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1.


Un mon­se­ñor en un pro­gra­ma de TV

Las dis­tin­tas ver­sio­nes que hay sobre cuál es la re­la­ción entre el aden­tro y el afue­ra de una con­cien­cia, entre el su­je­to co­no­ce­dor y el medio en el que y al que co­no­ce, se pue­den or­de­nar de una menor a una mayor me­dia­tez.
En el grado más bajo en­con­tra­re­mos la ver­sión que sos­tie­ne que vemos (to­mé­mos­lo como un per­ci­bir por an­to­no­ma­sia) lo que hay, y hay lo que vemos o po­de­mos ver: de esa es­ce­na ape­nas par­ti­ci­pan un per­ci­bi­dor y exis­ten­cias per­ci­bi­das y a per­ci­bir. En cuan­to a lo que hay, puede haber sólo eso o tam­bién más: vía creen­cias, no ob­ser­va­cio­nes ni in­fe­ren­cias, a estas exis­ten­cias per­cep­ti­bles y per­ci­bi­das al­gu­nos las acom­pa­ña­rán con exis­ten­cias no per­ci­bi­das, y tal vez in­clu­so im­per­cep­ti­bles: inasi­bles con los sen­ti­dos, lo sean o no tam­bién con el ra­cio­ci­nio (o la razón o la in­te­lec­ción), como pre­ten­den teó­lo­gos y afi­nes para hacer pasar la fe como un sen­ti­do más de aprehen­sión de la reali­dad, al menos de la ve­da­da a los otros cinco, la más pro­fun­da, la que está más allá de la fí­si­ca (como dice el sen­ti­do eti­mo­ló­gi­co de “me­ta­fí­si­ca”). Pero en ge­ne­ral no de­ja­rán de dis­tin­guir lo que saben de lo que creen al mo­men­to de con­fiar más en uno que en otro para tomar de­ci­sio­nes en las que com­pi­tan (lo que cuen­ta en esos tran­ces es cuán­ta se­gu­ri­dad –cer­te­za– apor­ta cada uno a la ju­ga­da por hacer –sobre todo si es ries­go­sa–, donde creer algo es menos que saberlo).
En el si­guien­te grado se aco­mo­da la ver­sión de que vemos lo que de­ci­mos que hay, y hay lo que de­ci­mos que vemos o po­de­mos ver; la es­ce­na tiene ahora tres par­ti­ci­pan­tes, con el agre­ga­do en­tro­me­ti­do del len­gua­je usado en ese decir.
Le sigue la ver­sión de que hay lo que acor­da­mos decir que vemos o hemos visto; se agre­ga una co­mu­ni­dad que acuer­da qué se vio y qué se ve, y qué su­ce­de al­re­de­dor y qué ha su­ce­di­do hasta ahora.
A esta úl­ti­ma ver­sión, la de mayor me­dia­tez, per­te­ne­ce el caso de esos chi­cos que creen no ser vis­tos con no mirar ellos y se tapan o cie­rran los ojos para que los otros no los vean, como si les trans­mi­tie­ran su ce­gue­ra. Creen que lo que hacen con su per­cep­ción puede afec­tar lo per­ci­bi­do, em­pe­zan­do por ellos, que no son vis­tos por los otros, y si­guien­do por los otros, que ce­rran­do los ojos no exis­ten. Si no fuese una con­duc­ta gra­cio­sa­men­te in­fan­til, sería pa­ró­di­ca o muy burda (cuan­to más, más má­gi­co o au­to­ri­ta­rio va a ser el pen­sa­mien­to que la de­fien­da). El otro caso del que quie­ro ha­blar, per­te­ne­cien­te a la úl­ti­ma ver­sión, no es ex­cu­sa­ble por pue­ril ni es gra­cio­so, y tiene el agra­van­te de ser un abuso in­fan­til.

2.

En una pe­lí­cu­la de Mi­chael Ha­ne­ke del 2009, “La cinta blan­ca” (“Das Weis­se Band”, en el ori­gi­nal), el mé­di­co del pue­blo es­cu­cha con­te­ni­do una lista de los se­cre­tos ver­gon­zan­tes que su aman­te le guar­da. En medio de se­cre­tos cuya men­ción se to­le­ra si no se la hace en pú­bli­co, hay uno que no to­le­ra di­rec­ta­men­te ser men­cio­na­do, ni si­quie­ra en la in­ti­mi­dad de dos en un cuar­to: el se­cre­to del abuso se­xual al que el mé­di­co viene so­me­tien­do a su hija, ahora de 14 años. La cen­su­ra llega, en forma de bo­fe­ta­da, para cas­ti­gar el desilen­cia­mien­to de ese se­cre­to, el mero egre­so de una boca, su ver­ba­li­za­ción, en de­fi­ni­ti­va: la trans­gre­sión de un lí­mi­te sobre lo que se puede decir, in­clu­so en pri­va­do.
El mé­di­co puede (se per­mi­te) co­me­ter ese abuso agra­va­do por el víncu­lo, pero no puede (no se per­mi­te) es­cu­char­lo: no puede de­cír­se­lo ni to­le­rar que otro se lo diga. Ese si­len­cio im­pues­to y de­fen­di­do a bo­fe­ta­das es una ne­ga­ción de algo de lo que no se deja de ser cons­cien­te, con­tra­dic­ción que la hace una de las más in­có­mo­das ne­ga­cio­nes, para el que la sos­tie­ne, y de las ar­gu­men­tal­men­te más bur­das, para el que la pre­sen­cia.
Una ne­ga­ción re­quie­re menos tra­ba­jo y ener­gías si no está acom­pa­ña­da por su des­men­ti­da. Cuan­do ese no es el caso, más que una ne­ga­ción común te­ne­mos una cen­su­ra con pre­ten­sio­nes má­gi­cas: negar así, sa­bien­do, es ac­tuar como si se cre­ye­ra que si eso no es nom­bra­do (por­que no se puede, por­que se lo evita o por lo que fuere) no exis­te. Es im­po­ner un tipo de fal­se­dad: no se afir­ma lo que se sabe; se afir­ma lo que se sabe que no es así, lo que se sabe que es al revés. Y no es tanto una afir­ma­ción a creer como una orden a aca­tar sobre qué saber o creer o sobre qué ma­ni­fes­tar saber o creer. Entre los he­chos y las per­so­nas que los sig­ni­fi­can se in­ter­po­ne un len­gua­je para esa sig­ni­fi­ca­ción y un có­di­go de prohi­bi­cio­nes y obli­ga­cio­nes que re­gu­la su cir­cu­la­ción en la co­mu­ni­dad.

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