Letras sin palabras



Al mo­men­to de su­frir su mal, X era guar­da­par­que en la zona de los Siete Lagos (en el des­ta­ca­men­to de los lagos Faulk­ner y Vi­lla­rino, por ejem­plo). Entre los gajes de su ofi­cio, al­gu­nos in­clu­yen esa es­pe­cie de afa­sia que con­tra­jo un día en que trans­mi­tía un men­sa­je por el apa­ra­to de radio. Del otro lado le pi­die­ron el de­le­treo de una pa­la­bra y, como era de uso en esos casos, pro­nun­ció una lista de nom­bres de mujer con las ini­cia­les con­ve­nien­tes. Luego quiso con­ti­nuar con el men­sa­je pero no pudo; mejor dicho: no pudo ha­cer­lo como todo el mundo y como lo había ve­ni­do ha­cien­do hasta ahí. En vez de decir las pa­la­bras que ar­ma­ban las fra­ses del men­sa­je, pro­nun­cia­ba los nom­bres ne­ce­sa­rios para de­le­trear­las. Desde en­ton­ces, su habla fue un des­fi­le de nom­bres pro­pios de mujer. Podía en­ten­der y pro­du­cir el sen­ti­do de una frase y el sig­ni­fi­ca­do de una pa­la­bra, pero sólo podía ex­pre­sar­los me­dian­te esos acrós­ti­cos.

Hay un mo­men­to in­fan­til, en los inicios es­for­za­dos de nues­tra al­fa­be­ti­za­ción, en que ya po­de­mos iden­ti­fi­car va­rias le­tras por sus nom­bres pero aún no pa­la­bras es­cri­tas, como si una tos­que­dad de ru­di­men­to les im­pi­die­ra a esos pri­me­ros gra­fos unir­se como lo hacen va­rias gotas para for­mar una mayor; hemos em­pe­za­do a ad­qui­rir la cien­cia de las le­tras pero to­da­vía no do­mi­na­mos el arte de su agru­pa­ción ni el mis­te­rio de las co­ne­xio­nes tra­ma­das entre esos gru­pos y las voces ya fa­mi­lia­res.
Para al­gu­nos, el caso de X el guar­da­par­que fue una re­gre­sión a esos inicios de la lecto-es­cri­tu­ra. Si al­guien les ob­je­ta­ba que el hom­bre sí podía for­mar pa­la­bras, en tanto decía nom­bres, ellos con­tes­ta­ban que esos nom­bres no va­lían como tales, sino sólo como le­tras ini­cia­les. Agre­ga­ban que el guar­da­par­que no sólo había que­da­do im­pe­di­do de dis­cu­rrir con pa­la­bras, sino tam­bién de men­cio­nar le­tras; de haber con­ser­va­do esta ha­bi­li­dad, se ha­bría bas­ta­do sólo con las le­tras mis­mas y no ha­bría ne­ce­si­ta­do de los nom­bres pro­pios para de­le­trear. Antes de bro­tar­se, el hom­bre los usaba para alu­dir a sus le­tras ini­cia­les; des­pués, para sus­ti­tuir­las.
En este punto del ar­gu­men­to, las ob­je­cio­nes vol­vían: los nom­bres de mujer, que así usa­dos son efec­ti­va­men­te ín­di­ces de le­tras, no sus­ti­tu­yen le­tras, sino nom­bres de le­tras; y este es un ava­tar in­de­pen­dien­te de la sa­ni­dad o lo­cu­ra del usua­rio. Las le­tras pue­den ser se­ña­la­das, agru­pa­das, des­or­de­na­das, etc., pero lo men­cio­na­do nunca es una letra, sino el nom­bre que le hemos dado (eme, pe, ene, etc.). Cuan­do de­le­trea­mos una pa­la­bra sin re­cu­rrir a la con­ven­ción de los nom­bres pro­pios de mujer, em­plea­mos los nom­bres de las le­tras (“mar”: eme, a, ere). El guar­da­par­que no tiene im­pe­di­do co­mu­ni­car esos nom­bres, sino sólo pro­nun­ciar­los: cons­ti­tu­yen, de hecho, unas pa­la­bras más entre las tan­tas que él no puede sino de­le­trear, que son todas. Nada dis­tin­to pasa in­clu­so con los nom­bres pro­pios de mujer. Si el guar­da­par­que qui­sie­ra co­mu­ni­car­nos la no­ti­cia “Ma­rie­la se va a Es­ta­dos Uni­dos”, para la pri­me­ra letra de la frase po­dría usar el nom­bre “Mó­ni­ca”, pero tam­bién el nom­bre “Ma­rie­la”. Si elige este úl­ti­mo, no con­ti­nua­rá con la ese del pro­nom­bre “se”, sino con la se­gun­da letra (la a) de la pa­la­bra “Ma­rie­la”. Dirá, por ejem­plo: “Ma­rie­la, Ale­jan­dra, Ruth, Inés, ...”.
La ob­je­ción había pa­sa­do, casi im­per­cep­ti­ble­men­te, al ajus­te de los pri­me­ros ar­gu­men­tos.

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