Dios mío, haz que pesque un pez tan grande que cuando lo cuente no tenga necesidad de mentir.
De un banderín, con el título “Plegaria del pescador” y el dibujo de un pescador mintiendo hazañas y tamaños.
El hecho de que eleve una plegaria habla de las ganas que tiene el pescador de pescar un pez que le quite la necesidad de mentir, no del umbral de esa necesidad. Si sucediera, su conversión en un narrador veraz podría estar hablando más del tamaño de sus pretensiones que del tamaño del pez pescado, al revés, o igual. El tamaño del pez que puede hacer que uno “no tenga necesidad de mentir” no es el mismo para todos. Aunque se mueva en un rango esperable por frecuente, varía según con cuánto se satisfaga cada uno o cuánto considere suficiente para empezar a sentirse orgulloso y conversador. Y esto a su vez depende de cuánto pueda ver y cuánto imaginar. (Por ejemplo: si no puedo imaginar algo que sea más grande que lo que veo, no puedo mentir exagerando –o sea, hacer pasar lo que exagero imaginando por lo que estimo mirando.)
Con pretensiones altas, el hecho de que un pez real compita con éxito en cuestiones de tamaño con un pez fantaseado habla de una magnitud generosa. Pero ese pez, podríamos creer, podría ser todavía más grande, tanto que cuando lo cuente no tenga posibilidad de mentir; esa sí sería una magnitud inexagerable. Concediendo una percepción y una imaginación de capacidades ilimitadamente adaptables, ese máximo sólo podría ser el de un tamaño inagrandable, el mismo que un teorema de Cantor nos hace descartar. Luego, si fuera por el pez, siempre será posible necesitar mentir.
La permanencia es tal vez la característica más disuasiva que tiene la muerte. Muchos haríamos la visita si nos garantizaran el regreso. Si la muerte no fuera (“tan”) permanente, podríamos tener una existencia intermitente; una muerte transitoria no sería más temible que un sueño profundo y reparador. Si ese egreso del permanecer muerto pudiera evitarse o repetirse a voluntad, la finitud pasaría a ser una decisión nuestra, no una fatalidad universal. Cambiaría lo que por ahora mejor nos define; cambiaría lo que somos, más allá de cualquier diferencia: unos que en algún momento van a dejar de ser definitiva y permanentemente.
2.
Esas “cosas peores que morir” son muertes sociales, como la pérdida del honor a la que se refiere el duelista inexperto, antes muerto que cobarde; o como el ridículo tan temido (también más que la muerte). La muerte literal, la que se protagoniza en carne propia, no se sufre (o, con mayor generalidad y precisión, no se experimenta); sólo se sufre el temor a que nos sobrevenga, y eso por lo permanente o irrevocable que es. En cambio, las muertes sociales, metafóricas como son, se pueden sufrir tan intensamente que se pierda toda esperanza de volver de ellas (como se dice del ridículo, entre otras gravedades perennes). Tal vez por eso se le teme más a un sufrimiento conocido que al fin de todo conocimiento y sentir. Las muertes sociales tal vez parezcan (o sean) peores porque son muertes lúcidas, experiencias lo suficientemente terribles como para volver deseable que se apague esa lucidez, ya sea muriendo (“Trágame, tierra”) o suspendiendo la conciencia (“Quiero dormirme y despertarme en 100 años”).
3.
Navigare necesse est; vivere non est necesse” (Navegar es necesario; vivir no es necesario)
Ver Plutarco, Vidas Paralelas: Pompeyo, L (50, 2). O escuchar a Caetano Veloso y Chico Buarque en “Os argonautas”:
En una noche de acampe en el Sur, uno que tocaba la guitarra y cantaba dijo: “De repente hay más estrellas que cielo”. En una exaltación hiperbólica similar, algo a lograr u honrar (un sentido de vida, acá el de unos navegantes) puede verse más necesario que la vida misma donde se logra u honra. En el reverso de esa exaltación, algo a evitar (un deshonor imborrable, un bochorno infinito, un escarnio que no amaina: una muerte social) puede verse peor que la mera muerte. Tal vez no haga falta la exaltación para ver un sentido existencial más necesario que la vida que justifica, que hace necesaria; tal vez puede verse así sin exagerar. Basta que se considere que la vida no vale por sí misma, sino como medio u oportunidad para hacer lo que creemos que le da sentido (que es lo que nos da fuerza para hacer lo que creemos que le da sentido, que es...).
4.
La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, [...] nada es preciosamente precario.
Del cuento “El inmortal”, de Jorge Luis Borges.
Caballito, Buenos Aires.
De chico, en general a partir de una muerte cercana, uno se entera de que los otros pueden morir. En la progresiva culturización y socialización con que crecemos, vamos adquiriendo el saber de que uno, además de ser «preciosamente precario» y poder morir en cualquier momento, en algún momento va a morir, igual que todos. Todo lo que se hace tal vez se haga, en última instancia, para suspender ese saber y sus efectos sobre el hacer mismo, las consecuencias paralizantes que tiene el tener siempre de frente esa certeza, el no lograr hacerla a un lado o dejarla trabajando en segundo plano (el peor Zahir de todos). Para superar el límite que la vida no puede, está el sentido de la vida (o propósito o misión o plan, etc.), que también viene en formato laico.*
* Puede adoptarse un sentido sin tener que aceptar (ni creer ni necesitar ni desear) que nuestra identidad –y con ella nuestra existencia– sigue en otra parte y en otro estado o que reencarnamos en otros seres hasta alcanzar el desapego perfecto (extinguidas la preferencia –un deseo selectivo– y la necesidad –un deseo impuesto–, extinguido el temor a que no se nos cumpla ni se nos satisfaga, o sea, a frustrarnos). Puede adoptarse un sentido de la existencia finita que no ofrezca alguna trascendencia personal eterna (o sea, que no niegue ni relativice esa finitud), aun cuando incluya sucedáneos de esa inmortalidad nómade. Por ejemplo, un sentido que tenga la épica de una obra colectiva que nos sobrevivirá (nada peor ni tan difícil le puede pasar a uno con su salud existencial que sobrevivirle a su sentido de vida, como nos lo recuerdan los que se suicidaron por el fin de la experiencia soviética del comunismo y muchos enamorados súbitamente abandonados).
Algo así sólo es útil y creíble si nos sobrevive, si trasciende a eso que mueve; necesita durar más que la vida en la que presta servicio y ser lo suficientemente resistente para lograrlo, no como pompas de jabón y fragilidades afines. Sólo el sentido hace de lo precario algo precioso; de ahí que no le convenga ser a su vez precario.
Un libro sólo tiene personajes, no actores. Entre las preguntas que se hacen en un grupo de lectura, en general no figura “Che, ¿quién hace de Don Quijote en tu edición?”. Lo mismo vale para comics y películas de animación: nadie nos pregunta “¿Quién hace de Bart en tu revista (o en tu video, obviando a quien le pone la voz)?”. Esos personajes son identidades, no intérpretes de alguna identidad ajena, como son los actores.
2.
Imaginemos una sociedad que, por las razones que sean, hasta un momento reciente de su historia ha permitido hacer ficción sólo mediante animación, nunca con actores de carne y hueso. Sus ciudadanos no tenían permitido fingir ser lo que no eran, ni siquiera por razones artísticas.
Cuando finalmente las personas son autorizadas a interpretar personajes, el único verosímil de actuación lo dan los dibujos animados. Y entonces en el flamante teatro y en el cine renovado de esa comunidad vemos actores moverse como se mueven en la animación sus modelos dibujados (como sea que lo hagan: puede no ser mucho, por ejemplo, si lo único que se les mueve es la boca, casi como una historieta apenas intervenida; pueden tener una plasticidad mayor, pero caricaturescamente exagerada o también estereotipada; etc.).
2.1
Redundo y avanzo. Para ellos actuar es actuar como actuaban los únicos que podían actuar (o, en todo caso, hacer de personas). Si éstos eran realistas, será la imitación de una imitación lo que haga el actor humano. Si no eran realistas, los actores imitarán un estilo que no imita, que tiene su propio canon de actuación, con personajes que tienen gestos y movimientos no reconocibles en humanos, pero sí por humanos entrenados.
Para esa comunidad, no habría nada menos creíble que lo que llamamos una actuación realista ni nada más creíble que una actuación de dibujo animado. Nosotros tenemos los valores inversos, por lo que una actuación así nos resulta muy artificial para actores humanos, cosa que obviamente le perdonamos (e incluso le celebramos) al artificio del dibujo animado.
Por supuesto, es inútil prohibir lo que ya es imposible que ocurra. Por ejemplo: en una ruta, un cartel con 300.000 k/s de velocidad máxima pasaría de ser normativo a ser descriptivo, además de chistoso. Pero no es la única inutilidad prohibitiva.
2.
Una prohibición es una orden para inhibir una voluntad. La voluntad se mueve
desde
las certidumbres o confianzas de que es posible acertar a lo apuntado
hasta
los grises dudosos (podrían no serlo y formar otra categoría –cromática o de lo que se esté metaforizando con esos grises), con los que se padece la incerteza adicional de si todavía conviene apostar a que es posible el objetivo y suficientes los recursos.
El slogan con sermón voluntarista “Impossible is nothing” se dirige a esta zona grisácea: sin indicios para al menos creerlo posible (si lo supiera posible no habría necesidad de tanta arenga), incita a creer que sí es posible, que «imposible es sólo una palabra que usan los hombres débiles para vivir fácilmente en el mundo que se les dio...». Se hace ir a la voluntad al encuentro de una posibilidad perezosa, que dicen que sola tardaría más pero también llegaría (si lo logra, queda automáticamente demostrado que era posible lograrlo; si no lo logra, aún puede zafar de quedar refutado: tal vez pudo deberse a una insuficiencia de fe o de voluntad, no de posibilidad).
3.
Sin alguna apuesta de éstas, más o menos jugada, no se activa la voluntad. Luego, es inútil que se la quiera inhibir en los casos en los que no se activa: es prohibir lo que no tienta, por deseable pero imposible o por posible pero indeseable (para no hablar de prohibir lo imposible e indeseable, como la caminata por el ala de un avión en pleno vuelo –chiste al margen, el epígrafe muestra que puede bastar un cambio de contexto para que se alteren aquellas condiciones).
Mi primera experiencia de un concepto –que no es lo mismo que mi primer concepto– fue la frustración de no entender uno, de no ver ahí más que una palabra, no un sentido (como para el ciego de nacimiento la palabra rojo). Volvemos al drama de una palabra huérfana de referencia. Pero esta vez, en lugar de una hipótesis de sentido o una averiguación astuta, habrá una certeza equivocada sobre una sinonimia (que es también la igualdad de una definición). Clase de Ciencias Naturales, sexto grado (11 años). Para explicarnos el concepto de disolución, la maestra había puesto un terrón de azúcar en un vaso con agua. “Desaparece”, le discutí. Ella me corrigió: “No, no desaparece. Se disuelve”. Yo insistí, señalando el vaso y agregando sinónimos de desaparece (“deja de estar”, por ejemplo). Ella insistió, sin sinónimos, pero negando cada uno de los míos. Creo que también me pedía que no me dejara engañar por los sentidos (que era como decirme que mi capacidad de abstracción estaba verde). No recuerdo cuándo pude entender por qué decir que en ese vaso con agua se había disuelto el azúcar no era lo mismo que decir que había desaparecido. Ahí mi comprensión no llegaba al cambio de identidad (o de estado de una identidad), sino sólo a su mera pérdida (se queda sin ninguna: el terrón dejó de ser) o extravío (no sabe dónde está la que tiene, qué se hizo de ese terrón de azúcar –que bien podría reaparecer, como en un truco de magia).
2.
Mi ceguera para con el pasaje de ser de un modo visible a ser de otro invisible hacía que no lo distinguiera del pasaje de estar a no estar de algo –un terrón de azúcar– que sólo podía concebir de un modo visible. El ojo desnudo era el único método de detección que manejaba. Pero tal vez no hacían falta detectores más sofisticados, como los instrumentos que extienden el alcance de nuestros sentidos. Tal vez con el sentido del gusto habría bastado: de haber probado el agua tal vez habría sido el comienzo de una bonita amistad con el concepto que me venía siendo esquivo. Pero tal vez no, porque un líquido endulzado no me era una novedad: todas las mañanas desayunaba leche con azúcar. Tal vez no me faltaba conocer, sino conceptualizar: discernir. Lo cierto es que falló la intelección necesaria para llegar a darme una idea de qué era eso que confundía con (igualando a) otra cosa que conocía, como en una hipótesis fallida; para llegar a distinguir esos dos pasajes, ver sus conceptos como tramas específicas de solidaridades. Para que los sentidos puedan engañar, lo engañado tiene que ser un entendimiento, alguna inteligencia, la de una interpretación que no evitó alguna trampa, algún espejismo de identidad. No me faltaba interpretar, que es pasar de un dato a otro, cosa que hacía cuando de los datos que me daban mis sentidos (en ese vaso ya no hay azúcar –a la vista) infería una desaparición, un pasar de estar a no estar. Lo que me faltaba era interpretar bien.
El grado de memoria al que nos hemos adaptado a funcionar aceptablemente, a sobrevivir con cierta solvencia, es aquel en el que uno no se extraña demasiado de ser el que es (definición por lo que se debe evitar); es aquel en el que uno no se sale de la lira que es ese límite de la familiaridad que es la identidad, cuya conciencia puede estar en segundo plano, pero no puede no estar (definición por lo que se debe conservar).
Lo puedo decir de otra manera: la conciencia de existir bajo una identidad hilada por la memoria personal circula por corriente continua, no alterna. Nuestra identidad nos demanda una atención constante similar –y por terrores similares– a la del Señor del cuento de Borges “Deutsches Requiem”:
Aseveran los teólogos que si la atención del Señor se desviara un solo segundo de mi derecha mano que escribe, ésta recaería en la nada, como si la fulminara un fuego sin luz.
En “La busca de Averroes”, lo que fulmina un fuego sin luz es más que una mano derecha:
Desceñido el turbante, se miró en un espejo de metal. No sé lo que vieron sus ojos, porque ningún historiador ha descrito las formas de su cara. Sé que desapareció bruscamente, como si lo fulminara un fuego sin luz, y que con él desaparecieron la casa y el invisible surtidor y los libros y los manuscritos y las palomas y las muchas esclavas de pelo negro y la trémula esclava de pelo rojo y Farach y Abulcásim y los rosales y tal vez el Guadalquivir.
También es más que una mano la entidad consciente-escribiente: es un hombre entero. Y la atención del Señor deja su lugar a la creencia del redactor en el rol de lo que no nos debe faltar para seguir existiendo, si en esas andamos:
Sentí, en la última página, que mi narración era un símbolo del hombre que yo fui mientras la escribía y que, para redactar esa narración, yo tuve que ser aquel hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve que redactar esa narración, y así hasta lo infinito. (En el instante en que yo dejo de creer en él, «Averroes» desaparece.)
Ese instante de descreimiento del autor y desaparición del personaje, consecutivo como es, queda fuera de la eternidad cautiva que teje y desteje a la vez (a Penélope le lleva un día) la infinitud de condiciones cruzadas entre «redactar esa narración» y «ser aquel hombre». Cada uno de los dos hechos condiciona a y es condicionado por el otro, al mismo tiempo y sin alternarse. Es una reciprocidad paradojal comparable a la del «incomparable regressus in infinitum» que hay entre la realización del retrato y el viaje del retratado en la versión que Borges hace de The sense of the past, novela de Henry James.
2.
No hace falta perder la atención de un tercero para sufrir una fulminación similar a las comentadas; eso mismo pasaría perdiendo la atención de sí.
Un sucedáneo de fulminación (caída en la nada o desaparición) es una ajenización, una enajenación: en lugar de caer en la nada, caer en otro; en lugar de pasar de estar a no estar o de existir a no existir –o sea, desaparecer–, pasar de ser uno a ser otro. En el relato “Axolotl”, de Julio Cortázar, ese pasaje es, visto entero, una conversión, una metamorfosis completada al cabo del olvido progresivo de la antigua identidad; focalizado en el momento del cambio de perspectiva y visión, es un trasvasamiento de la mirada y, de arrastre, de la identidad (la comprensión de ese cambio sucede con la primera desincronización, que sucede con el primer cambio de posición, cuando el que era observador y ahora es observado «del otro lado del vidrio» se aparta, rompe el cara a cara en el que se produjo el traspaso):
Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
La comprensión la alcanza un axolotl con cara de hombre. O también: al momento de comprender la transición operada, hay un pie en cada identidad: ya soy «yo» el que «comprendí», pero todavía es «mi cara» la que «se apartó». A partir de ahí, la voz autobiográfica es la de un axolotl. La conciencia se acomoda a su nueva identidad con algo de delay, como la memoria del coronel Tabares a la nueva muerte de Pedro Damián.*
Cita del cuento de Borges “La otra muerte”:
Modificar el pasado no es modificar un solo hecho; es anular sus consecuencias, que tienden a ser infinitas. Dicho sea con otras palabras; es crear dos historias universales. En la primera (digamos), Pedro Damián murió en Entre Ríos, en 1946; en la segunda, en Masoller, en 1904. Ésta es la que vivimos ahora, pero la supresión de aquélla no fue inmediata y produjo las incoherencias que he referido. En el coronel Dionisio Tabares se cumplieron las diversas etapas: al principio recordó que Damián obró como un cobarde; luego, lo olvidó totalmente; luego, recordó su impetuosa muerte.
3.
Dejar de saber quién o qué soy (o de necesitar saberlo), ya no poder tenerlo presente, es una distracción de consecuencias irrevocables; es un corte del hilo de la propia identidad. Pero tal vez esa continuidad esté hecha de microcortes; tal vez una inspección microscópica permita decir que lo continua de la corriente es una ilusión de perspectiva, que en otra escala es alterna. Voy a intentar argumentar esta alternativa.
Tenemos con nuestra identidad la misma relación que con nuestra casa: si vivimos ahí es porque permanecemos o volvemos ahí. Si salimos y en una de esas excursiones perdemos la habilidad de volver, dejamos de vivir ahí. Este extravío continúa la metáfora, ahora de la desorientación masiva que es haberse olvidado de sí o no reconocerse o perder familiaridad con uno mismo y sus inmediaciones y circunstancias, extrañarse de sí.
En lugar de metas, Kafka pudo haber formulado reglas aquel 6 de diciembre: si uno quiere conservar la mirada, tiene que olvidar lo que vio cuando se vio a sí mismo como una cosa ajena. Ese olvido de uno vuelto otro es el regreso, siempre imperfecto, a la identidad de partida, siempre renovada. Recuperar la mirada tras la aventura de un extrañamiento es sólo un modo de conservarla más arriesgado que el de no arriesgarse a ir por temor a no saber volver.
Subamos la apuesta. En rigor, el más arriesgado es el único modo en uso en un mundo cambiante, del que nuestra identidad es una hebra. Inmersos en el devenir, una conservación perfecta –una estadía sin salidas– es inviable. El riesgo es inevitable y es cuantitativo: según cuánto y durante cuánto tiempo nos distanciemos, será más fácil o más difícil volver a lo que queda de la identidad abandonada, recuperar lo que podamos de la mirada que dejamos para mirar a través de John Malkovich;*
En Being John Malkovich (Spike Jonze, 1999)
la alternativa es siempre volver cambiados o no volver.
En estas condiciones, de la conservación de la propia identidad se puede decir lo mismo que Borges dice de la de este mundo, en la tercera intervención del fuego sin luz (“Historia de la eternidad”, último párrafo de la parte II):
Los teólogos no ignoran que si la atención del Señor se desviara un solo segundo de mi derecha mano que escribe, ésta recaería en la nada, como si la fulminara un fuego sin luz. Por eso afirman que la conservación de este mundo es una perpetua creación y que los verbos conservar y crear, tan enemistados aquí, son sinónimos en el Cielo.*
La misma enemistad terrenal y sinonimia celestial tienen la ortodoxia (un conservar obligado) y la herejía (un crear prohibido) en el último párrafo del cuento “Los teólogos”:
El final de la historia sólo es referible en metáfora, ya que pasa en el reino de los cielos, donde no hay tiempo. Tal vez cabría decir que Aureliano conversó con Dios y que Éste se interesa tan poco en diferencias religiosas que lo tomó por Juan de Panonia. Ello, sin embargo, insinuaría una confusión de la mente divina. Más correcto es decir que en el paraíso, Aureliano supo que para la insondable divinidad, él y Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola persona.
Un final similar tiene el cuento que le sigue en El Aleph, “Historia del guerrero y la cautiva”:
El anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales.
Pero en el ensayo tal vez más que de una sinonimia se trate de una implicación de una sola mano: conservar implica crear (al revés de lo que es más corriente escuchar). O también: se está diciendo –si no entiendo mal– que el modo de conservar es creando, no que el modo de crear sea conservando.
De la atención minuciosa a la «perpetua creación», equivalente a los ciclos ininterrumpidos de imperfectas partidas e imperfectos regresos (cambios), que a gran velocidad generan la ilusión de permanencia (conservación). Si la descripción de este zoom es válida, la corriente de la identidad pasa de continua a alterna.
A casuales 636 días del comienzo de Zambullidas, espero no haber olvidado ninguno de los blogs de ayuda de los que tomé los códigos para diseñar este sitio (las modificaciones en la plantilla Minima Ochre, casi todos los gadgets de la barra lateral, las definiciones de estilo en CSS, códigos de html en las entradas, etc.). En todo caso, los blogs de esta lista son los que más he consultado y a los que más agradezco: