En el cuento de Borges “El milagro secreto”, la noche del 14 de marzo de 1939 Jaromir Hladík
soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó.Hladík sueña que no sabe cómo hacer lo que sabe que debe hacer. Así las cosas, tiene que llegar a tiempo al tablero y mover al azar rogando que sea una movida legal y que no tenga consecuencias catastróficas (esperar que sea buena o incluso neutra parece demasiado). Pero ni siquiera la chance de jugar tan mal parece posible: con un desierto de por medio, aun si pudiera cubrir esa distancia perentoria bajo una lluvia extraordinariamente inoportuna, todavía debería dar con la «torre secreta» donde están las piezas y el tablero. Los factores de la pesadilla se van asociando como saben hacerlo los de una tormenta perfecta o los de la tragedia kafkiana (género en el que puede inscribirse también “El silencio de las sirenas”).
Lo opuesto o inverso a este desequilibrio abrumadoramente desfavorable es uno abrumadoramente favorable. Lo ajeno a este eje es la imposibilidad de alcanzar un desequilibrio. Encerrado en un equilibrio así está el que duda.
El que duda no sabe qué hacer; Hladík es lo único que sabe. Una coalición de desventajas tan evidentes y grandes puede volverlo un escéptico de sus chances, pero no un dubitativo de su misión. Lejos de quedar paralizado por algún desconocimiento dilemático (popularmente conocido como duda), a Hladík le sobran razones para resolverse por una acción y concentrar ahí todas sus energías; con las campanadas llamando, no puede tener dudas de qué le conviene hacer, si en ese contexto todavía conserva el deber hacerlo: apurarse y mientras tanto tratar de recordar cómo se jugaba. Y en eso anda cuando se despierta.
Hladík es un duelista reducido a su mínima expresión: uno sin la habilidad de jugar ni motivaciones fundadas para hacerlo, y que aun así juega. Lo mueven dos fuerzas irracionales, una la de un saber y otra la de una creencia: para disuadirlo de desistir, lo mueve la responsabilidad de ser «el primogénito de una de las familias hostiles»; para persuadirlo de insistir, la creencia general de que el «olvidado premio» (que ni él ni «nadie era capaz de nombrar») era «enorme y quizá infinito», según «se murmuraba». Sin la participación que estas fuerzas garantizan, a la pesadilla perfecta le habría faltado alguien que la sufriera.
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