De chico, para empezar a viajar solo en colectivo, aprendí a bajarme del 117 en General Paz tomando como referencia (“la primera parada después de...”) un tanque de agua con forma de cohete, que de casualidad resultó ser el de la casa de una compañera del colegio (ya en el último año de la primaria, otro Gabriel la había apodado “el sueño del pibe”; pero eso no incidía en el desempeño de ese cohete como punto de referencia en cuadras y cuadras muy parecidas). Si esa casa no tuviera ese tanque cohete, sería igual a las otras; si las demás también lo tuvieran, serían iguales a esa casa. La ruptura de cualquiera de estas dos igualdades distingue a una de las casas del recorrido y la pone en el rol de marca, de señalador en el repetitivo o uniforme paisaje de la General Paz. Pero aun sin una de esas dos rupturas todavía puede identificarse un hito idéntico a otros. Para justificarlo, vamos a pasar de un escenario con una marca fuerte a otro involuntariamente laberíntico: igual de múltiple pero sin marcas, donde nada tiene señas particulares. ¿Qué sistema de localización podrá precisar, en esas condiciones, un punto en relación con el de acá, donde estamos? Esas condiciones pueden a su vez condicionarse. La idea es que tal vez no haya indiferenciación que no lo sea en un dominio, es decir, que no deje de serlo en otro. En este otro dominio se hace abstracción de las peculiaridades o rasgos distintivos, como el de tener un tanque de agua con forma de cohete. Todos los socios cuentan y valen igual, como los votos no calificados y los veraneantes de playa y mar con afinidades generacionales (o sea, que usan el mismo tipo de malla y corte de pelo). A esa abstracción se la computa como indiferenciación en el dominio que no la hace. Impedidos de detectar rasgos conspicuos o resueltos a hacer abstracción de ellos, desembocamos en la situación de un conjunto: una colección de cosas agrupadas bajo la única condición de pertenecer a una misma clase, sin que importe cuál ni en qué orden. Pero si ordenamos los elementos del conjunto en una serie, ya podemos diferenciarlos suficientemente: habrá un primero respecto de algo, un segundo, un tercero, etc. (Si ese algo es el tamaño de cada cual, el orden es de menor a mayor y los elementos son agrupaciones de cosas –colecciones, conjuntos–, entonces los signos de esos tamaños así ordenados forman la serie de los números naturales.) En definitiva, vamos a pasar de un concreto cohete a una abstracta serie (más que un cohete, menos que un conjunto).
2.
Una vez me perdí en el 5º piso de una facultad porque todos sus habitáculos me parecieron idénticos en todos sus pasillos. Estaban destinados a ser aulas, oficinas, salas de reunión, etc., pero pocos ya estaban en uso, y menos a toda hora. Por eso me alivió ver, al fondo de uno de los pasillos, una puerta abierta y un escritorio con un ser humano detrás, en lo que parecía ser una biblioteca. Le fui a preguntar cómo podía encontrar la salida. Me gustó su indicación: “Cuarto matafuego a la izquierda”, me dijo sin mirarlos. (Fue relajante saber que no era el primero en recibir esa respuesta.) Yo también había visto los matafuegos; si no recuerdo mal, había uno por cuadra de cubículos repetidos. Pero no había advertido su utilidad referencial: me habían parecido un detalle o componente más de la simetría del diseño. Así considerada, no era información que aportara nada nuevo; era algo más bien confirmatorio: también los matafuegos se repiten en cada cuadra, como se repiten las puertas y los ventanales de esas peceras. Por supuesto, todo eso era cierto, pero incompleto. El bibliotecario sabía también que, dentro de las cosas que se repetían en la misma combinación, esos tubos rojos y brillosos eran lo más vistoso y reconocible que había, los mejores objetos del paisaje para contar y secuenciar, que es lo que los convierte en puntos de referencia. Parece que cuando nada característico diferencia un sitio de otro, todavía puede diferenciarlo un número, que tiene una abstracción acorde con esa indiferencia aspectual.
“Dos visiones” (Lito Vitale) Del disco Vitale-Baraj-González (1985)
1. La excepción y la yapa (o El rayo que no cesa)
«una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo»
Los dos primeros versos del poema 23 de Árbol de Diana, de Alejandra Pizarnik.
Imaginemos un personaje (ni siquiera su historia) que sea ciego, pero al que un deseo concedido le haya permitido ver –por primera vez o de nuevo– por 1 minuto y por única vez, y que una yapa de la concesión le permita seguir, con cada rememoración de lo visto, la secuencia de suertes posteriores que tuvo y va teniendo cada cosa, animal, planta y persona presentes en el único cuadro que se exceptuó a su ceguera. En el género fantástico de esta imaginación, no tardamos mucho en ver el prodigio de la yapa, que no cesa, mayor que el de la visión exceptuada, que fue súbita y efímera (o sea, fugaz, como un rayo). Además de serle concedido a X el minuto deseado, se le agregó una gracia que ocupa el resto de su vida y abarca el de varias otras. Gracias a su videncia memoriosa, X visita esas vidas sin perderles nunca el rastro, y puede volver a cualquier momento de cualquiera de ellas, como un lector a cualquier página de un libro (con la diferencia de que X sabe que las secuencias de la yapa son verídicas y las de una novela, ficticias). Al cabo de su vida, X posiblemente habrá acumulado tantas imágenes del mundo como quienes lo han visto durante más de 1 minuto, incluso toda la vida.
2. Ser para ver
«Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.»
Julio Cortázar, “Axolotl”.
«...quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético.»
El lugar es un aula grande, más profunda que ancha pero mucho de ambas. Una o dos filas delante, oblicua al estudiante X, una chica con minifalda se sienta y apoya los pies en el respaldo del asiento de enfrente. Un reflejo pajero le hace darse cuenta a X de que hay una perspectiva no baldosera desde donde se ve el interior de la minifalda (y con tiempos de contemplación, no con la fugacidad del pase de Sharon Stone). Un segundo reflejo le hace imaginarse esa perspectiva y su visión. Como buen “hecho estético”, la minifalda es la “inminencia de una revelación, que no se produce” hasta que se produce, siquiera bajo los efectos de una imaginación poderosa. (De qué tan poderosa sea depende la conciencia que conservemos del truco: cuanto más, menos.) Pronto X se cuelga con uno de esos Qué pasaría si... que a veces –no esta– continúa con la extracción de una consecuencia tan o más rigurosa que elegante (lo cual no define un valor, ni en detrimento ni a favor de su inversa; pero sí una dirección en que escalará el valor de ese producido). Tal vez porque lo revelado es una entrepierna y no una cola, X se desliza del pajerismo al divague y pasa de imaginar esa vista a imaginar ser el que la tiene. Si esa imaginación es absolutamente poderosa, X cabalmente ve lo que ve (o vería, si existiera) ése en el que se convirtió, cosa que olvidó al instante (sin el gradualismo del axolotl). (La mudanza vuelve itinerante la perspectiva de X, no múltiple.) Si es menos que absoluta (o sea, antes del límite de una gradación infinita de poder o libertad), la imaginación no incluye el olvido total ni, por lo tanto, una conversión cabal, sino ilusiones sucedáneas. Dicho de otra manera: si X imaginara con suficiente intensidad estar suspendido en el aire mirando esas piernas hasta el final, lograría (quedar cautivo en la ilusión de) tener esa visión, ubicarse detrás de esa mirada, ver lo que ve ése de frente que se imagina ser. Cuando la ilusión no es perfecta, convive con rastros de lucidez y memoria. Me voy a referir a dos: uno, el selectivo no ver de X, gracias al cual puede mantener un pie en la ilusión; otro, su indiscriminado no ser visto, gracias al cual no llega a sacar el otro pie de la realidad.
2.1
Nada impide que se crucen las dos visiones que produce ese desdoblamiento, una por cada posición. X verá el interior íntimo, pero alrededor, de fondo, dos filas más atrás en diagonal, podrá ver también la figura del que está imaginando que ve desde ahí afuera. ¿Se reconoce X cuando se ve o está practicando aquello de “verse a sí mismo como una cosa ajena” o por practicar el paso siguiente, el de “olvidar lo visto”, precisamente para “conservar la mirada”? Tal vez el hecho de que X pueda verse dentro del cuadro, si aceptamos que puede, sirva de prueba o de indicio de que no se reconoció o de que lo olvidó enseguida: de haberse reconocido lo suficiente, podría haber recordado lo suficiente como para desbaratar la ilusión, podría haber tenido demasiado presente el hecho de que él en realidad era ése, no éste. Si se vio y no se desvaneció, quiere decir que no se reconoció, sería el argumento. El traslado de X a su nueva posición parece posible (o sólo más fácil) cuando su carga consciente es nula, cuando parte de sí sin llevarse. El reconocimiento de sí, en todo caso, no favorece la metamorfosis.
2.2
Tampoco el de los otros. La ilusión se cobra un precio más alto que el de ese no verse, que no pasa de ser la omisión de uno: el precio de no ser visto por nadie, que es la omisión de todos (empezando por la chica misma e incluyendo a ése de dos filas atrás). La ilusión se mantiene más fácilmente si ninguno de esa aula puede verlo, mientras él, X', puede ver a todos (a condición de no verse en ninguno, si vale la pena repetirlo). Es una conversión selectiva la que hace X: se convierte en uno que puede ver pero no en uno que también puede ser visto (para eso, se habría levantado con toda su humanidad –todavía visible– y habría ido hasta donde mejor pudiera ver ese interior, lo que seguramente lo habría llevado a no durar ni un round de sociabilidad). Esa selectividad vouyerista es, a pesar de su estilo onírico, un anclaje del lado de afuera de la ilusión, un pie en la realidad. Dicho de otra manera: para que X no se pudiera creer del todo ser otro o estar en otro lugar, ahí estaban las inverosimilitudes (“tenues... intersticios de sinrazón”) de ver sin ser visto, primero; de no llamar la atención suspendido en el aire, en caso de sí ser visto, segundo; y de estar suspendido en el aire, aun si no llama la atención, tercero. Cualquiera de estas constataciones le revelarían a X’, con o sin alivio o humillación, lo mismo que al mago de “Las ruinas circulares” le reveló la experiencia de que las llamas no lo quemaran.
Hay necesariedades definitorias: por definición de lo que es un triángulo, la suma de sus ángulos no puede no ser igual a dos ángulos rectos. Hay imposibilidades definitorias: por definición de lo que es un triángulo, no puede haber uno cuyos lados midan 2, 3 y 5 cm, por ejemplo. No sé si también al revés, pero todo absurdo es una imposibilidad definitoria. Y lo es porque provoca o implica una carencia intolerable para el concepto en cuestión.
2.
Fragmento de “Océanos de vida”, documental de la serie El camino de la vida.
Supongamos que un concepto es un grupo cooperativo de ideas, como una ballena azul lo es de células. En ese rol cooperativo, las ideas se vuelven rasgos constitutivos del concepto; si además se demuestran necesarias para que el concepto subsista, para que siga consistiendo en algo diferente a nada, entonces son también rasgos definitorios del concepto. Privarlo de ellos le resultaría fatal: esta intolerancia vital a sus ausencias o defecciones es lo que significa que sean definitorios, es lo que hace que participen de –y manifiesten– la definición del concepto. La idea de ladera, por ejemplo, juega de rasgo definitorio en el concepto de montaña, porque una montaña sin ladera no es una montaña. (La relación es remontable: la idea de inclinación juega de rasgo definitorio en el concepto de ladera, en este caso.)
También puede ocurrir que lo necesario o definitorio no sea un rasgo sino un grupo de rasgos. Hay conceptos que toleran mutilaciones alternativas de rasgos constitutivos, pero no de todos de una vez. Por ejemplo, una banqueta sin patas es todavía una banqueta; una resta no la anula. Una banqueta sin asiento es todavía una banqueta; una resta no la anula. Pero una banqueta sin patas a la que le falta el asiento da 0 como la resta 2-1-1 da 0; no es una banqueta ni nada: es, si se quiere, una nada específica, una nada de banqueta. (Otro ejemplo, precursor, es el cuchillo formulado por Georg Christoph Lichtenberg, sin mango ni hoja.) Si la ausencia simultánea de esos rasgos cooperativos vacía el concepto, es que lo llenan o lo completan cuando están presentes, y que son suficientes cada uno de ellos y necesarios en conjunto para que el concepto en el que cooperan pueda funcionar, para que no se vacíe en su propia definición, que es lo que hace (y define a) un absurdo.
4.
A la definición del concepto de definición le cuadran los mismos rigores que a la de cualquier otro concepto. Primero, vemos qué es, a qué club de cosas pertenece: una definición es una de las cuatro acciones básicas que hacemos en castellano con el verbo ser, junto con una identificación (“Este es Kimba”), una categorización (“Esto es una pipa”), y una caracterización (“Esa pipa es demasiado corta”). Para ver qué no es dentro del club en el que es, hay que darle una localización más precisa: una definición es una de las dos acciones en las que el verbo ser equivale a un signo de igualdad (en la definición, entre dos clases de cosas; en la identificación, entre dos cosas). (Sería más exacto decir que en estas acciones el verbo ser equivale a un signo de co-referencialidad entre dos expresiones, sean de clases o de individuos.) En las otras dos acciones, el verbo ser equivale a un signo de pertenencia (de un individuo en un conjunto –como el de las pipas: categorización– o en un subconjunto –como el de las pipas demasiado cortas: caracterización–) o a un signo de inclusión (de un conjunto en otro –categorización: “Los gatos son felinos”– o en un subconjunto –caracterización: “Los gatos son ágiles”–). Si hacemos aun más precisa la localización del concepto, completamos qué no es dentro del club en el que es y llegamos entonces a su definición: una definición es la acción en la que el verbo ser equivale a un signo de igualdad entre dos clases (ni entre dos individuos ni signo de pertenencia o inclusión). En términos conjuntistas, es el único miembro del conjunto unitario de acciones como la definida, que a su vez es un subconjunto del conjunto de las acciones en las que el verbo ser equivale a un signo de igualdad, que a su vez es un subconjunto del conjunto de las acciones en las que el verbo ser equivale a un signo, que por ser todas es igual al conjunto de las acciones básicas que hacemos con el verbo ser, barrio conceptual al que pertenece (en el que categorizamos a) una definición.
5.
El Zorro, episodio 15 de la 1ª temporada (“Garcia stands accuses”).
Llegamos a que una definición establece una relación de igualdad entre dos clases. Por ejemplo, la clase de los triángulos es igual (es la misma: la componen los mismos miembros) que la clase de las figuras cuyos ángulos interiores suman 180º: todo lo que sea un triángulo será una figura con ángulos que suman 180º, y viceversa. El ideal de una definición es servir como un manual de construcción de lo ahí definido. La definición selecciona las notas necesarias de un concepto, que son aquellas cuya ausencia simultánea vacía el concepto, lo priva de lo necesario para significar algo (algo que sea distinto de una nada, como esa nada de banqueta que queda después de la descripción de la banqueta omnimutilada). El rasgo que se exceptúa a una igualdad (como la de “dos gotas de agua”) es el rasgo más conspicuo del Sargento. Esa excepción consiste en una inversión del rasgo en su doble, el pariente delgadísimo que el Sargento tiene en Monterrey. Excepto por un matiz, es como decir que esas dos banquetas son idénticas salvo por el hecho de que una tiene patas y asiento, y la otra no. Veamos el matiz de diferencia. Son todas las partes en que se puede descomponer una banqueta las que están restadas a la vez en una de las dos banquetas emparejadas con un signo de igualdad, lo que nos da una nada de banqueta (una anti-banqueta, en lugar de una gemela, un doble). En el caso del Sargento García, la diferencia entre él y su pariente no es total ni minuciosa: en lugar de ser la resta de todos sus rasgos necesarios, es la resta de un rasgo conspicuo de cada cual y su suma al otro: la delgadez debe ser un rasgo tan característico del pariente (y uno tan caricaturescamente exagerado: “...es delgado como un hilo”) como la obesidad lo es del Sargento García. (A esta disparidad de rasgos característicos, ya que no definitorios, Don Quijote y Sancho Panza le agregan la de sus contexturas físicas, igual de acentuada que en otros dúos cómicos, como Abbott y Costello o los explícitos el Gordo y el Flaco; parece obvio que el humor es afecto a esos contrastes contradictorios.)
Con esta inversión de rasgos característicos entre los postulantes a ser idénticos, dejo los casos de absurdo por restas, por excepciones fatales (totales o parciales, definitorias o sólo conspicuas, como es la única excepción que sufre la igualdad entre el Sargento y su pariente). Una de las operatorias posibles para hacer esas restas da otro tipo de absurdo (u otra perspectiva del absurdo): el absurdo que habita en el límite de una progresión de restas infinita y convergente, tan imposible de recorrer en su totalidad como posible de trascender en su totalidad (salto al límite mediante, a falta de recorrido exhaustivo).
6.
Imaginemos entonces que hay un protocolo específico para operar esas restas de rasgos en busca de los definitorios, y que desemboca en una imagen negativa del concepto: un absurdo. Los rasgos que no estén al término ideal de esa negativización son rasgos definitorios; no necesito ir detectándolos mediante supresiones particulares escandalosas, preparado para reconocerlos pero no para preverlos (buenos sensores, mal procesamiento de datos; buen sentido de la consistencia, mala intelección de los procesos que llevan a o se alejan de ella). Entremos en algún detalle. El protocolo buscará vaciar el concepto en trámite; mejor dicho, buscará retirarle las capas que lo separan del vacío. Esas capas son sus rasgos definitorios. Y en realidad no vamos a quitarle las capas, sino a mostrarlo en una situación donde esas capas ya no lo recubren, y el concepto expuesto se convierte en un hueco en la superficie del sentido (como un agujero en una red). Esa situación es la de un límite. Un límite de estos es el límite de una sucesión infinita convergente (límite al que no llegan los rasgos que en el proceso al límite –en la serie, en la gradación– son definitorios del concepto). No llevamos el concepto al límite: una versión negada del concepto reside en el límite; sólo vamos a visitarla. Esa versión es lo que es un absurdo, un verdadero extremófilo del sentido. Esa visita al absurdo que nace y habita sólo en un límite es una manera de exhibir un vacío conceptual específico, preferible a la de imponerlo por la arbitrariedad de un oxímoron (que es como encantan o repelen una montaña sin ladera, un río sin riberas o una banqueta sin patas a la que le falta el asiento, entre otros fantasmas). En definitiva, se trata de ver qué pasa con un concepto cuando los grados de una relación que lo involucra son observados en el límite de la gradación, no en su transcurso. (El límite participa de la gradación, en tanto la delimita, pero no pertenece a ella: no es uno de sus grados. Lo que sucede en el juego no le sucede al juego.) Un ejemplo, usando el concepto de movimiento, ocupa otro ensayo.
Lo normalmente placentero se vuelve más placentero cuando se hace precioso. Por ejemplo, es más placentero cuando viene a ser el valor por el cual postergamos el cumplimiento de una obligación, como el de una tarea o un trabajo pendiente y con el plazo vencido. La resistencia a someterse a esa obligación, y la conciencia culposa de estar en falta y en deuda, requieren un gasto estresante de tan denso, displacentero de tan amenazante (le tememos a estar quedando mal, a caer socialmente en desgracia). Para nuestro alivio, interrumpimos ese estrés y lo reemplazamos por la tensión concentrada de una experiencia placentera (de tan prometedora), la que interpongo entre la necesidad de cumplir con una obligación y el cumplimiento mismo –un perpetuo postergado. Somos muy sensibles a las dos virtudes básicas de esa experiencia: el alto contraste (en medio de un displacer, un placer...) y el sentido de la oportunidad (...que viene a mimarnos y a aliviarnos de la presión críticamente acumulada de esa deuda, a permitirnos olvidarla por un rato, a darnos un recreo).
Imaginemos que X tiene 3 gustos de empanadas igualmente favoritos: verdura (V), roquefort (R) y caprese (C). Si ese fanatismo parejo es máximo, ubica a su trilogía empatada a una distancia infinita (o a cualquier distancia finita) del 4º sabor preferible, y hace que X no pueda pedir empanadas de otro sabor aun pidiendo más de 3. También hace que no pueda pedir más empanadas de un sabor que de otro de la terna, si pide 3: si hay dos empanadas de un gusto y una de otro, un gusto quedó afuera; si las tres son del mismo gusto, quedaron dos gustos afuera. Como esas repeticiones y estas exclusiones denotan preferencia al interior del trío, de la que por definición carece, X pide una de cada una.
2.
Por debajo y por encima de ese umbral de 3 (=3·1) empanadas pedidas, las preguntas convergen a una misma respuesta: si X pide 1, la pregunta es cómo puede (con qué criterio) seleccionar un gusto y sacrificar dos; si pide 2, la pregunta es cómo puede (con qué criterio) seleccionar dos gustos y sacrificar uno; si pide 4, la pregunta es cómo puede (con qué criterio) seleccionar un gusto para repetir y sacrificar los otros dos (la misma relación en que selecciona por primera vez cuando pide 1 empanada); si pide 5, debe repetir dos gustos y sacrificar uno (la misma relación en que selecciona por primera vez cuando pide 2); si pide 6 (=3·2), repite las condiciones del umbral de 3: repite los tres gustos sin sacrificar ninguno, de modo que en el total cada gusto tiene 2 empanadas; si pide 9 (=3·3), una segunda repetición umbralesca hará que cada gusto tenga 3 empanadas, como cada diseño de flor tiene tres ejemplares de los 9 que hay en la cortina; etc. Retomo la pregunta: ¿con qué criterio se arman los combos que sacrifican al menos 1 gusto de los 3 de fascinación absoluta e indiscernible (o sea, los combos con un número de empanadas pedidas que no sea un múltiplo de 3)? Por hipótesis, X no puede tener razón suficiente para preferir algún gusto en lugar de otro. Pero de esto no se sigue que no haya un criterio posible para decidir esos desequilibrios y X esté obligado a sufrir en esos trances la parálisis e inanición del burro que Buridán puso entre dos montones de heno igualmente apetecibles. A lo sumo se sigue que ese criterio no puede ser ninguno basado en preferencias y razones, lo cual puede privar de necesidad (y sentido) al acto de decidir, pero no de posibilidad. (Por ejemplo, los burros de Quino salen de la paridad de fuerzas por un acto arbitrario de violencia oportunista de uno de ellos.) Fuera de esa restricción, entonces, nada le impide a X actuar, siquiera arbitrariamente, cuando debe optar, ya sea en la tarea cardinal de hacer combos de gustos con algún sacrificio (un sacrificio de 2 sabores, cuando pide 1, 4, 7, 10, ...n+3... empanadas; o un sacrificio de 1 sabor, cuando pide 2, 5, 8, 11, ...n+3... empanadas), o ya sea en la tarea ordinal de decidir en qué orden comer los tres sabores en los pedidos sin sacrificios (los de 3, 6, 9, 12, ...n+3... empanadas). De la cuestión cardinal nos hemos ocupado hasta acá; a partir de acá nos ocuparemos de la cuestión ordinal de armar secuencias de empanadas (o de flores). Veremos que, después de todo, la arbitrariedad obligada de esos armados puede limitarse a la primera tanda.
3.
Hay una diferencia entre tener un solo gusto preferido y tener tres igualmente preferidos. Como no puedo no repetir sabor con 9 empanadas de roquefort, el orden en que elija comerlas es indistinto. (Supongamos que tampoco se hacen preferibles por lo tostadas o blancuzcas que se las haya hecho, ni por ninguna otra particularidad desequilibrante.) Con 3 de roquefort, 3 de verdura y 3 capreses, X procede evitando el favoritismo de la repetición inmediata: alterna constantemente y todo lo posible los gustos. Si lo influyen por igual, cada gusto tendrá su primer puesto en una tanda, su segundo en otra y su tercero en otra: he ahí un poder ecuánimemente distribuido, o sea, repartido entre pares genuinos, entre rivales de igual poder (equipotencia que compensa o desactiva sus diferencias de membresía). Para ver cómo, volvamos a mirar nuestra cortina de baño. La secuencia de flores de la fila n es la misma que la de la columna n. Entre secuencias contiguas y dentro de cada una, dos flores de la misma clase no pueden ser vecinas inmediatas; lo más cerca que pueden estar es con una flor de por medio; cada dos flores que satisfacen esa vecindad mínimamente mediata, hay una a cuatro de distancia de la anterior de su clase (y habiendo tres clases, más lejos no puede estar). Las mismas relaciones puede producir el movimiento de una impreferencia.
El orden en que X come las primeras tres empanadas es absolutamente contingente: fue el que fue (V-R-C, por ejemplo), pero podría haber sido cualquier otro de los 3!–1=5 restantes: C-R-V o R-C-V o V-C-R o R-V-C o C-V-R. Lo que importa –lo que ya impone una necesidad, siquiera negativa– es que si X empieza comiendo una empanada de verdura, por ejemplo, la siguiente no puede ser igual (la compulsión está en las antípodas de la impreferencia); debe ser una de roquefort o una caprese. Si es una caprese, la tercera debe ser de roquefort, y viceversa. Para comer las seis empanadas que quedan hay dos posibilidades: hacerlo en el mismo orden arbitrario de las tres primeras (“que, repetido, sería un orden” necesario) o variar. En el primer caso, habría un período de longitud mínima, de 3 empanadas, y una distancia constante (de 2) entre empanadas del mismo gusto: por ejemplo, V-R-C, V-R-C, V-R-C (1-2-3, 1-2-3, 1-2-3, cual marcha militar). Contingentemente, en la primera tanda un sabor quedó primero, otro segundo y otro tercero. La periodización de esa contingencia perpetúa sus posiciones: la empanada de verdura siempre será la primera de su tanda, la de roquefort la segunda y la caprese la tercera. El statu quo perpetuado, como buena compulsión de segundo grado que es (no repite inmediatamente un gusto, pero sí –y cada vez– una tanda de 3 gustos), también está en las antípodas de una impreferencia cabal, una igualdad de poder; lo suyo es la resignación ante una desigualdad estable y media (o casi: ni 1 ni 4 de distancia, 2). Nuestra cortina conoce este diseño en los laterales y la base que enmarcan el centro floral del epígrafe, que pertenece al segundo caso. En el segundo caso, en lugar de repetir la contingencia posicional de la primera tanda hacemos variaciones no aleatorias a partir de ella, de modo que cada sabor pase por las tres posiciones. No es la única variación posible, desde ya, pero sí la única que hace, gracias a esa rotación de puestos, una distribución equitativa de las prioridades o preferencias (o sea, la única que supone una impreferencia). El período tiene una longitud máxima, de 9 empanadas, y una distancia variable (1, 1, 4) entre empanadas del mismo gusto: por ejemplo, V-R-C, R-C-V, C-V-R (y de nuevo V-R-C, si X siguiera comiendo). Como en el centro de la cortina, en la segunda tanda la 4º empanada repetirá una (pero ya no cualquiera) de las dos mediatamente anteriores: la de mediatez menor. Lo mismo hará la 5º. (Es decir: las dos primeras empanadas de una tanda serán las mismas que las dos últimas de la tanda anterior.) La 6º sale por descarte y a una distancia máxima de la anterior empanada de ese gusto. Ya en la tercera tanda, las empanadas 7º y 8º se deciden como la 4º y la 5º, y la 9º como la 6º. Con este patrón de distribución, la impreferencia escala un nivel de integración: no sólo se evita la repetición inmediata de sabores, sino también la de secuencias de tres sabores (a cambio de repetir subsecuencias de dos sabores).
4.
Un movimiento necesita diferencia de fuerzas; su motor siempre es algún desequilibrio de poder. ¿Puede entonces moverse un sistema en equilibrio estricto de fuerzas? ¿No es contradictoria esta combinación, que pone a cooperar a una necesidad de diferencia con su opuesta, una imposibilidad de diferencia? El truco está en desarmar hacia adentro ese equilibrio para rearmarlo hacia afuera, en una instancia mayor donde se hace periódica (racional) la totalidad, no una de sus partes (por ejemplo, donde se repite una secuencia de 9 empanadas o flores, no una de 3). Es lo que hace la impreferencia cuando salta 1, 1, 4 empanadas (o flores) a lo largo de las tres tandas, en lugar de saltar de 2 en 2. Expresado en distancias mediatas para un total de 3 gustos, mínima, mínima, máxima (para uno de 4, mínima, mínima, mínima, máxima; etc.). El algoritmo de este movimiento de lo equipotente combina el máximo ahorro con el máximo gasto.
La posibilidad de afectar y/o de ser afectado es la posibilidad de interactuar. La realidad es el ámbito de interacción de un individuo (persona, animal, planta, cosa, etc.). Si puedo atribuirle a una entidad alguna interacción posible conmigo, puedo decir que existe, que tiene presencia en ese ámbito, que es real. En todo caso, actúo a partir de la creencia de que eso es real, de que puede o podría interactuar conmigo.
2.
“Nosferatu Tango” (Zoltán Horváth, 2002).
Como el narrador de la novela de Adolfo Bioy Casares La invención de Morel, el mosquito de “Nosferatu Tango” se atribuye una interacción con el mundo que no tiene (o si se prefiere: desde nuestra perspectiva de espectadores esa atribución es errónea). Hay dos historias: la del libro, en la que Nosferatu no visita la casa de la chica porque el mosquito lo haya llamado; y la del mosquito, que, después de creerse perseguido por un murciélago y por una araña, cree que avisa a Nosferatu que hay una chica dormida y se desespera por despertarlo antes de la salida del sol. Exacerbemos el truco: primero contamos una historia de cuatro hechos ligados causalmente, pero sin intervención de voluntades. Luego contamos los mismos cuatro hechos pero con el agregado de personajes a los que reputamos, reveladoramente, responsables de aquellos hechos, o de algunos. Lo mismo una tercera vez, pero con otros personajes, puestos a hacer una de estas dos cosas: o bien a ser la causa de la acción de un personaje de la historia 2, o bien a ser una alternativa de la historia 2.
3.
Un golpe del otro lado de la pared y un roce de sábana coincidieron en causar la caída de una bola. No es que hayan aportado cada uno el 50% de la fuerza que hizo deslizar a la bola de su repisa y caer; podemos imaginar que el golpe aportó más fuerza o una fuerza primera, y que inmediatamente la sábana aportó su fuerza menor pero decisiva, y entonces la bola cayó. Cada una de esas fuerzas sólo habría movido la bola, una más que la otra o ambas por igual, pero la caída es consecuencia de su convergencia, de su co-incidencia (su incidir al mismo tiempo). El tiempo de esa incidencia conjunta está dado por la posibilidad de que la suma de sus fuerzas tire o no la bola. Si primero el golpe del vecino la desplaza, pero el roce de la sábana llega recién cuando la bola ya se frenó o desaceleró lo suficiente como para que no la pueda reacelerar, entonces los dos hechos son sucesivos, no co-incidentes. Para incidir en conjunto, no necesitan ser exactamente simultáneos, pero sí tener una proximidad tal que la unión de sus fuerzas sea suficiente para provocar la caída.
4.
Quino, Mafalda, Libro 2.
Por supuesto, también hay coincidencias neutras. Además de fuerzas que cooperan para producir un efecto hay fuerzas que compiten para imponer el suyo. (En las comunidades humanas, cooperación y competencia se alternan según cuán cerca o lejos, respectivamente, se esté de una necesidad colectiva –la de sobrevivir, por ejemplo.) Si una fuerza no tiene la pre-visibilidad que le da una expectativa ni la visibilidad que le daría el superar a la fuerza con la que compite, permanece tapada, ignorada. Algo inesperado (el estampido de una bolsa que revienta Susanita) ocurre al mismo tiempo que –coincide con– algo esperado (el estampido de un revólver que en la TV dispara un vaquero). A igual o menor fuerza, se impone lo esperado: Mafalda no se asusta por el “¡Bang!” porque está esperando uno, ese al que se lo atribuye. (El género, el de las películas de cowboys en este caso, es lo que nos dice qué se puede esperar que suceda.) La atención de Mafalda está dedicada a lo que espera y es ciega (más específicamente, sorda) a lo que no: escucha el disparo del vaquero y no escucha el estallido de la bolsa reventada (que acá es igual de potente, pero con el mismo resultado podría haber sido menor o insuficientemente superior). Solapado su “¡Bang!”, Susanita se retira sin haber logrado interactuar con Mafalda.
Imaginemos que X va pasando pantallas de un test de personalidad llenas de preguntas con dos opciones, hasta que llega a una pantalla donde le interpretan sus elecciones en una descripción de su personalidad. El test sigue, pero antes revisemos su potencial descriptivo. Si cada término de cada dilema se corresponde con –acaso porque implica– un rasgo de personalidad, por cada secuencia de respuestas hay una personalidad disponible: un conjunto de rasgos consistente (esto excluye que convivan rasgos contradictorios, como la sociabilidad y la insociabilidad, por ejemplo). Si el número de dilemas resueltos antes de llegar a una descripción de personalidad es n, el número de secuencias de respuestas –personalidades– posibles es 2n (por ejemplo, si las preguntas binarias fuesen sólo 2, habría 22 = 4 personalidades posibles: AA, BB, AB, BA; si fuesen 3, habría 23 = 8: AAA, BBB, ABB, BAA, AAB, BBA, ABA, BAB). Luego de ese resultado, X ve un botón más: “Anti-X”, dice. Lo aprieta y obtiene, por supuesto, la personalidad de quien hubiera optado cada vez por la respuesta que él desechó. X lee la descripción de la personalidad Anti-X y se prepara para encarar otra instancia del test. Cursa entonces una nueva serie de preguntas, referidas a la relación que establece con Anti-X, hasta acceder a una nueva descripción de personalidad: la de X vs Anti-X; llamémosla X1, y no perdamos de vista que es una capa más de la personalidad de X. Como las respuestas de esta segunda instancia binaria también trazaron una secuencia precisa, su inversión produce una nueva personalidad: la de un Anti-(X vs Anti-X); llamémosla Anti-X1. X aprieta el botón correspondiente, lee la descripción y comienza la tercera instancia del test, que conducirá a una personalidad X2 y a su inversa Anti-X2. Y así siguiendo, sin que se prevea la necesidad de un tope. ¿Qué puede pasar? Se me ocurren tres cosas.
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«Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea.»
En “El inmortal” (Jorge Luis Borges, El Aleph, Emecé, Buenos Aires, 1994, p. 29).
Una posibilidad es que las descripciones de personalidad varíen siempre. La acumulación de datos nuevos sobre X, de matices y distinciones, sería incesante e impredecible (como el desarrollo decimal de un número irracional, donde no puede haber periodización ni, por lo tanto, previsibilidad: no se puede conocer ningún decimal antes de calcularlo). Si esta cruza de atributos significa “infinitas circunstancias y cambios”, parece tan imposible “no componer, siquiera una vez, la Odisea” como no encontrar cualquier cadena de, por ejemplo, 8 rasgos de personalidad en el desarrollo infinito del test (o como no encontrar, en el de π, cualquier cadena de 8 dígitos, aunque haya que avanzar en los decimales hasta la posición 79.138.480, por ejemplo).*
Si no es necesario, como mínimo es altamente probable que en una cantidad infinita de chances cualquier cadena finita encuentre su momento y su lugar, y acaso más de una vez. Lo que es el carácter irracional de un número soporta esta visión: la longitud de la cadena de predecesores inmediatos a no repetir a partir de ahí no tiene un coto de aplicación. Redundo: ninguna de esas cadenas predecesoras de decimales puede entrar en un loop, sin importar su longitud finita: ni de 1 dígito, ni de 2, ni de 3, etc., incluyendo 251.312.000 (“número, aunque vastísimo, no infinito”). Si el loop de una cadena infinita fuera posible y necesario (el argumento que lo demostrara nos llevaría a zafar de la perspectiva de que aquello que no puede terminar no puede reiniciar), habría números con períodos decimales de longitud finita (racionales) y números con períodos decimales de longitud infinita (irracionales, que pasarían de ser los números que carecen de rutina a ser los que la tienen más larga). Si fuera sólo posible, mantendríamos la posibilidad de números sin periodicidad alguna, ni finita ni infinita (periodicidad nula o cero). Como sea, en el desarrollo decimal de un irracional como π se varía un número de veces infinito (como varía de identidad un inmortal) o indefinido (como varía un mortal sometido a sorteos bimestrales o a transmigrar de identidad en identidad). Se burla la repetición compulsiva de cualquier cadena finita, se evita cualquier equilibrio. Si no es imposible (a falta de un barrido heurístico, por ejemplo, como el que la criba de Eratóstenes hace de los números primos), como mínimo parece muy difícil que entre tantas variantes no haya una cualquiera.
Si esa infinidad variada de personalidades de X no incluye a todas, todavía es posible que en la serie no haya contradicciones, inconsistencias; si incluye a todas, ya no. Para decirlo a lo Gödel: si es total, no puede ser consistente; si es consistente, no puede ser total.
2
«...La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden).»
En “La Biblioteca de Babel” (Jorge Luis Borges, Ficciones, Emecé, Buenos Aires, 1994, p. 126).
Otra posibilidad es que aparezca una repetición y algún Xn tenga la misma (descripción de) personalidad que un X anterior (o algún Anti-Xn la misma que un Anti-X anterior; elijo argumentar con el primer tipo de repetición). Si ante la misma personalidad X responde lo mismo a las mismas preguntas (o sea, si no es contradictorio y si no cambió de opinión), la personalidad del nuevo Anti-X será idéntica a la del sucesor de aquel primer repetido. Nuevas respuestas idénticas ante una nueva personalidad idéntica llevan a X a una nueva repetición. Bajo estas condiciones, basta una repetición para hacerlo ir en círculo a X a partir de ahí, como un decimal periódico puro (si la personalidad que se repite es la de X, la primera) o mixto (si la repetida es una personalidad posterior, la de un Xn).*
El período que ordena la Biblioteca infinitamente recurrente y abarca el total de su originalidad es inconmensurablemente largo para las expectativas y la escala de un individuo común (desproporción típicamente kafkiana). Pero no carece de límites, dado que “los tiene el número posible de libros”, que es el total aludido (los 251.312.000 libros no repetidos). Luego, es exagerado convocar a un “eterno viajero” para los siglos de travesía necesarios para repetir ese desorden “(que, repetido, sería un orden: el Orden)”; alcanzará con uno suficientemente longevo.
El hilo del círculo de personalidades Xn es la personalidad más matizada de X que el test puede ofrecer. Correlativamente, el otro hilo de la periodización, el del círculo de personalidades Anti-Xn, es la anti-personalidad de X más matizada que podemos obtener. Hasta acá, idénticas pudieron ser dos o más descripciones de personalidad de una misma clase.
3
«...Aureliano supo que para la insondable divinidad, él y Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola persona.»
En el final de “Los teólogos” (Jorge Luis Borges, El Aleph, Emecé, Buenos Aires, 1994, p. 68).
Habiendo dos clases de personalidades en el test, otra posibilidad es que la (descripción de) personalidad de algún Xn sea idéntica a la de un Anti-Xn (o viceversa, según con qué tipo de descripción se produzca la repetición). Tanto más incoherente nos resultará esa igualdad cuanto menor sea la distancia a la que se dé, empezando por la mínima: ¿cómo aceptar que de la inversión de una personalidad resulte la misma personalidad? A cualquier distancia, si la inconsistencia no impide que tenga lugar este tránsito de la relación de identidad y se produzca una de esas repeticiones mixtas, su desarrollo circular o periódico no debería diferenciarse del de una repetición entre personalidades de una misma clase.
«Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: ...»
En el cuento “La Biblioteca de Babel”, de Jorge Luis Borges. El primer argumento de la antinomia babélica recuerda el segundo de la antítesis de la primera antinomia de Kant.*
Cito de la “Prueba” de la “Antítesis” de la “Primera oposición de las ideas trascendentales” de la Crítica de la razón pura, de Kant:
«En cuanto al segundo punto, comencemos por suponer lo contrario: que el mundo es finito y limitado, por lo que al espacio respecta. Se encuentra, pues, en un espacio vacío e ilimitado. Tendríamos, por tanto, no sólo una relación de las cosas en el espacio, sino también de las cosas con el espacio. Ahora bien, si tenemos en cuenta que el mundo es un todo absoluto fuera del cual no hay objetos de intuición, ni, consiguientemente, correlato ninguno con el que pueda relacionarse, la relación del mundo con el espacio vacío sería una relación con ningún objeto. Pero semejante relación y, consiguientemente, también la limitación del mundo por el espacio vacío, no es nada. Por tanto, el mundo es ilimitado en relación con el espacio, es decir, es infinito respecto de la extensión.»
En su “Observación a la primera antinomia”, Kant discute el punto, pero acaba concediendo:
«Ahora bien, admitido todo esto, es sin embargo innegable que si se admite un límite del mundo, ya sea según el espacio o ya según el tiempo, hay que admitir por completo estos dos absurdos: el espacio vacío fuera del mundo y el tiempo vacío antes del mundo.»
1
La solución insinuada será epígrafe en otro ensayo. En este me interesa pensar en un modo de crecimiento alternativo al del mundo-Biblioteca. En el nuevo modo, la localización remota del cese de hexágonos, si tal cosa puede suceder, no va a quedar. En todo caso, ya no será extensa sino densamente remota la proliferación de hexágonos, que pueden quedar. En vez de un crecimiento infinitamente divergente habrá –para cierta perspectiva, al menos– uno infinitamente convergente (o sea, limitado e infinito). Vamos a barajar de nuevo un mazo infinito. Imaginemos un mundo que con cada proliferación a absorber aumente su densidad y entonces pueda conservar casi su extensión, en vez de un mundo que conserve su densidad y deba aumentar entonces su extensión (como el de la Biblioteca, que se extiende con una velocidad estable y constante de n libros por metro cuadrado o cúbico –o por hexágono).
2
En el “Simulador de fractal” de la PUEMAC (Instituto de Matemáticas, Universidad Nacional Autónoma de México), el fractal número 13 se llama “Panal”. El dibujo que representa su esquema generador está en la parte superior izquierda de la página; es este:
(“Dimensión de similitud: 2.0” significa que la curva, en el límite de su infinita generación, llena todo el plano.) Hasta que la perspectiva se enrarezca (lo prometo), reemplacemos los pasos de la construcción del fractal con las alturas que va conquistando una abeja desde que despega, imaginemos que en su primer vuelo. En la primera altura, entonces, su mundo se ve así:
La abeja no verá pero intuirá que habita un hexágono, que muy probablemente tiene al menos un hexágono vecino al Oeste; puede entonces conjeturar que tal vez su hexágono es una celda de un panal y su mundo una colmena. La abeja sigue ganando altura. La perspectiva del nivel 2 le da esta imagen de su mundo:
La abeja corrobora su intuición y su conjetura: el punto del que partió se encuentra en uno de los hexágonos de un panal que por ahora llena todo su campo de visión (por lo que no le supone una forma). La abeja se aleja un nivel más y este es el paisaje que ve abajo:
Esta vez los hexágonos, entre completos e inconclusos, no llenan el campo visual de la abeja. El panal se insinúa limitado, y despunta ya su forma, que es más que intuible y menos que visible. El carácter limitado del panal, el hecho de conformar una figura, de tener una silueta, es la novedad segura que aporta la visión del nivel 3; la otra novedad, que aventura qué forma tiene el panal, es todavía conjetural. La vista del nivel 4 confirma o corrige la conjetura; la forma del panal se define:
Es la segunda imagen que no excede el campo visual de la abeja, ahora incluso sin siquiera dar lugar a la ilusión de que eso puede pasar en el nivel siguiente. Ya parece claro que el panal crecerá muchísimo hacia dentro y poquísimo hacia fuera de una silueta similar a la de una flor de seis pétalos. (La gradual conversión visual del destino del néctar en una de sus fuentes podría hacer volver a la abeja, y con las manos vacías, para agravante del engaño.) En el nivel 5, la definición que gana la silueta la empiezan a perder los hexágonos que la forman:
Desde la altura 6, la abeja ya no distingue ni su hexágono de partida ni la forma hexagonal que tienen los vacíos que todavía quedan (y que seguirán quedando, hasta el límite de esa progresión aritmética infinita de pasos que tiene el fractal –no muy bien llamada “divergente”–, donde el espacio se llena):
A esta altura del vuelo la perspectiva ya se hizo extraña: las distancias crecientes van empequeñeciendo los huecos hexagonales, en lugar del mundo de nuestra abeja. Cumplo con el límite prometido.
En “El campo de croquet de la Reina” (capítulo VIII de las Aventuras...), Alicia se desconcierta en el medio de un juego sin reglas, sin jugadas ilegítimas, un cabal todo vale y sin objetivo. Imaginemos un mundo con reglas y con roles siempre bien definidos, pero aleatoriamente mutables; por ejemplo, imaginemos un mundo que se pueda dar vuelta en cualquier momento. La aleatoriedad involucrada hace imprevisibles los cambios de sentido. En un mundo así, donde cada permanencia es sólo un amague de continuidad, la habilidad de prever puede resultar incapacitante, si no se adapta a tiempo. Como todos manejamos expectativas en una interacción, la cuestión es cuán rápido las cambiamos: instantáneamente, si este cambio forma parte de la inversión del mundo; inmediatamente, si no; con demora o nunca, si –por ejemplo– son expectativas de personajes secundarios de la situación. A esa distancia de los roles protagónicos, y acicateadas por expectativas, las previsiones tienen más probabilidades de sobrevivir al viraje de reglas y resultar incapacitantes. Veamos un ejemplo del primer caso (extensible al segundo) y otro del tercero.
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Primer caso. X baja a abrirle a Z. No maniobra bien con el manojo y se le caen las llaves. Cuando el servicial Z las levanta, el mundo ha cambiado. Se despiden. X el anfitrión se va y Z el invitado cierra la puerta de calle con llave y vuelve al séptimo. Ninguno confundió su nuevo rol con el viejo (ninguno sufrió previsiones incapacitantes) porque el cambio de expectativas en esa situación ocurrió junto con el cambio de la situación (a más tardar, inmediatamente después, como en un segundo caso).
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Tercer caso. Un mozo está levantando una mesa y cobrándoles a los clientes. Hay varios grupos esperando un lugar. El grupo que se cree con derecho a esa mesa se aproxima lentamente. Pero de pronto las reglas del mundo se invierten: el mozo se sienta y le pide a un cliente del viejo mundo que le traiga un café, cosa que el tipo obedece con total naturalidad. El grupo que se acercaba a la mesa fue sorprendido en la anticipación de un hecho que no llegó a ocurrir porque el mundo se dio vuelta antes. El abandono de la travesía llega tarde. Entretanto, todos cambiaron menos ellos, ex adelantados que atrasan. La inercia de esa espera activa sorprende al ex mozo; imaginen si recién se acaban de sentar a una mesa qué impresión les causaría un tipo o un grupo que está viniendo decididamente a lo mismo. Lo que esa previsión anacrónica tiene de incapacitante puede tenerlo de conflictiva.
«Heráclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras recordaba haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal; para recordar vicisitudes análogas yo no preciso recurrir a la muerte ni aun a la impostura.»
En “La lotería en Babilonia” (Jorge Luis Borges, Ficciones, Emecé, Buenos Aires, 1994, p. 84).
«Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. [...] Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.»
En “El inmortal” (Jorge Luis Borges, El Aleph, Emecé, Buenos Aires, 1994, pp. 28 y 29).
«Un pintor nos prometió un cuadro. Ahora, en New England, sé que ha muerto. [...] Pensé en un lugar prefijado que la tela no ocupará. Pensé después: si estuviera ahí, sería con el tiempo esa cosa más, una cosa, una de las vanidades o hábitos de mi casa; ahora es ilimitada, incesante, capaz de cualquier forma y cualquier color y no atada a ninguno.»
En “The unending gift” (Jorge Luis Borges, Nueva antología personal, Club Bruguera, Barcelona, 1980, p. 81).
Ese cuadro tiene vocación de comodín. Es “capaz de cualquier forma” porque no es –y entonces no está atado a– ninguna (si es cierto que se es algo renunciando a ser cualquier otra cosa). No es un transformista, como el impostor Alkazar, que tiene una “verdadera forma” debajo de las cinco que finge tener. El cuadro prometido no tiene una forma desde la que se pueda transformar: no es, salvo por alguna licencia retórica; sin sentidos figurados, sólo puede ser. A la inversa, Cornelio Agrippa, un inmortal, el transmigrador Pitágoras y un bimestral babilonio han sido (o pretenden terminar de ser) todo lo que se pueda ser: persiguen (o han alcanzado) el agotamiento de las variantes, el realizar todas las posibilidades. El cuadro prometido del pintor muerto no llegó (ni llegará) a realizar ninguna. Este cero es el reverso de aquel todo. En la indeterminación pre-real que lo encierra es donde el cuadro puede soñar para siempre con cualquier forma, aprovechando que ya nunca llegará a existir para tener una. Volviendo a la distinción de Schopenhauer, puede desear ser todo, antes de querer ser algo, antes de arriesgar resolviendo ser algo y renunciando al resto, cosa que nunca sucederá. (Y parece que aun si se pudiera querer ser y ser no de cualquier forma sino de todas, apenas lograríamos “una fatigosa manera” de no ser.) La potencialidad ilimitada que hace del cuadro un “unending gift” es un total de posibilidades no realizadas; las hiperrealidades del jardín de senderos que se bifurcan y de la Biblioteca de Babel son un total de posibilidades realizadas, en existencia.*
«No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total;1
Lo repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún libro es también una escalera, aunque sin dudas hay libros que discuten y niegan y demuestran esa posibilidad y otros cuya estructura corresponde a la de una escalera.»
En esa reducción que hace Borges del universo posible de eventos a una novela (o del universo posible de libros a una biblioteca), lo posible no tiene que ordenarse para existir. No tiene que pasar por ese rito de iniciación que es realizarse, ahí donde posibles alternativos ya no podrán hacerlo, y engarzarse en uno o más hilos de acontecimientos, pasar a integrar una historia dejando a sus contradictores en el mundo de las hipótesis y fantasías sobre lo que pudo haber sido y no fue. En esta coexistencia universal de eventualidades, no hay dirección que no se tome, no hay cambio ni permanencia que no se adopte en cada turno de juego.
2.
«...todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto.»*
Como observó en una clase de análisis literario Nicolás Gómez Ivaldi, el título de uno de los libros, Axaxaxas mlö (rastreable en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”: «Surgió la luna sobre el río se dice hlör u fang axaxaxas mlö»), usa un signo más, uno no enumerado: no es lo mismo una “o” con diéresis que una sin; lo mismo vale para las otras vocales (en algunas lenguas, como el español) o para las otras letras, sean vocales o consonantes (recordemos que en la Biblioteca están todas las lenguas). En el primer caso, el número de «elementos iguales» se elevaría a 30; en el segundo, a 47. Errar es humano.
En “La Biblioteca de Babel” (Jorge Luis Borges, Ficciones, Emecé, Buenos Aires, 1994, p. 117).
El espacio se computa como un elemento más en el cálculo de combinaciones que llenan la Biblioteca. (Postdata del 22-10-2010: En el ya icónico mensaje «Estamos bien en el refugio los 33», los espacios aportan 6 de los 33 caracteres que contamos con morbo cabalístico –verosimiliza bastante esa cuenta el hecho de que habría sido la misma que habría llevado a cabo un celular si eso hubiese sido un SMS o un tweet.) Pero el espacio es cualitativamente diferente de los otros 24 elementos. Las dos relaciones que lo distinguen y caracterizan son una diferencia y una similaridad con un comodín (el del chinchón, por ejemplo). A diferencia de un comodín, acá el espacio en blanco no puede hacer de cualquier letra o signo de puntuación, sino exactamente de ninguno. Pero al igual que un comodín, puede hacer juego con cualquier letra o signo de puntuación (con salvedades, para el naipe: no puede integrar un chinchón ni un juego donde ya esté el otro comodín). Fuera de estas restricciones, un comodín puede hacer juego con cualquier carta porque puede ser (o hacerse pasar por) cualquier carta: siempre puede ser (y sólo puede ser) una carta que existe, no tengo y me falta. El espacio en blanco puede hacer juego con cualquier letra o signo de puntuación, pero por una razón (o con una circunstancia) inversa: no puede ser ninguna letra ni signo de puntuación, que así es como queda en blanco. Me interesa pensar cómo es que esta doble negación es significativa, por qué el vacío que genera hace juego con signos contantes y sonantes.
En conjunto, la composición del epígrafe es piramidal: el punto separa oraciones (del mismo párrafo o de distintos); la coma separa bloques dentro de una oración; dentro de cada bloque, las letras se juntan en palabras, que son los primeros bloques; y lo que hace el espacio es separar palabras, o sea, limitar y delimitar esos bloques primarios, esos rejuntes, pero de un modo particular: sin que importe qué combinaciones presenten. Si eso importara, podría haber hasta tantos signos de separación como vecindades entre bloques, y en sus dos ordenamientos posibles. Habría un signo, por ejemplo, para la vecindad entre una o y una efe (se me ocurre un “ejemplofácil”), y otro para la de una efe y una o (“offone”, por ejemplo, como en “Unfair terms are like the Hydra: cut off one head and others grow in its place”; o como en “We risk pursuing a particular point to a degree of accuracy that is unnecessary and thus cutting off one's nose to spite one's face”). Como eso no importa, hay un solo signo de separación para todas las vecindades posibles, lo que equivale a decir que la separación no necesita la explicitación de ningún signo, que ya esa falta relativa es suficientemente significativa. Veamos por qué.
3.
Si vemos los espacios como lugares vacantes, al modo de la foto del epígrafe, nos contentaremos con describir que un espacio puede albergar o bien una letra, o bien un signo de puntuación (espacios no vacíos) o bien ni una letra ni un signo de puntuación (espacios vacíos). Pero si aceptamos que esta ausencia doble es significativa, podemos hablar del espacio (vacío o en blanco, ahora el único y sobreentendido) como una tercera clase de signo: la clase de los separadores. Se diferencia de la clase de las veintidós letras y de la clase de las dos puntuaciones en que es una clase unitaria: el único signo de separación que usamos es ese espacio vacío hecho por esa diferencia pura, por esa negación doble.
Esto no significa que esa clase unitaria de separadores sea la única que pueda haber. La homogeneidad del vacío puede ser relevada por la de un signo de separación igual de específico pero positivo, pero por no más de uno: por caso, el punto alto (“·”) en el modo de visualización de un documento de texto en el que se muestran los caracteres no imprimibles. Resumiendo y reiterando, eso es ser lo más inespecífico posible: para separar cualquier combinación de vecindades no puede recurrirse a más de 1 signo de separación (un separador para todas, no tantos como colindancias); sí a menos, o sea, a ningún signo manifiesto. De los dos valores, la economía de Ockham aconseja el segundo: ¿a qué introducir en el juego un signo de separación si dice tanto como lo que ya diría su ausencia, el mero vacío o espacio en blanco? (Esto también vale para los signos de interrogación en los carteles donde debería haber un nombre de calle; como observó Luz, lo mismo habría sido dejarlos sin nada, que con eso ya se significaba que faltaba pintarles o definirles el nombre a esas calles de Londres.)
5.
«Más pequeños y más simples que las bacterias, los virus no están vivos. Cuando están aislados son inertes e inofensivos. Pero introdúcelos en un anfitrión adecuado y empiezan inmediatamente a actuar, cobran vida.»
Bill Bryson, Una breve historia de casi todo, Del Nuevo Extremo, Buenos Aires, 2007; p. 378.
Para terminar, ajustemos la caracterización de un comodín viendo algunas otras cosas que se comportan igual. Hay cuerpos celestes que emiten luz, como las estrellas, y cuerpos opacos, que sólo la reflejan (como la luna o los planetas). Sustituyamos luz por información de persona, tiempo, aspecto y modo y de un lado tendremos las formas conjugadas de un verbo castellano, que la emiten, y del otro las infinitivas, que la reflejan. El infinitivo y el gerundio de un verbo, por ejemplo, adoptan la información que da el verbo conjugado con el que se relacionan: el sujeto (que pueden tomar del sujeto del verbo, como en “Quiero [yo] tomar [yo] un licuado”, o de su destinatario, como en “Te recomiendo [a vos] dormir [vos]”); la orientación temporal (eso identifica el tiempo verbal); el aspecto del evento (perfectivo o imperfectivo: evento acabado o en desarrollo –sea en un presente, en un pasado o en un futuro–); la modalidad enunciativa (aseverativa, conjetural o concesiva, hipotética); y el tipo de acto verbal desarrollado (los derivados del saber y los derivados del desear, para apurar una división básica entre los modos Indicativo y Subjuntivo). El canto de “X está cantando” es presente y está abierto, y su sujeto es el mismo X del conjugado está; con la misma agencia, el canto de “X estuvo cantando” es pasado y está cerrado. La vuelta de “Me gustaría volver a Londres” (que presupone un “...si pudiera”) es tan hipotética como el gusto que provoca. La misma vuelta se convierte en pasada y aseverada si debe “reflejar” un gusto pasado que se afirma (no que se supone o se imagina), como en “Me gustó viajar a Londres”. Es impreciso decir que estas formas opacas son modal, temporal y agencialmente indefinidas (e incluso indeterminadas, que es mejor); más preciso creo que es decir que “reflejan” la modalidad, temporalidad y agencia del verbo conjugado con que se vinculan. No tienen ninguna y pueden asumir cualquiera, como un comodín puede hacer de cualquier carta gracias a que no es ninguna definida (o sea, a que no emite información de número y palo, en el mazo español). Los infinitivos y gerundios y los comodines sólo son indefinidos antes (o fuera) de la relación con las formas verbales y las cartas que emiten la información que ellos reflejan, como un virus es inerte sólo antes (o fuera) de la relación con el organismo que lo hospeda.
«...el silicio tiene valencia 4, igual que el carbono. ¿Puede haber vida basada en el silicio? Es difícil. Empezando porque el silicio no forma cadenas ni redes consigo mismo. Es un átomo demasiado grande para poder formar ese tipo de estructuras. Lo más parecido son las estructuras con oxígeno como unión entre dos átomos de silicio; se forman así cadenas y redes tridimensionales de gran tamaño, pero el resultado es casi siempre una roca.»
«Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo, y más la piedra dura porque esa ya no siente, ...»
Primeros versos del poema “Lo fatal”, de Rubén Darío.
Si quisiéramos negarle a Darío el manejo de una paradoja o usarla para impugnarlo, nos pondríamos a decir que mal puede ser dichoso el árbol, que es apenas sensitivo, y menos aún la piedra dura, porque ésta ya no siente. Si no, simplemente nos limitaríamos a entender que una envidia lóbrega le proyecta a la piedra dura la blandura de una dicha ganada en mérito de esa misma dureza, y en las antípodas de la blandura doliente donde se fantasea con una insensibilización (al menos, donde se festeja una insensibilidad). Esta vez me interesa ese proyectarle a la piedra una emoción, no la paradoja que luce. De la serie que inaugura, es la proyección que involucra más presuposiciones.
4. Indagación
«¡y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos!...»
Últimos versos del poema “Lo fatal”, de Rubén Darío.
Del documental Saturno (Planet Science - Saturn's secrets).
Si esa piedra, además de ser, llegase a saber algo, ese algo sería antes que nada la diferencia entre lo que es y lo que no es ella, el discernimiento de alguna multitud de cosas y el reconocimiento de sí en esa multitud. Un distinguirse de lo otro y una separación de sí: el yo sabe que para aquellos de los que se diferencia al ser, los otros, es un otro entre otros. (Cada yo tiene de distinto lo que el conjunto de lo otro tiene de variado.) Recién entonces la piedra, como cualquiera, puede preguntarse de dónde viene, a la vez de poder elaborar emociones y a la vez o después de poder hablar, que viene después de poder moverse motu proprio (excepto si es una piedra parlanchina). Me muevo, hablo, indago y siento, luego existo.
3. Habla
“Las rocas hablan. Sólo que ahora no se comunican con nosotros porque están enojadas con la humanidad.”
Escuchado en un programa new age de TV de mediados de los 90.
Hablar no es la única virtud de discreción absoluta que se le ha atribuido a las piedras. Pero a diferencia, por ejemplo, de la virtud de espantar tigres, que es instrumental, la de hablar es subjetiva: si no es como el habla mecánica de un loro, es signo (como que es producto) de una inteligencia y una autonomía relativa, una conciencia alojada en una roca inerte igual que en un cuerpo con vida, sea humano, animal o vegetal. (En esta mitología, todo puede comunicarse con todo como los hombres entre sí; en esta proyección, las rocas son humanos disfrazados.) Pero acá, en rigor, el habla es una facultad en estado latente de las piedras, no un hecho manifiesto. El hecho que se nos dice que hay es inaudible. La coartada que explica que no las podamos escuchar, un enojo duro y unánime, las dota de una conducta igual de humana que hablar: ofendidas, las piedras callan.
2. Movilidad
“Piedra que rueda no junta musgo” (“A rolling stone gathers no moss”)
Anónimo
El acróbata Santin Vanzella haciendo equilibrio en la piedra movediza de Tandil (foto de Pedro Momini publicada el 5 de mayo de 1900 en la revista “Caras y Caretas”).
No hay nada personal ni animado en que una piedra ruede por una pendiente, si no lo hace a una velocidad anormal; lo habría en que lo evitara, y más aún en que repechara la pendiente. Lo hay también –está sugerido– en la arena movediza, que en las películas parece tragar a sus víctimas. Igual de sedentaria pero oscilante, la “piedra movediza” de Tandil también lleva metida en su nombre la mirada animista que la ve moverse como si lo decidiera o controlara, como si tuviera –otra vez– autonomía para interactuar con su medio, para tomar iniciativas o reaccionar. Tenemos un ojo puesto en esa sugestión (entre deseada y temida) y otro en su realidad mineral conocida, que es como consumimos una ficción (cuando no la confundimos con la realidad, cautivos de una ilusión poderosa, o cuando no sucumbimos a delirios identificatorios). Otras sugestiones son más instrumentales que animistas: a la “piedra musical” de Tilcara hay que percutirla para que suene (así); la piedra movediza, en cambio, inducía a la sospecha incrédula –la sensación– de que actuaba por sí misma, de que hacía equilibrio como hizo sobre ella el acróbata italiano Santin Vanzella (que seguramente ya vendría haciendo equilibrio sobre otros equilibristas en el Circo Raffetto, pero nunca con unos 299.930 kilos de diferencia con –por suerte– el de abajo). La enorme desproporción entre la mole y su exiguo punto de apoyo le da a su hacer, como el de cualquier equilibrista, el carácter de un evitar, con apariencia de hazaña o milagro.
1. Reproducción y alimentación
«En zonas de la Antártida donde apenas crece otra cosa, puedes encontrar vastas extensiones de líquenes (400 tipos de ellos) devotamente adheridos a todas las rocas azotadas por el viento. La gente no pudo entender durante mucho tiempo cómo lo hacían. Dado que los líquenes crecen sobre roca pelada sin disponer de alimento visible ni producir semillas, mucha gente (gente ilustrada) creía que eran piedras que se hallaban en proceso de convertirse en plantas vivas. “¡La piedra inorgánica, espontáneamente, se convierte en planta viva!”, se regocijaba un observador, un tal doctor Hornschuch, en 1819.»
Bill Bryson, Una breve historia de casi todo (Del Nuevo Extremo, Buenos Aires, 2007; página 400). El regocijo del tal Hornschuch se disuelve en la continuación de la cita.
«Una inspección más detenida demostró que los líquenes eran más interesantes que mágicos. Son en realidad una asociación de hongos y algas. Los hongos excretan ácidos que disuelven la superficie de la roca, liberando minerales que las algas convierten en alimento suficiente para el mantenimiento de ambos. No es un arreglo emocionante, pero no cabe duda de que ha tenido mucho éxito. Hay en el mundo más de 20.000 especies de líquenes.» [Continúa...]
Es sabido que las fantasías transgresoras se excitan ante las declaraciones de intransgredibilidad («“No inflamable” no es un desafío» es la frase que tiene que repetir Bart en el pizarrón de la apertura del episodio 17 de la temporada 11, “Bart to the Future”). Y entonces proliferan en la literatura (y afines) cruces y contrabandos entre, por ejemplo, la ficción contenida y la cotidianidad que la contiene, o entre el sueño y la vigilia (recuerdo la flor de Coleridge que recuerda Borges), o entre lo inanimado y lo animado (Frankenstein o el Golem), etc. O proliferan en las imaginaciones filosóficas paradojas más elegantes que rigurosas, que son superaciones triunfantes de principios restrictivos, como el de no contradicción. (Mientras estas paradojas son el relato del cruce de un límite, las tan o más rigurosas que elegantes son el retrato de un ser o un estar en un límite de series convergentes contradictorias o de una resta de rasgos definitorios.)
En el imaginario de las ciencias naturales, los cruces entre zonas incomunicadas, como las de lo inorgánico y lo orgánico, suelen tomar o bien la forma de una metamorfosis de algo corpóreo, o bien la forma de una alquimia o manipulación de los elementos de algo corpóreo, para rediseñarlo a gusto. Bajo la primera forma, la espontánea metamorfosis de la «piedra inorgánica» en «planta viva» que el tal Hornschuch infirió de su observación de los líquenes, ante la “evidencia” de que no tenían de dónde alimentarse ni cómo reproducirse, hace de estos procesos los requisitos mínimos para la vida corpórea, sus diferencias necesarias y suficientes –su divisoria– con lo inerte. El cruce que Hornschuch festeja en la dirección inversa que Darío, ¿no presume que la planta, el único o el primer vecino a devenir que encuentra la roca en su aventura orgánica, es la forma más básica de vida, que precisamente es la que se reduce a las funciones más básicas de alimentación y reproducción? En especificaciones subsiguientes vendrán la movilidad, el habla, la indagación y la emoción, una trama piramidal de funciones que en la cúspide identificamos con lo humano.
Bajo la segunda forma, notemos que el saber actual de la Biología que corrige a Hornschuch es contemporáneo del saber químico que en el epígrafe general del ensayo le hace un casting al silicio para el papel alternativo de elemento conformador de vida, que tan bien representa en la Tierra el infaltable carbono de todo compuesto orgánico. Luego de una breve postulación, el epígrafe se ocupa de dar las razones del rechazo del postulante, cuya mejor performance alcanza para hacer una roca. Pero lo que para el conocimiento de la Química su elemento no puede, la roca lo logra en creencias (de la new age o de mitos más antiguos y menos laicos) y en ficciones artísticas.
Respecto de la vida y la conciencia, no hay distancia (u otredad) mayor para un ser humano que una piedra, muy detrás de plantas, insectos y animales. De ahí tal vez que uno de los más temidos terrores imaginables sea el de una petrificación, como sufrió la desobediente mujer de Lot, y que uno de los milagros más deseados o agradecidos sea el de una metamorfosis inversa, como sucede con la perfecta Galatea (la escultura de Pigmalión que cobra vida) y con las piedras que tiran a sus espaldas Deucalión y Pirra para repoblar la Tierra devastada por el diluvio griego. Y de ahí también –supongo– que nos resulte tanto más extraño y fascinante creer animada e intencionada por naturaleza (ya no por metamorfosis) a una piedra, como cuando la escuchamos callar, la vemos hacer equilibrio o trasladarse, o la imaginamos reflexionar o emocionarse (o sea, como cuando la humanizamos en algún grado).
Se aleja de lo mineral el que una piedra se reproduzca o se alimente, y más todavía el que se mueva sola (junte o no musgo), y aun más el que lo haga sin caerse si está apenas apoyada. A este alejamiento lo siguen en magnitud el que una piedra hable (o calle), el que indague sobre su origen, y el que (“aun así”, agregaría Rubén Darío) sea dichosa. Dime de qué y cuánto te alejas y te diré qué eres.
A casuales 636 días del comienzo de Zambullidas, espero no haber olvidado ninguno de los blogs de ayuda de los que tomé los códigos para diseñar este sitio (las modificaciones en la plantilla Minima Ochre, casi todos los gadgets de la barra lateral, las definiciones de estilo en CSS, códigos de html en las entradas, etc.). En todo caso, los blogs de esta lista son los que más he consultado y a los que más agradezco: