“Camello” era la palabra que me habían pedido que escribiera en el pizarrón el mismo día que algo parecido a uno de esos camellos ciegos (más bien era un cangrejo maligno) le anduvo rondando a la mía madre, a quien esa mañana había visto ingresar y salir del quirófano:
A partir de cierta intensidad, nada que nos esté trabajando en segundo plano va a dejar pasar la primera oportunidad que tenga para salir. La que me hizo escribir “camilla” es una fuerza tal que también me hizo no leerlo; como un hipnotizador o un hechicero, tomó control de «mi derecha mano que escribe» y de mis ojos. Fueron los estudiantes de español para extranjeros, que no podían creer que así se escribiera “camello”, quienes me hicieron ver el error, y aun así tardé.
El truco de invisibilidad fue mimético: “camilla” se coló en “camello”, no en “montoto” ni en “esternocleidomastoideo”. Es cierto que más fácil podría haberle resultado colarse en “canilla”, pero la palabra pedida era “camello”, que tampoco está lejos. La fuerza de la conciencia o de la voluntad alcanzó para reaccionar ante el pedido, buscar un espacio vacío en el pizarrón y empezar a escribir; pero no alcanzó para controlar todo el proceso: ya a la cuarta letra fue relevada por una fuerza inconsciente, que luego de dominar qué escribía pasó a dominar qué leía (y quizás también qué miraba y qué veía).
No recuerdo una experiencia mayor del subconsciente que esa mano arrebatada sigilosamente a la voluntad de escribir otra cosa y esos ojos obligados a leer lo que no había (e impedidos de leer lo que había –peor hubiera sido que no hubiera habido nada). Lo primero es una manifestación irrefrenable y lo segundo un bloqueo para detectarla; por el contexto en el que se combinan, hacen que no vea el furcio (que es como autoinmune...) pero también hacen que otros me lo hagan ver (...pero sólo para mí: se trata de un hechizo privado). La acción fue de exteriorización y ocultamiento a la vez; pero como fue pública, el efecto terminó siendo de comunicación (una más vehemente y embarazosa que la que yo habría logrado leyendo bien y a tiempo, corrigiéndome antes de que lo hicieran a coro los demás).
Mi amiga Silvina era la única persona que se enganchaba en tratar de recordar un nombre o un título todo el tiempo de la salida que fuera necesario (y que rara vez no era todo el resto). Había una vez un conocido en común de cuyo nombre no podíamos acordarnos. Datos de él no nos faltaban y seguro que Silvina lo podía visualizar tan bien como yo. Pero no nos salía el nombre de pila (el único que le conocíamos, y sabíamos que no era uno raro ni largo).
Entonces se nos ocurrió hacer una lista de nombres masculinos usando un criterio imparcial, un mecanismo ciego: decir nombres de jugadores argentinos de fútbol. Dijimos muchos, de los más famosos a los menos, que es como nos fueron saliendo. Pero ninguno nos dio esa certeza súbita y eufórica que se experimenta en un desbloqueo típico (hace poco tuve uno, cuando de pronto pude recordar “¡La contraofensiva!” –a propósito de Infancia clandestina). ¿Por qué fallaba el método, si nos garantizaba una colección desinteresada de candidatos?
La idea de reconocer al que extraviamos, presupuesta en el método, es un contrasentido: para reconocerlo hay que tenerlo delante y visible, que es lo que no se podrá mientras se lo tenga extraviado. Recuperar la habilidad de reconocerlo y haberse desbloqueado la memoria son la misma cosa. Mientras tanto, el buscado no aparecerá ni siquiera en un desfile generado con una regla externa y neutral, aun cuando debería encabezarlo. Cuando al otro día Silvina o yo averiguamos el nombre, nos dimos cuenta con asombro de que no habíamos mencionado a Ariel Ortega, Orteguita, en ese momento el mejor jugador del campeonato local.
En otro empleo del método –tardo en aprender–, estaba solo en mi departamento listando mentalmente los nombres de mujeres que conocía, de las más significativas a las menos, que es como me fueron saliendo. Y en ningún momento salió el nombre de pila de la que en ese entonces era mi amadísima ex novia, el mismo que el de la modelo alemana que estaba tratando de recordar.
Antes había intentado con descripciones definidas para suscitar la conexión semántica reveladora. Empezaba frases para que, cuando el recuerdo escondido viniera a completarlas, pudiera lanzarme a capturarlo ahí mismo; por ejemplo, “La Valeria Mazza alemana es... _______ Schiffer”. (Para capturar a El Zorro, a lo largo de la serie se le tienden trampas con señuelos y resultados similares.) Atribuí el fracaso al ataque frontal y cambié la estrategia de equivalencias semánticas evocadoras por una de meras coincidencias léxicas, inmotivadas, que abordara al recuerdo por los flancos y lo sorprendiera desprevenido.
En definitiva, el bloqueo no se deja vencer de frente ni burlar por los costados: ni mediante la inducción oportuna del nombre buscado ni mediante su exhibición en una rueda de reconocimiento, objetivos por igual inalcanzados. Los accesos laterales también están bloqueados porque lo bloqueado no es un dato suelto, aislado, sino una red vial: el dato y todos los datos que llevan al dato, que instantáneamente se solidarizan con el escondido y andá a encontrarlos.
Resumo. La fuerza de esos bloqueos llega a descabezar listas; me hace ciego a la omisión que antes me hizo cometer (y no en el quinto o sexto puesto: en el primero). Lo mismo que lograba la fuerza que me hacía escribir lo que no me permitía leer, pero cambiando el juego de disfraces por el de las escondidas.