Si alguien dijera
No me gustan los boliches que discriminan,estaríamos tentados a completar mentalmente
...sino los que no discriminan.Así entendida la frase, nadie pensará que no la contradice el gusto por un boliche discriminador, aunque sea un caso aislado, una excepción. Peor si de uno pasan a ser algunos los boliches que discriminan y le gustan. Y peor, de un modo ya insuperable, si todos los que le gustan resultan ser boliches que discriminan.
Pero esos gustos podrían no ser incoherentes si la frase tuviera otra continuación, como la que dio una chica entrevistada por TV sobre el tema:
No me gustan los boliches que discriminan.Esta continuación cambia el tema de la charla. La chica ya no habla de los boliches que discriminan (para decir que no le gustan), sino de los boliches que le gustan (para decir que discriminan). Que todos los boliches que le gustan discriminen no significa que todos los boliches que discriminan le gusten; bien puede haber boliches que discriminen y que no le gusten. Pero que no se implique eso no significa que se implique que no pueda darse el caso; aunque no sea algo obligado, bien puede resultar que todos los boliches que discriminan le gusten. Lo seguro es que le gustan sólo boliches que discriminan, sean algunos o todos. (Ni siquiera podemos asegurar que su gusto tenga esa homogeneidad porque sigue una ley a la perfección o porque de casualidad se dio así y se trata apenas de un dato contingente.)
Pero los boliches que me gustan, discriminan.
Entonces, o bien le gustan todos los boliches que discriminan o bien no todos pero sí algunos (que son todos los que le gustan). En cualquier caso, no le gustan porque discriminen, cosa que acepta que hacen, sino por alguna otra razón que no aclara. El hecho de que discriminen es un rasgo que comparten los boliches que le gustan, no un requisito que deben tener para gustarle, parece decir. El juego es convencer (hacer creer) que eso que uno rápidamente ve como la razón de la preferencia en realidad es un rasgo nada decisivo, meramente presente y casual. El cargo motivo del gusto sigue vacante, si concedemos que no lo ocupa la discriminación que practican esos boliches preferidos.
Pero aun concediendo que éstos no le gusten en razón de que discriminan, es difícil pensar que no le gustan por lo que consiguen discriminando, es decir, por la limpieza u homogeneidad que la cliente premia con sus gustos. Esos efectos de delirios higiénicos no pueden tener la inocencia que tampoco tiene la acción que los produce. No debería engañar a nadie una acción disfrazada de su efecto (salvo quizás a los que se enroscan en los excedentes de vueltas de tuerca). El desenmascaramiento es expresado en una de las dos reacciones más comunes que escucho cuando cuento la respuesta de la chica y su pretensión de andar haciendo distinciones sutiles: “¡Pero si es lo mismo!”. El deslinde pretencioso se vende como el traje del emperador, que hay que ser tonto o indigno para no verlo. La imputación es intimidatoria, pero para muchos el escepticismo es mayor y reaccionan insistiendo –sin ironía– con la evidencia que se intenta camuflar, como la de la desnudez del emperador.
Más difícil es pensar que a la chica siempre le gustan justo boliches que discriminan, como si esta costumbre y esa ponderación anduvieran por ahí meramente coincidiendo. De esta dificultad da cuenta la otra reacción más escuchada, la escéptica e irónica “¡Sí, claro, mirá qué casualidad!”.
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