Promesas




Con el tero la ono­ma­to­pe­ya llega a ser nom­bre de es­pe­cie. Se sabe que can­tan tero-tero lejos del nido, se in­ter­pre­ta que para des­pis­tar. Sobre un en­ga­ño si­mi­lar nos ad­vier­te el dicho Res, non verba (La vaca no habla, tra­du­jo con gra­cia uno). Hace poco soñé que le decía a al­guien una va­rian­te del re­frán: “Las fra­ses sue­nan; los he­chos ha­blan”. En esta ima­gen de una in­sin­ce­ri­dad, las fra­ses pue­den ser como los teros, que no sue­nan donde pu­sie­ron el hecho.

Un es­fuer­zo fí­si­co es uno de los even­tos que en las his­to­rie­tas tie­nen su ono­ma­to­pe­ya. A ries­go de estar for­zan­do un pa­ra­le­lo, las pro­me­sas –las que cues­ta cum­plir, si no son todas las que hay– son las ono­ma­to­pe­yas de un es­fuer­zo de vo­lun­tad. Pro­me­ter es com­pro­me­ter­se a hacer ese es­fuer­zo y ofre­cer este com­pro­mi­so como ga­ran­tía de que uno lo hará a pesar de no ser algo que haría por gusto ni por pa­sión ni por amor ni por nin­gu­na otra forma de ini­cia­ti­va pro­pia (im­pul­so por el que pa­sa­ría­mos de ser ofe­ren­tes a ser desean­tes o de­man­dan­tes de esa rea­li­za­ción).
El que pro­me­te se obli­ga, y obli­ga­do no es ca­ri­ño, como dice la Ochío (abue­la de Paz), como si di­je­ra: Yo quie­ro que me quie­ran, no que me cum­plan.

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