El Zorro
1.
La permanencia es tal vez la característica más disuasiva que tiene la muerte. Muchos haríamos la visita si nos garantizaran el regreso. Si la muerte no fuera (“tan”) permanente, podríamos tener una existencia intermitente; una muerte transitoria no sería más temible que un sueño profundo y reparador. Si ese egreso del permanecer muerto pudiera evitarse o repetirse a voluntad, la finitud pasaría a ser una decisión nuestra, no una fatalidad universal. Cambiaría lo que por ahora mejor nos define; cambiaría lo que somos, más allá de cualquier diferencia: unos que en algún momento van a dejar de ser definitiva y permanentemente.
2.
Esas “cosas peores que morir” son muertes sociales, como la pérdida del honor a la que se refiere el duelista inexperto, antes muerto que cobarde; o como el ridículo tan temido (también más que la muerte).
La muerte literal, la que se protagoniza en carne propia, no se sufre (o, con mayor generalidad y precisión, no se experimenta); sólo se sufre el temor a que nos sobrevenga, y eso por lo permanente o irrevocable que es. En cambio, las muertes sociales, metafóricas como son, se pueden sufrir tan intensamente que se pierda toda esperanza de volver de ellas (como se dice del ridículo, entre otras gravedades perennes). Tal vez por eso se le teme más a un sufrimiento conocido que al fin de todo conocimiento y sentir. Las muertes sociales tal vez parezcan (o sean) peores porque son muertes lúcidas, experiencias lo suficientemente terribles como para volver deseable que se apague esa lucidez, ya sea muriendo (“Trágame, tierra”) o suspendiendo la conciencia (“Quiero dormirme y despertarme en 100 años”).
3.
Navigare necesse est; vivere non est necesse” (Navegar es necesario; vivir no es necesario)
Ver Plutarco, Vidas Paralelas: Pompeyo, L (50, 2). O escuchar a Caetano Veloso y Chico Buarque en “Os argonautas”:
En una noche de acampe en el Sur, uno que tocaba la guitarra y cantaba dijo: “De repente hay más estrellas que cielo”. En una exaltación hiperbólica similar, algo a lograr u honrar (un sentido de vida, acá el de unos navegantes) puede verse más necesario que la vida misma donde se logra u honra. En el reverso de esa exaltación, algo a evitar (un deshonor imborrable, un bochorno infinito, un escarnio que no amaina: una muerte social) puede verse peor que la mera muerte.
Tal vez no haga falta la exaltación para ver un sentido existencial más necesario que la vida que justifica, que hace necesaria; tal vez puede verse así sin exagerar. Basta que se considere que la vida no vale por sí misma, sino como medio u oportunidad para hacer lo que creemos que le da sentido (que es lo que nos da fuerza para hacer lo que creemos que le da sentido, que es...).
4.
La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, [...] nada es preciosamente precario.
Del cuento “El inmortal”, de Jorge Luis Borges.
De chico, en general a partir de una muerte cercana, uno se entera de que los otros pueden morir. En la progresiva culturización y socialización con que crecemos, vamos adquiriendo el saber de que uno, además de ser «preciosamente precario» y poder morir en cualquier momento, en algún momento va a morir, igual que todos.
Todo lo que se hace tal vez se haga, en última instancia, para suspender ese saber y sus efectos sobre el hacer mismo, las consecuencias paralizantes que tiene el tener siempre de frente esa certeza, el no lograr hacerla a un lado o dejarla trabajando en segundo plano (el peor Zahir de todos).
Para superar el límite que la vida no puede, está el sentido de la vida (o propósito o misión o plan, etc.), que también viene en formato laico.*
* Puede adoptarse un sentido sin tener que aceptar (ni creer ni necesitar ni desear) que nuestra identidad –y con ella nuestra existencia– sigue en otra parte y en otro estado o que reencarnamos en otros seres hasta alcanzar el desapego perfecto (extinguidas la preferencia –un deseo selectivo– y la necesidad –un deseo impuesto–, extinguido el temor a que no se nos cumpla ni se nos satisfaga, o sea, a frustrarnos). Puede adoptarse un sentido de la existencia finita que no ofrezca alguna trascendencia personal eterna (o sea, que no niegue ni relativice esa finitud), aun cuando incluya sucedáneos de esa inmortalidad nómade. Por ejemplo, un sentido que tenga la épica de una obra colectiva que nos sobrevivirá (nada peor ni tan difícil le puede pasar a uno con su salud existencial que sobrevivirle a su sentido de vida, como nos lo recuerdan los que se suicidaron por el fin de la experiencia soviética del comunismo y muchos enamorados súbitamente abandonados).
Algo así sólo es útil y creíble si nos sobrevive, si trasciende a eso que mueve; necesita durar más que la vida en la que presta servicio y ser lo suficientemente resistente para lograrlo, no como pompas de jabón y fragilidades afines. Sólo el sentido hace de lo precario algo precioso; de ahí que no le convenga ser a su vez precario.
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