1.
X bajó del colectivo pensando en las compras que tenía que hacer. Antes de pasar por el supermercado, decidió comprar un paquete de pastillas de menta. Vio una esquina que tenía un quiosco de barrio, a una cuadra de donde se había bajado. Era uno de esos quioscos montados en el cuarto de una casa con ventanas que dan a la calle. Adentro no había nadie, pero encontró un cartel, escrito a mano, que decía: “Toque timbre”. Tocó. La espera pareció más larga de lo que fue porque se llenó de anticipos que tampoco fueron.
Conociendo su timidez hasta para el más trivial de los intercambios sociales, al momento de tocar el timbre X había terminado de ensayar mentalmente las líneas que diría. Sin otra cosa que hacer más que esperar, pasó a necesitar que apareciera alguien para decírselas de una vez. Abarcaban, imaginaba, las alternativas más probables de la escena. El escenario era éste: hacia la derecha, al fondo del cuarto hogareño devenido en quiosco, se veía una puerta abierta y un interior iluminado; por ahí, se suponía, en un rato haría su ingreso el vendedor, más apurado cuanto más demorado (X iba recalculando ese apuro, pero uno propio le distorsionaba la percepción de esa demora). Puso furtivamente su atención en la puerta, que vigilaba de reojo, mientras apuntaba su mirada al frente, detrás del mostrador, en el sitio vacante en que iría a colocarse el vendedor.
Tal vez la excesiva previsión hizo que lo que finalmente ocurrió le resultase aún más sorprendente. En lugar de ver venir a una persona por donde la esperaba, ahí donde la esperaba más tarde vio surgir repentinamente de abajo del mostrador a un perro setter bien erguido, que no abrió la ventanita redonda del quiosco pero que se lo quedó mirando a X fijo, atento, paciente. Si responderle todavía no había dejado de parecerle absurdo, no hacerlo ya empezaba a parecerle una descortesía. Sintió o temió lo que había entendido que sentía la muy educada Alicia en el País de las Maravillas, donde seres extraños se turnaban para bardearla. Consideró pedirle al setter un paquete de pastillas de menta, y tal vez estuvo a punto; tal vez ya estaba preparándose para hacerse escuchar a través del vidrio.
En el libro de Carroll, Alicia despierta de un sueño. En la esquina de Floresta, la aparición de una figura humana por el lugar que la atención de X había abandonado rompió el hechizo e hizo regresar el mundo a sus costumbres más conocidas.
2.
“El misterioso viaje de nuestro Homero” (T8E9)
Cuando me voy durmiendo con música, a veces sus evoluciones (melódicas, armónicas, rítmicas, tímbricas, etc.) se van metamorfoseando en personajes y argumentos del primer sueño. Esto no lo recordaría si la inmersión onírica continuara, si no se interrumpiera prematuramente, y tal vez con un fade-out simétrico al fade-in que dibujó hasta ahí. Cuando algo me hace regresar así de un sueño incipiente, personajes y argumentos desandan sus metamorfosis y vuelven a ser flujos sonoros (o yo vuelvo a escuchar música).
A la salida de los dos largos sueños de Alicia pasa algo similar: en el primero, los naipes voladores son hojas caídas del árbol bajo el que despierta; en el segundo, su gata Kitty regresa de ser la Reina Roja que ella sacude. A la salida del misterioso viaje, nuestro Homero comprueba que «el desierto era una trampa de arena y esa loca pirámide era sólo un anuncio y ese coyote que hablaba era un triste perro que hablaba». En su trance de extrañeza, X anduvo por la zona de frontera y mezcla entre realidad e ilusión, como entre vigilia y sueño Alicia, Homero y a veces yo.