente en la cuaresma, donde un cura y su hábito remedan la última cena y dan de comer la carne de Cristo para que seamos lo que comemos (¿estaré mezclando liturgias?). Al pobre capibara la Iglesia, que no se dejó intimidar por el título de “Roedor Más Grande del Mundo”, lo convirtió en pez para no dejarlo de servir en la mesa ni siquiera cuatro días al año; tu mamá se portó mejor con él: primero lo hizo mascota y después lo hizo primo del homo sapiens. Podemos dudar de su identidad, pero esas mismas dudas nos dicen cuál es su vocación: en la baraja zoológica, el capibara la va de comodín; el que lo saque puede hacer juego como quiera.
Aguantame un divague más. ¿Qué tiene que ver la metamorfosis del capibara con la metamorfosis de los templos antiguos de Aberdeen que ves en las fotos? Un puente entre las dos escenas (una idea, por muy tonta que sea) puede ser este: por mucha globalización que nos achique, el mundo todavía es un lugar lo suficientemente grande como para que al mismo tiempo una institución conserve tanto poder en un lado (Venezuela, por ejemplo) y tan poco en otro (Escocia, por ejemplo).
M: –El problema del capibara, como el de los templos, es una cuestión de perspectiva. Dos imágenes de un mismo hecho que se presentan como espejos borrosos, que distorsionan las identidades. Lo genial es que el capibara pueda ser tanto roedor como pez, sin dejar de ser capibara, y que los templos simultáneamente tengan y no tengan poder. En una oración que gana más por lo ilógico, o la contradicción (la paradoja también presente, por qué no), la perspectiva es lo que define para uno u otro lado. Es como una orientación de la diversidad o, mejor, una limitación.
Ahora, si le damos paso al esoterismo, podríamos pensar en la carga de una vida antigua. Capaz que, in illo tempore, el pobre capibara fue realmente un pez y esa otra identidad le pesa hoy en su intento de evolucionar (o involucionar, según de dónde lo miremos, o de lo bien que se haya portado (?)) en roedor. La Iglesia, al no ser muy partidaria de la reencarnación (ni hablar de evolución), estaría haciendo su mayor esfuerzo en mantenerlo como pez, cosa de que la gente no empiece a dudar. Y de paso se lo morfan.
31 de marzo de 2007
Z: –No puedo quitarme la imagen de la Iglesia haciendo esfuerzos por ocultar la evolución del capibara. Ejercer el conservadorismo a escala de los avances de la ciencia o la secularización de la vida social ya es mucho; pero ejercerlo a escala de la reencarnación de toda una especie o de su evolución, ya es todo un record o una sobreactuación (como que la escala dura más de lo que con ella se mide). ¿Qué menos se podía esperar de una institución que tiene el poder de hacer pasar una excepción en sus reglas (en cuaresma sólo se puede comer pescado) como una excepción en la naturaleza (el roedor más grande del mundo es un pez)? A mayor poder –o impunidad–, menor necesidad de sutileza: los de poco poder cambian gato por liebre; los de mucho, capibara por pez.
Acabo de recordar que la cita de Kafka es la tercera vez que la uso de epígrafe, no la segunda. Y ahora retomo después de verificar fechas y comprobar que la vez del título melancólico Una ciénaga infinita (una versión llevó de subtítulo, entre paréntesis: “Biografía de espera”) fue posterior a la vez que usé ese epígrafe en una carta de amor a una ex novia para “hablar de un entusiasmo”. Y de lo que releí recién de la novela como si la leyera por una segunda primera vez, el tono puede ser melancólico, pero los principios y los ideales también son de entusiasmo. Copio una parte, que no recuerdo si era un pasaje definitivo de la novela o el bosquejo de una historia que se quedó en argumento relatado y comentado (no muy diferente a los actuales, creo). Luego de un mecanismo engorroso, se llega a una clásica formulación de deseo, por el que el personaje se introduce en un experimento sobrenatural. Hoy le agregaría estos epígrafes:
“Sólo en medio de la actividad desearías vivir cien años.”
Proverbio japonés impreso en el reverso de un boleto de colectivo
De acuerdo con el experimento, Dios me ofrecería vivir cuanto yo quisiese sin declinar, sin envejecer de mis 28 años. No persigo el beneficio de la eterna juventud; ésta es tan sólo la edad elegida para el experimento, no el experimento mismo. No me será válido solicitar una prórroga infinita de mi vida, pero sí en cambio renovarla cuantas veces desee, sin límite. Se trata de probar si una persona, al cabo de un tiempo cualquiera, es capaz de cansarse de vivir (se sobreentiende que en condiciones favorables –o incluso ideales– de existencia; el motivo del cansancio sólo debe ser el hecho mismo de vivir, no sus desventuras). Por ejemplo: le pido primero a Dios que me extienda la vida unos cien años, porque quiero llegar a escribir todo lo que tengo pendiente; o aprender filosofía, matemáticas, física, química, música (piano, especialmente); o entrenarme mejor en el juego de las relaciones personales y sociales. Al cabo de esos cien años, vuelve Dios y le pido que me renueve el plazo, para poder trabajar más provechosamente con las habilidades, nociones y conocimientos (recién) adquiridos y reescribir algunas cosas que ya cayeron. Y luego de otros cien años regresa Dios a preguntarme si aún quiero más tiempo de vida o si ya estoy cansado, si ya es suficiente. No importa que otra vez renueve el pedido; la cuestión es saber si todas las veces lo haré, si siempre tendré ganas de probar algo más o de revisitar las degustaciones favoritas. La cuestión es saber si el deseo es inagotable.
Evitar la muerte tal vez sea suficiente motivo para perpetuar las prórrogas, con lo que el experimento se desvirtuaría. No se trata de obtener, ni siquiera de un modo disimulado o indirecto, ni la juventud eterna ni la inmortalidad. Por eso habré acordado con Dios el siguiente trato: moriría, como tragado por un abismo, en el primer tiempo de sobra que tuviese en la vida. Viviría hasta experimentar el aburrimiento.
El entusiasta se hizo vitalista: declara su incompatibilidad con el aburrimiento, y hace que le vaya en eso la vida; señala al aburrimiento como su opuesto inconvivible: él o yo. El aburrimiento acepta el convite, pero no promete reciprocidad: él es bifronte, y en la otra cara se enfrenta a (y se confunde con) la diversión, el entretenimiento, la distracción casi farmacológica, la invención de nuevas formas de matar el tiempo. A esta sobrevida pacta renunciar el personaje entusiasta.
II
Y es que en sí mismo el aburrimiento no es letal; es sólo un mal crónico en permanente tratamiento; o incluso apenas otra necesidad básica más, la de sentidos vigorizantes, la de estímulos vitalistas. (También podría argumentarse que el entusiasmado recibe una inyección especial de sentido, como de insulina un diabético, ahí donde un no entusiasmado opera igual con menos requerimientos.) Esa necesidad puede ser aliviada (la ansiedad baja, tal vez se estabiliza) o puede quedar envuelta en el vértigo con que crecen las dosis del adicto y su adicción (la ansiedad sube, autogestionada, y tiende a la gradual y corrosiva convicción de la insignificancia de todo, la rotura del hechizo sentidófilo con el develamiento de la falta originaria de sentido o con su pérdida, súbita o progresiva).*
Una digresión. El mismo vértigo dibuja también un proceso de concentración del poder y de los bienes en una comunidad: una minoría, menos numerosa que la vez anterior, capta una mayoría de riquezas, más numerosa que la vez anterior. Por un lado, ese crecimiento sostenido es costoso, y la energía no es infinita. Por otro lado, una concentración progresiva se dirige hacia un estallido, como cualquier otra burbuja.
Como sea, nada de lo que no nos pueda distraer por un rato un buen pasatiempo. Después de todo, lo que espera de nosotros la máquina cultural que nos ocupa la vida no es que nos cuestionemos si tiene sentido trabajar en el mantenimiento o en el desarrollo de esa máquina, que no será eterna, sino que actuemos y trabajemos como si lo tuviera (cumple con un requisito básico para ello: nos preexiste y nos va a sobrevivir: nos trasciende). Nuestro trabajo se hará más eficaz y nuestra actuación más convincente si además adoptamos la creencia (o la convicción íntima o el sentir) de que, aparte de necesario para motivarnos a actuar, ese sentido es real, es una realidad externa (mejor dicho, somos cosas distintas compartiendo un mismo ámbito de existencia, no eso una construcción nuestra, sea una ilusión útil o un mero sueño). Y si de justificar la acción se trata, basta con ver en esa obra con la que se colabora, la cultura, una herramienta de nuestra especie para su adaptación al medio, cada vez más compleja.
Preferir o aceptar morir con el primer aburrimiento sigue una tradición: es como aceptar hundirse con la propia nave; es como negarse a sobrevivir al gran amor de una vida; es morir en la suya, como se decía en el fútbol; es preferir morir de pie a vivir de rodillas, como se dice en los movimientos libertarios. Es la apoteosis romántica del entusiasmo. Si en las dos veces anteriores que usé la cita de Kafka como epígrafe hablé del entusiasmo, también en esta tercera vez, cuando el tema llegó al título y a la firma (hace hoy un año), voy a intentar decir algo.
III
Un zambullista puede ser alguien que practica zambullidas como un futbolista es alguien que practica fútbol o un clavadista, clavados. Y entonces un zambullista kafkiano es, en este pseudo blog, sólo alguien que escribe y publica sus entusiasmos. Pero un zambullista también puede ser un partidario del zambullismo, como un socialista lo es del socialismo. Y entonces un zambullista es alguien que milita en o por una idea o un ideal. ¿Cómo sería el “ismo” del entusiasmo? En la metáfora del hombre que hace Kafka el entusiasmo no es un estado permanente o recurrente, sino un ataque ocasional de consecuencias pequeñas y fugaces (rápidamente absorbidas en la infinita apatía cenagosa). El zambullismo nace como metáfora y celebración de ese entusiasmo breve y aislado. Pero el festejo de esta excepción excitante es sólo la primera parada de un viaje, el que lleva al zambullismo hacia sus últimas consecuencias. En la última parada, la asimetría brutal se invierte: el entusiasmo prolifera o reincide y perdura, mientras que la apatía (o la indiferencia o el aburrimiento) ha desaparecido o se ha fragmentado en circunstancias sueltas, pequeñas turbulencias en el trance del entusiasta.
En el juego de ganar almas (si vienen con corazón y cuerpo, mejor), las que más desea ganar un zambullista son las almas entusiasmadas, las arrebatadas por una avidez de conocimientos y habilidades, las atraídas por un interés pertinaz, las ganadas por una pasión. Son actos gratuitos los que hace un entusiasmado, no acciones interesadas; se hacen porque se necesita hacerlas por la experiencia placentera que se tiene al hacerlas, no por las recompensas de una remuneración, una fama o una gloria, a cuya posesión y reconocimiento se supedite la satisfacción de la acción desarrollada. Ya de por sí es placentero contemplar el goce inmensamente más intenso y minucioso que transfigura la cara de esa alma; el disfrute de alguien inmerso en algo que hace porque quiere y necesita, no porque está previsto o pautado; el entusiasmo y la concentración con que juega a lo que le gusta y le da placer. Un zambullista busca ganar almas así y merecer que lo ganen jugadores que busquen almas así; afinar esa búsqueda merece más esfuerzos y tiempo que la de agrandar el número.
IV
En el otro dúo que forma el aburrimiento, el placer de un entretenimiento (distracción, diversión, pasatiempo) es de fácil y rápida obtención (cuanto más, mejor). El placer de un entusiasmo arrebatador es una conquista, no un regalo o una oferta conveniente; exige un esfuerzo, una dedicación y tiempo, una tensión orientada a resolver o lograr algo. Pero también debe prometer ese esfuerzo, porque es ese trabajo la fuente y la energía del placer entusiasta, no la contemplación orgullosa de sus logros, que también puede haberla. No se trata de hacer un elogio del esfuerzo y el trabajo, sino de argumentar su identificación con lo que hace feliz al entusiasmado, en tanto ahí tienen lugar sus encuentros con los juguetes favoritos de su conciencia (los que dan de esa persona los datos que más valora otro zambullista). Pero si de calidad se trata, ese elogio ya se ha hecho. Lo encontramos en dichos populares (esa suerte tuvo el de Nicolás Poussin: “El tiempo no perdona lo que se hace sin él”) y en teorías del arte.
V
Osvaldo Berardi con Polo en el episodio “Relaciones cordiales”, de El visitante.
Manolo Girvez con Polo en el episodio “Relaciones cordiales”, de El visitante
En “El artista como lugarteniente”, el filósofo Theodor Adorno cita al poeta Paul Valéry:
«“Lo que llamo ‘arte grande’ es, en una palabra, el arte que reclama despóticamente para sí todas las capacidades de un hombre, y cuyas obras son tales que todas las capacidades de otro hombre tienen que sentirse llamadas y tienen que ponerse a contribución para poder entenderlas...”»
A su vez, el poeta Valéry habla del pintor Degas; cita el filósofo Adorno:
«Valéry dice de él: “El trabajo, el dibujo, se convirtieron para él en pasión, en rigurosos ejercicios, en objeto de una mística y de una ética autosuficientes, en suprema intención que suprimía en resolución toda obra, en impulso para tareas precisas y nunca resueltas que lo liberaban de cualquier otra curiosidad”.»
Adorno cita otra vez a Valéry, que «reproduce una manifestación de Degas cuando tenía diecisiete años»:
«“Hay que tener una opinión alta no tanto de aquello que se está haciendo por el momento, sino más bien de lo que un día se habrá de hacer; sin esto no vale la pena trabajar”. Valéry lo interpreta así: “De este modo habla el orgullo auténtico, contraveneno de toda vanidad. Del mismo modo que el jugador medita febrilmente sobre sus partidas, se ve acosado de noche por el fantasma del tablero de ajedrez o de la mesa de juego, en la que caen las cartas, por combinaciones tácticas y soluciones tan apasionantes como nulas, así también el artista que lo es esencialmente. Un hombre que no sea acosado constantemente por una presencia tan violentamente consumadora es un hombre sin destino: tierra en barbecho. El amor, sin duda, y la ambición, lo mismo que la codicia, exigen mucho espacio en una vida humana. Pero la presencia de un fin seguro y la certeza, con él ligada, de que esa meta se encuentra cerca o lejos, alcanzada o no alcanzada, ponen determinados límites a esas pasiones. En cambio, el deseo de crear algo de lo que nazca un poder o una perfección mayores de lo que nosotros mismos esperamos de nosotros aleja infinitamente al objeto en cuestión, que se escapa y se niega en todo momento terreno. Cualquier progreso por nuestra parte lo aleja tanto como lo embellece. La idea de dominar un día completamente la técnica de un arte, la idea de encontrarse alguna vez en situación de disponer de sus medios tan sin esfuerzo como se dispone del uso normal de los sentidos y de los miembros, es uno de esos deseos a los cuales ciertos hombres tienen que reaccionar con una tenacidad infinita, con esfuerzos, ejercicios y tormentos infinitos”.»
«Valéry pone la antípoda a las modificaciones antropológicas ocurridas bajo la cultura de masas de la era industrial tardía, dominada por regímenes totalitarios o trust gigantescos, y que reduce a los hombres a mero aparatos de recepción, a puntos referenciales de conditioned reflexes y prepara así la situación de ciego dominio y nueva barbarie. El arte que él muestra a los hombres, tal como éstos son, significa fidelidad a la imagen posible del hombre. La obra de arte que exige lo sumo, tanto de la propia lógica y de la propia concordancia cuanto de la concentración del que la recibe, es para Valéry símbolo del sujeto dueño y consciente de sí mismo, de aquel que no capitula. No casualmente cita con entusiasmo una declaración de Degas contra la resignación. Su obra entera es toda ella una protesta contra la mortal tentación de hacerse las cosas fáciles renunciando a la felicidad total y a la verdad entera. Mejor perecer en lo imposible. El arte densamente organizado, articulado sin lagunas y sensualizado precisamente por su fuerza de conciencia, ese arte que busca Valéry, es apenas realizable. Pero ese arte encarna la resistencia contra la presión indecible que el mero ente ejerce sobre lo humano. Ese arte está en representación de aquello que podríamos ser. No atontarse, no dejarse engañar, no colaborar: tales son los modos de comportamiento social que se decantan en la obra de Valéry, la obra que se niega a jugar el juego del falso humanismo, del acuerdo social con la degradación del hombre.»
Por su parte, el poeta Cesare Pavese vuelve el foco a la dimensión individual del asunto y desdeña los premios de la posteridad a cambio de evitar la depresión de no encontrarle sentido al actuar. El 1º de julio de 1947 escribe en su diario personal, El oficio de vivir, unas palabras que, según la nota de donde las leí, «gustaba citar en privado y en reportajes Juan José Saer»:
«En sustancia, ¿por qué deseamos ser grandes, ser genios creadores? ¿Para la posteridad? No. ¿Para circular entre la multitud, y que ésta nos señale con el dedo? No. Para sostenernos en la fatiga cotidiana, en la certeza de que vale la pena cuanto hacemos, de que es algo único. Por el presente, no por la eternidad.»
Si la “fatiga cotidiana” es la del trabajo con que busca cumplirse el deseo de ser grande, hacerlo sin al menos creer que vale la pena es tan imposible como hacer funcionar una locomotora sin energía. Y si la “fatiga cotidiana” en la que nos sostiene la genialidad es la de los trabajos cotidianos, la del mero vivir, yo diría que es mucho para tan poco. A la mayoría le alcanza con hacer buena letra y degustaciones gratis; hay que estar amenazado por una depresión grande para necesitar o desear tanto para conjurarla. Cesare Pavese se muestra más preocupado por el presente de esa amenaza que enamorado del futuro. Pero el futuro te tiene que provocar expectativas para desear hacer cosas en el presente, para disfrutar ir a su encuentro, interesado en seguir o alcanzar algo. Por eso, cuando un entusiasmado le teme a la muerte, le teme a una muerte muy cortamambo. Es el miedo a morir antes de terminar, a ser interrumptus en pleno coitus, a que se malogre un crecimiento vigoroso de la conciencia (no a que se abrevie una agonía de desvaríos seniles, por ejemplo).
Deseamos lo que no sabemos si habrá o no habrá (“Ojalá mañana llueva”), si hay o no hay (“Ojalá esté lloviendo allá”), si hubo o no hubo (“El comandante y la tripulación les desean que hayan tenido un buen viaje”). El no saber sobre un evento lo habilita a ser objeto de deseo o motivo de temor (que es la forma negativa de la esperanza, que es la versión pasiva –expectante– del deseo de un evento).
Escena 1. Toma 1.
La jerarquía dolorosa del temor se monta sobre una línea de tiempo en la que los eventos temidos se orientan (como posteriores, simultáneos o anteriores) respecto del momento en que se los teme, el presente de la experiencia. Así, mayor que el miedo a que (o el deseo de que no) pase algo indeseado, de manera inminente –terror– o adviniendo a lo lejos –temor–, es el miedo a que (o el deseo de que no) esté pasando algo indeseado; y mayor que éste es el miedo a que (o el deseo de que no) haya pasado algo indeseado. Lo irrevocable es más temible que lo imparable (o irrestañable), que es más temible que lo inminente, que es más temible que lo inexorable. La energía contra temores, miedos y terrores se gasta menos cuanto más alejados del presente de conciencia y conocimiento estén sus causantes; también, cuanto más justificado esté ese no estar enterados que hace posibles o sensatos aquellos deseos o temores.
Escena 1. Toma 2.
Todos los deseos que están a favor (las esperanzas) o en contra (los temores) de un hecho posible dicen sus preferencias sobre lo que no se sabe (qué pasará, qué va a pasar, qué pasa, qué ha pasado: de menor a mayor gasto emocional, de mayor a menor justificación por no estar enterados). (En rigor, el grado de menor justificación no lo tiene el pasado, que es siempre de lo ausente; es el que combina el presente con la presencia: si deseás –o temés– estar leyendo esta página es porque no sabés que estás leyendo esta página, lo que debería preocuparte doblemente.) Para decirlo más simple: las expectativas, favorables o desfavorables, se tienen sobre (una noticia de) un pasado, un presente o un futuro desconocidos (de manera inevitable, en el último caso, y evitable, en los dos primeros –en evitarlo consiste el estar enterados).
Escena 2.
En cambio, lo que se sabe o lo que se cree que es cierto no habilita deseos, sino como mucho fantasías contrafácticas: utópicas (sé o creo que pasará A, y fantaseo cómo sería si en ese momento pasara B); burreras (sé o creo que va a pasar A, y fantaseo cómo sería si de pronto pasara B); ensoñadoras (sé o creo que está pasando A, y fantaseo cómo sería si estuviera pasando B); y nostálgicas (sé o creo que ha pasado o pasó A, y fantaseo cómo sería si hubiera pasado B).
Escena 1+2.
Resumiendo, el carecer o el disponer de conocimiento respecto de algo decide qué clase de deseo podemos tener sobre ese algo, si es que vamos a tener alguno: si lo conocemos, podemos fantasear alternativas (todas menos la conocida); si lo desconocemos o logramos ignorarlo, podemos desearlo, entre otras alternativas. En ambos casos, conociendo o desconociendo, siempre existe la alternativa de permanecer sin desear, ni jugando con ni jugado por.
Por una parte, la casuística alucinatoria está llena de vulnerables negadores o engañados, sujetos comunes que se creen indestructibles. Por otra parte, las fantasías míticas y las ficcionales abundan en personajes invulnerables y conscientes de su poderío, como muchos de los que creen ser los del primer tipo. Unos y otros, por razones y con suertes distintas, no experimentan miedo. Veamos dos cruzas de invulnerables que sí; el saber de contar con ese poder hará inconsistente un temor y su ausencia hará consistente el otro.
Caso 1: X ignora que es invulnerable. Además, es minuciosamente hipocondríaco y paranoico. X sufre el temor a lo que no sabe que no puede sufrir; teme la amenaza de lo que desconoce inofensivo, como le es todo lo que conoce. Al margen de la hipertrofia, sus tormentos son tan coherentes como los de un vulnerable. Caso 2: X sabe que es invulnerable. Pero igual es minuciosamente hipocondríaco y paranoico. Acá X sufre el temor a lo que sabe que no puede sufrir. El absurdo hace visible la dependencia en cuyo daño consiste, la que tiene el deseo –el temor es su negativo– respecto del saber (o más bien respecto de su falta). Dejo el tema para otro ensayo.
1.1
Rellenemos. En el reparto de ventajas y desventajas, al mismo tiempo que se le otorga a X la invulnerabilidad (se lo anoticie o no), se le impone padecer la visión de los desenlaces catastróficos de cada situación que atraviesa. No puede cruzar unas vías sin verse –con absoluta nitidez e intensidad– atropellado por el tren. No puede tomar agua sin verse atragantado. Nunca cree que volverá a despertarse. En el caso 2, X a la vez sabe que está blindado contra esas y todas las posibilidades letales. El saber de lo más ventajoso es el más inútil de los que tiene, y su pánico la respuesta más engañada de las que da. Si además de este momento paradójico X tuviera un desarrollo, esa inutilidad disminuiría a medida que su respuesta emocional tendiese a la indiferencia, la menos engañada que puede tener ante la visión de catástrofes inofensivas. El caso 1 hace meramente infeliz a X el desconocedor, como lo haría con cualquier ser genuinamente vulnerable.
1.2
No me interesa la ironía del inmortal que teme morir, sino el hecho de que eso requiera que desconozca su invulnerabilidad, y la demostración indirecta de ese hecho en la paradoja del que teme que le ocurra (o que le haya ocurrido) lo que sabe y cree que no puede ocurrirle (o que no pudo haberle ocurrido). Y más que del saber (o de la creencia), se trata de la emoción de la que nos dota: la confianza de una certeza o la de una certidumbre, que se repelen recíprocamente con la emoción del miedo. Como mucho, puede haber certeza en la vecindad del momento sobre el que hace foco el temor, pero no certidumbre ahí mismo, en el momento temido. Y si hay un saber de lo temido es que hay una disfunción de la metamemoria: por negación o por insolvencia, no hay un saber de ese saber, que entonces no genera ningún representante emocional (o al menos uno lo suficientemente fuerte) para discutir la respuesta a dar, y por mucho que ‘sepamos’ que no hay un monstruo debajo de la cama reaccionamos como si lo hubiera.
2.
Lo anterior puede verse también como una demostración por el absurdo de la imposibilidad de que haya emociones que no dependan de (o presupongan) saberes o creencias; la imposibilidad, en definitiva, de que haya emociones puras, absolutamente autónomas, vueltas entes, protoespíritus. Reordeno entonces el argumento, para redundar:
No sentimos algo en lo que no creemos (más allá de lo que sepamos creer). Los miedos infantiles lo ilustran mejor: puedo “saber” que no hay un monstruo debajo de la cama que me atacará, pero aún así no poder deshacerme de la creencia de que eso puede suceder y entonces sentir miedo de que suceda. (Una ambivalencia similar, aunque menos dramática, deja ver el dicho “Las brujas no existen, pero que las hay, las hay”.)
En la fantasía temerosa que ese absurdo desmiente, una emoción posee a una persona (se apodera de su voluntad) como se decía –y todavía se dice, pero ahora no es oficial– que lo hacía un espíritu demoníaco. Aquella metáfora y esta creencia son el testimonio o la evocación de una derrota, la del territorio que sufrió la infección, invasión, intrusión, usurpación, ocupación de parte de una emoción moderna (tendrá sus causas) o de un espíritu (al voleo o dirigido para purgar culpas, pagar deudas y castigar ofensas, o sea, para confirmar y sostener un código y lo que en él apoye una comunidad o una sociedad). En este mito, la gendarmería superada fue la razón: el dominio de los saberes y de los cálculos que conducen a nuevos saberes o que los producen. Las creencias tienen un pie en este dominio (se organizan argumentalmente...) y otro en el de las irracionales emociones (...sin mucho rigor) que nos vienen, poseen y dirigen, que nos hacen impulsivos y/o padecientes.
A casuales 636 días del comienzo de Zambullidas, espero no haber olvidado ninguno de los blogs de ayuda de los que tomé los códigos para diseñar este sitio (las modificaciones en la plantilla Minima Ochre, casi todos los gadgets de la barra lateral, las definiciones de estilo en CSS, códigos de html en las entradas, etc.). En todo caso, los blogs de esta lista son los que más he consultado y a los que más agradezco: