- «Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero.»
«En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes.»
“Funes el memorioso”, de J. L. Borges.
El experimento
Imaginemos que ponemos a Funes a escuchar un cuarteto vocal (con algo más moderno que un fonógrafo). Luego, le pasamos el mismo tema pero editado de modo que no suenen dos de las voces. Si Funes sincroniza su evocación de las dos voces silenciadas con la audición en directo de las otras dos, no podrá distinguir entre las que está percibiendo y las que está recordando.
En rigor, con el mismo resultado podría incluso ponerse a evocar las cuatro: dos también las estaría escuchando, pero no con mayor nitidez con que las estaría recordando (¡maaarrche otro solapamiento perfecto!).
El análisis. Toma 1
Es un buen momento para entrar en precisiones. Por ejemplo, volvamos al primer corolario hipotético del experimento, para matizarlo: nuestro Funes diletante no podrá distinguir por su contenido (o por su aspecto, apariencia, manifestación, composición, definición o como se lo prefiera llamar) entre las voces que está percibiendo y las que está recordando, si ambas cosas las hace a la perfección, sin desperdicio. Pero esa identidad no es la única relación en juego; todavía las podría distinguir por sus diferentes tiempos (lo escuchado va en simultáneo, o casi, mientras lo recordado va en diferido y siempre viene después) y/o por sus diferentes locaciones o procedencias (lo escuchado reside o se elabora en la percepción; lo recordado, en la memoria).
Redundo. Si el escuchar como recuerda y recordar como escucha le impide a Funes saber si está haciendo una cosa o la otra, es que no ha podido retener las diferencias que esos hechos presentan entre sus coordenadas identificatorias (situacionales: sus direcciones), o sea, entre sus rasgos de evento necesariamente distintivos (cuándo y dónde se hace una cosa y la otra).
Por un lado, no sé si el “olvido” de estas diferencias es la causa o es el efecto de la ilusión de mismidad que puede crear la otra identidad, la que existe entre los contenidos o la composición de una percepción y un recuerdo perfectos, infalibles; como sea, ese olvido y esa ilusión son solidarios. Por otro lado, nada se puede saber de esos datos distintivos escudriñando y comparando internamente las voces a las que se aplican, analizándolas, cartografiándolas; son meta-datos, informaciones sobre la existencia y la ocurrencia de esas voces, que por lo demás son idénticas (en razón, insisto, de ser igual de escuchables que de evocables –igual de registrables que de reproducibles–, y de serlo en grado absoluto).
Antes de seguir, permutemos voces por archivos, para volver a la comparación más útil que se me ocurre para hablar sobre lo mismo y lo otro o lo idéntico y lo diferente. Dos archivos de texto pueden tener la misma cantidad de caracteres, pueden incluso tener los mismos caracteres, y pueden también tenerlos en el mismo orden; en resumen, pueden ser archivos de texto idénticos. Pero nunca pueden tener el mismo nombre completo al mismo tiempo: es decir, la misma dirección, el mismo path o ruta de acceso, la misma ubicación en la misma unidad de almacenamiento. (En tiempos diferentes, sí, como cuando restituimos un archivo de la Papelera de Reciclaje.) Esa imposibilidad, que define un principio de mismidad, produce una diferencia irreductible, referida al evento de una existencia (la de un archivo o una voz, por ejemplo) o incluso de una inexistencia o afín.*
El análisis. Toma 2
- «Ahora su percepción y su memoria eran infalibles. [...] Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho.»
“Funes el memorioso”, de J. L. Borges.
Alcanzadas una y otra infalibilidad, no se percibe algo de un modo mejor (con una precisión mayor) a como se lo recordará. De ahí que, sin filtro y sin pérdida, esa reconstrucción de un día de experiencias acabe siendo una duplicación, como un globo terráqueo de tamaño natural (o un mapa mundi que recubra el planeta, a diferencia del mapa de Inglaterra que Royce imagina a la misma escala 1 a 1 pero ocupando una parte del territorio a cartografiar, lo que lo abisma autorreferencialmente).
Para alcanzar la ilusión de que lo que se escucha y lo que se recuerda son lo mismo, para que cabalmente el duplicado no se distinga de lo duplicado (ausente –la experiencia es pasada– o presente –la experiencia es simultánea al recuerdo de una experiencia idéntica–), Funes necesita ignorar u olvidar los meta-tags que los distinguen, que de uno informan que es una percepción y del otro que es un recuerdo, y que los data inequívocamente (como se datan las nubes australes de un amanecer y la espuma que levantó un remo).
Son los mismos meta-datos que Funes puede necesitar no olvidar para poder hacer comparaciones, según entre qué: necesidad mínima, si las hace entre recuerdos disímiles y distantes, como los del segundo epígrafe; máxima, si quiere hacerlas entre una experiencia en curso y el recuerdo en desarrollo de una experiencia idéntica. Y a la inversa: si a éstos Funes no los pudiera diferenciar y comparar, siquiera para decir que son idénticos, se le impondrían indiscernibles: para su inteligencia o comprensión serían una y la misma cosa. (Una respuesta así fracasará en aquellas situaciones donde ese discernimiento ahorrado sea decisivo, donde esa confusión resulte perjudicial, tal vez incluso letal –como las que hacen mérito para un premio Darwin.)