A la izquierda, X; a la derecha, Z. El orden de Z, que rearma la secuencia en que se compone la tercera parte de la versión fílmica de “El Señor de los anillos”, es cronológico y ascendente: primero, el libro 2 con su (segunda) mitad; después, el libro 3 (sabiendo o sobreentendiendo que la primera y la segunda parte se hicieron cargo del libro 1 y de la primera mitad del 2 –en ese orden). El orden de X, en cambio, es cuantitativo y descendente: va del entero («todo el libro 3...») a la fracción («...y la mitad del 2»).
A X sólo le interesa comunicar cuánto abarca de cada libro utilizado la tercera parte. Hacerlo implica cambiar naturaleza y dirección de la secuencia en juego, sin buscarlo y tal vez sin tenerlo presente. Como sea, X sobreentiende que la saga de “El Señor de los anillos” no altera el orden en que los sucesos se disponen en los libros de Tolkien.
Z, que no vio (al menos) la tercera parte, duda entre entenderlo así o entender que el director tuvo la audacia o la ocurrencia de alterar ese orden. No es un experimento inverosímil –tal vez ya ni siquiera sorprendente– para el cine actual, pero igualmente Z se inclina por lo primero, sólo que para llegar solicita que le den un pequeño empujón. Redundo: Z piensa que debería quedarse con el orden cronológico inverso al dado por X, que pretendió hacerlo sólo cuantitativo; pero antes de encarar o de cerrar la inversión de los términos, que es un trabajo, Z necesita asegurarse. (“La tuya es una fracción de duda, no una duda entera”, le diría X; más que indagar –es decir, buscar información–, Z pide confirmación.)
Para sobreentender lo que sobreentiende, X necesita suponer que se puede saber cuánta experimentación narrativa cabe esperar de una saga o de una película que no se ha visto, o sobreentender que es tanta como la de cualquier otra que se haya visto (a su favor, no es un promedio muy alto).
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