Senido, desino y iempo



“El epi­so­dio es­pec­ta­cu­lar 138 de Los Sim­psons” (sép­ti­ma tem­po­ra­da) es un re­fri­to fic­ti­cio que pa­ro­dia los re­fri­tos de las se­ries (los que tie­nen –como finge ese– un nú­me­ro re­don­do y con eso una opor­tu­ni­dad con­me­mo­ra­ti­va, pero tam­bién los que no). En el epi­so­dio 168 de Zam­bu­lli­das (quin­ta tem­po­ra­da), reuní sin orden pe­da­zos de otros en­sa­yos que ha­blan del sen­ti­do en ge­ne­ral y del sen­ti­do de la vida en par­ti­cu­lar (de la razón de ser y el sen­ti­do de exis­tir, cuya po­se­sión mo­ti­va a exis­tir y a ser y cuya au­sen­cia o in­su­fi­cien­cia des­mo­ti­va). En lugar de apor­tar­le otro re­cor­te al re­fri­to (otra carta a la ba­ra­ja), le sumo otro en­sa­yo al tema.

1. Sen­ti­do

Hay un sen­ti­do de qué es la exis­ten­cia (hu­ma­na o uni­ver­sal), otro de qué es el hom­bre (qué es eso que soy: en ca­li­dad de qué exis­to), otro de qué o quién soy (qué modo de ser e his­to­ria par­ti­cu­lar me dis­tin­gue: con qué iden­ti­dad exis­to). Estos sen­ti­dos son jus­ti­fi­ca­cio­nes: de la exis­ten­cia, del hom­bre que la co­ro­na –des­pués de Dios y a di­fe­ren­cia de ani­ma­les, plan­tas y rocas–, de la pro­pia aven­tu­ra exis­ten­cial (o vida). Em­pe­ce­mos por el sen­ti­do –la ten­ta­ti­va de jus­ti­fi­ca­ción– de una iden­ti­dad per­so­nal y de su his­to­ria de vida.

“Serás lo que debas ser o no serás nada”, se dice que dijo José de San Mar­tín. Evita fue más es­pe­cí­fi­ca cuan­do lo adap­tó al pe­ro­nis­mo. No hay acá pre­des­ti­na­ción: hay obli­ga­ción, hay man­da­to. No está es­cri­to lo que vas a ser, si in­clu­so podés ter­mi­nar no sien­do nada; está es­cri­to lo que debés ser, in­cum­plir lo cual te lleva a la nada tan te­mi­da.
Otro ac­ce­so a la nada al­ter­na­ti­vo al de esa frus­tra­ción se con­su­ma al revés, cum­plien­do uno con el des­tino que le im­pu­sie­ron las cir­cuns­tan­cias (o –de­trás de ellas– el in­di­vi­duo Dios o el Deus sive Na­tu­ra de Ba­ruch Spi­no­za o la na­tu­ra­le­za de uno o la de todos los que son como uno –o sea, al­gu­na fuer­za de con­trol que esté en las an­tí­po­das del mero azar o del caos). Es lo que le su­ce­de a ese ven­ga­dor sa­tis­fe­cho que es el negro de­ve­ni­do en su ajus­ti­cia­do; lee­mos en el cuen­to “El fin”, de Jorge Luis Bor­ges (que da la ca­sua­li­dad de que hoy es­ta­ría cum­plien­do 114 años):
Lim­pió el facón en­san­gren­ta­do en el pasto y vol­vió a las casas con len­ti­tud, sin mirar para atrás. Cum­pli­da su tarea de jus­ti­cie­ro, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía des­tino sobre la tie­rra y había ma­ta­do a un hom­bre.
Ni antes, cuan­do hay po­ten­cia­li­dad (puede y debe...) o fu­tu­ro (...lle­gar a matar a Fie­rro), ni des­pués, cuan­do hay pér­di­da (del «des­tino sobre la tie­rra»...) o pa­sa­do (...por­que «había ma­ta­do a un hom­bre»): en “El fin”, sólo se es en el pre­sen­te del acto que rea­li­za ese deber ser, que es la bi­sa­gra entre dos nadas y el mo­men­to que jus­ti­fi­ca toda una vida.

Si el negro en­cuen­tra su des­tino/sen­ti­do (opor­tu­ní­si­mo anagra­ma) ma­tan­do a Mar­tín Fie­rro, el sar­gen­to Cruz en­cuen­tra el suyo cuan­do pasa a de­fen­der­lo; lee­mos en “Bio­gra­fía de Isi­do­ro Tadeo Cruz (1829-1874)”:
En 1869 fue nom­bra­do sar­gen­to de la po­li­cía rural. Había co­rre­gi­do el pa­sa­do; en aquel tiem­po debió de con­si­de­rar­se feliz, aun­que pro­fun­da­men­te no lo era. (Lo es­pe­ra­ba, se­cre­ta en el por­ve­nir, una lú­ci­da noche fun­da­men­tal: la noche en que por fin vio su pro­pia cara, la noche que por fin oyó su nom­bre. Bien en­ten­di­da, esa noche agota su his­to­ria; mejor dicho, un ins­tan­te de esa noche, un acto de esa noche, por­que los actos son nues­tro sím­bo­lo.) Cual­quier des­tino, por largo y com­pli­ca­do que sea, cons­ta en reali­dad de un solo mo­men­to: el mo­men­to en que el hom­bre sabe para siem­pre quién es. Cuén­ta­se que Ale­jan­dro de Ma­ce­do­nia vio re­fle­ja­do su fu­tu­ro de hie­rro en la fa­bu­lo­sa his­to­ria de Aqui­les; Car­los XII de Sue­cia, en la de Ale­jan­dro. A Tadeo Isi­do­ro Cruz, que no sabía leer, ese co­no­ci­mien­to no le fue re­ve­la­do en un libro; se vio a sí mismo en un en­tre­ve­ro y un hom­bre.
De un lado, el mo­reno es­pe­ra siete años el duelo en el que fi­nal­men­te cum­ple su des­tino. Del otro lado, a Cruz «lo es­pe­ra­ba, se­cre­ta en el por­ve­nir, una lú­ci­da noche fun­da­men­tal», que «agota su his­to­ria»; vale decir: él se cruza de ma­ne­ra ines­pe­ra­da con el en­tre­ve­ro en el que «sabe para siem­pre quién es». Un golpe de suer­te lo pone fren­te a su iden­ti­dad; al mo­reno lo pone fren­te a la suya una pa­cien­cia de años, que ter­mi­na in­te­gran­do un triun­fo rá­pi­do muy tra­ba­ja­do.

1.1

En otros actos epi­fá­ni­cos no hay pe­leas, hay ges­ta­ción. En “Las rui­nas cir­cu­la­res”, por caso, luego de que el mago ha in­tro­du­ci­do en la reali­dad a su hijo so­ña­do, lee­mos: «El pro­pó­si­to de su vida es­ta­ba col­ma­do; el hom­bre per­sis­tió en una suer­te de éx­ta­sis». Tam­bién es un acto de crea­ción, aun­que li­te­ra­ria, lo que en “El mi­la­gro se­cre­to” jus­ti­fi­ca la vida de Ja­ro­mir Hla­dík en un ins­tan­te per­pen­di­cu­lar que al año se en­tron­ca de nuevo con la his­to­ria de su fu­si­la­mien­to; luego de re­su­mir la obra in­con­clu­sa, el na­rra­dor dice:
En el ar­gu­men­to que he bos­que­ja­do in­tuía la in­ven­ción más apta para di­si­mu­lar sus de­fec­tos y para ejer­ci­tar sus fe­li­ci­da­des, la po­si­bi­li­dad de res­ca­tar (de ma­ne­ra sim­bó­li­ca) lo fun­da­men­tal de su vida. Había ter­mi­na­do ya el pri­mer acto y al­gu­na es­ce­na del ter­ce­ro; el ca­rác­ter mé­tri­co de la obra le per­mi­tía exa­mi­nar­la con­ti­nua­men­te, rec­ti­fi­can­do los he­xá­me­tros, sin el ma­nus­cri­to a la vista. Pensó que aun le fal­ta­ban dos actos y que muy pron­to iba a morir. Habló con Dios en la os­cu­ri­dad. Si de algún modo exis­to, si no soy una de tus re­pe­ti­cio­nes y erra­tas, exis­to como autor de Los enemi­gos. Para lle­var a tér­mino ese drama, que puede jus­ti­fi­car­me y jus­ti­fi­car­te, re­quie­ro un año más. Otór­ga­me esos días, Tú de Quien son los si­glos y el tiem­po.
La jus­ti­fi­ca­ción de Hla­dík es tan pri­va­da y se­cre­ta como el mi­la­gro que la hace po­si­ble: «No tra­ba­jó para la pos­te­ri­dad ni aun para Dios, de cuyas pre­fe­ren­cias li­te­ra­rias poco sabía». Tras­cen­den­cia in­ma­nen­tis­ta, dis­cu­rrir atra­pa­do: una jus­ti­fi­ca­ción de vida que no puede tras­cen­der ni como le­ga­do para la hu­ma­ni­dad su­per­vi­vien­te ni como tri­bu­to u ob­se­quio al ser tras­cen­den­te por ex­ce­len­cia, suena a una con­tra­dic­ción en los tér­mi­nos (o un oxí­mo­ron o «un ejem­plo del mons­truo que los ló­gi­cos han de­no­mi­na­do con­tra­dic­tio in ad­jec­to», como dice Bor­ges de su tí­tu­lo “Nueva re­fu­ta­ción del tiem­po”).*
...por­que decir que es nueva (o an­ti­gua) una re­fu­ta­ción del tiem­po es atri­buir­le un pre­di­ca­do de ín­do­le tem­po­ral, que ins­tau­ra la no­ción que el su­je­to quie­re des­truir.
O tam­bién: luce como una «mag­ní­fi­ca iro­nía» de aquel a quien «la maes­tría de Dios» le «dio los li­bros y la noche» (como a Hla­dík un año para ter­mi­nar su obra y ni un ins­tan­te para di­vul­gar­la).
Hla­dík sabe que el “tra­ba­jo para hacer” que le alar­ga la vida lo lle­na­rá sin po­si­bi­li­dad de des­bor­dar­lo: sabe que no tra­ba­ja para nadie que no sea él –ni para la pos­te­ri­dad hu­ma­na ni para la eter­ni­dad di­vi­na. Lo rige una tau­to­lo­gía es­pe­cial: lo suyo no es exis­tir por exis­tir, pero es jus­ti­fi­car por jus­ti­fi­car.

1.2

Las otras jus­ti­fi­ca­cio­nes son todo lo no tau­to­ló­gi­cas que no puede ser la de Hla­dík. En “La busca de Ave­rroes”, la ela­bo­ra­ción de una trama deja su lugar a la ela­bo­ra­ción de ar­gu­men­tos y la jus­ti­fi­ca­ción re­cu­pe­ra su afán pós­tu­mo y pú­bli­co: el mé­di­co árabe tra­ba­ja­ba en una «obra mo­nu­men­tal que lo jus­ti­fi­ca­ría ante las gen­tes: el co­men­ta­rio de Aris­tó­te­les». En la bor­gea­na enu­me­ra­ción de «la va­rie­dad de temas que abar­can» sus Obras com­ple­tas - 1923 / 1985, el pro­lo­guis­ta Bor­ges in­clu­ye este: «mi ex­tra­ña vida, cuya po­si­ble jus­ti­fi­ca­ción está en estas pá­gi­nas».
Fá­cil­men­te se pasa de ser uno jus­ti­fi­ca­ble como autor de una obra a tener uno, en ca­li­dad de per­so­na­je, su jus­ti­fi­ca­ción es­cri­ta en un libro (me­tá­fo­ra y mo­de­lo de un uni­ver­so o un des­tino per­so­nal pla­nea­dos). En “La Bi­blio­te­ca de Babel” «exis­ten» –el na­rra­dor dice haber visto dos– «las Vin­di­ca­cio­nes: li­bros... que para siem­pre vin­di­ca­ban los actos de cada hom­bre del uni­ver­so», aun­que «la po­si­bi­li­dad de que un hom­bre en­cuen­tre la suya, o al­gu­na pér­fi­da va­ria­ción de la suya, es compu­table en cero».*
En rigor, tam­bién la pro­ba­bi­li­dad del ha­llaz­go de una Vin­di­ca­ción ajena –para no ha­blar de dos– de­be­ría compu­tar­se en cero, si re­cor­da­mos que «por una línea ra­zo­na­ble o una recta no­ti­cia hay le­guas de in­sen­sa­tas ca­co­fo­nías, de fá­rra­gos ver­ba­les y de in­cohe­ren­cias». Sin ir más lejos, el libro con «no­cio­nes de aná­li­sis com­bi­na­to­rio» que pro­vo­ca la «ex­tra­va­gan­te fe­li­ci­dad» de saber o sen­tir que «el uni­ver­so es­ta­ba jus­ti­fi­ca­do», en­con­tra­do 500 años atrás, era «un libro tan con­fu­so como los otros, pero que tenía casi dos hojas de lí­neas ho­mo­gé­neas» es­cri­tas en «un dia­lec­to sa­mo­ye­do-li­tuano del gua­ra­ní, con in­fle­xio­nes de árabe clá­si­co». Y el pro­pio fa­vo­re­ci­do por la ca­sua­li­dad de esas dos lec­tu­ras vin­di­ca­ti­vas nos dice que «el mejor vo­lu­men de los mu­chos he­xá­go­nos que ad­mi­nis­tro se ti­tu­la Trueno pei­na­do, y otro El ca­lam­bre de yeso y otro Axa­xa­xas mlö».
El úl­ti­mo tí­tu­lo pa­re­ce más raro de lo que es: es el final de hlör u fang axa­xa­xas mlö, que en un idio­ma del he­mis­fe­rio aus­tral de Tlön sig­ni­fi­ca Sur­gió la luna sobre el río. Cada cual con sus pro­pios efec­tos de to­ta­li­za­ción, Tlön es a los he­chos y las cosas que hacen el mundo lo que la Bi­blio­te­ca total es a los sen­ti­dos que lo jus­ti­fi­can: por un lado, «El mundo será Tlön»; por otro, en «el Uni­ver­so (que otros lla­man la Bi­blio­te­ca)», «no había pro­ble­ma per­so­nal o mun­dial cuya elo­cuen­te so­lu­ción no exis­tie­ra: en algún he­xá­gono».

La misma mi­nu­cio­si­dad vin­di­ca­ti­va pro­fe­sa en el re­la­to “Deuts­ches Re­quiem” su na­rra­dor, Otto Die­trich zur Linde (que es otro cuyo sen­ti­do se juega en un duelo): «Nadie puede ser, digo yo, nadie puede pro­bar una copa de agua o par­tir un trozo de pan, sin jus­ti­fi­ca­ción». Para el tra­ba­jo de sos­te­ner un sen­ti­do así de in­fal­ta­ble y abar­ca­ti­vo sólo ca­li­fi­ca Dios: «Ase­ve­ran los teó­lo­gos que si la aten­ción del Señor se des­via­ra un solo se­gun­do de mi de­re­cha mano que es­cri­be, ésta re­cae­ría en la nada, como si la ful­mi­na­ra un fuego sin luz», ha dicho Otto zur Linde justo antes.
La misma ne­ce­si­dad de aten­ción con­ti­nua –y la misma asis­ten­cia di­vi­na– tie­nen para Ber­ke­ley «todos los cuer­pos que com­po­nen la po­de­ro­sa fá­bri­ca del uni­ver­so», que «no exis­ten fuera de una mente; no tie­nen otro ser que ser per­ci­bi­dos; no exis­ten cuan­do no los pen­sa­mos, o sólo exis­ten en la mente de un Es­pí­ri­tu Eterno», según cita Bor­ges en “Nueva re­fu­ta­ción del tiem­po” el pá­rra­fo 6 de Prin­ci­ples of Human Kno­wled­ge.
En una cita an­te­rior, del pá­rra­fo 3, Ber­ke­ley había sido menos ju­ga­do –o menos te­me­ra­rio– y menos es­pe­cí­fi­co al re­fe­rir­se a ese es­pí­ri­tu que apor­ta su per­cep­ción inin­te­rrum­pi­da a la exis­ten­cia, por ejem­plo, de una mesa: «Afir­mo que esta mesa exis­te; es decir, la veo y la toco. Si al estar fuera de mi es­cri­to­rio, afir­mo lo mismo, sólo quie­ro decir que si es­tu­vie­ra aquí la per­ci­bi­ría, o que la per­ci­be algún otro es­pí­ri­tu».

2. Des­tino

De todas estas jus­ti­fi­ca­cio­nes exis­ten­cia­les se puede decir algo si­mi­lar a lo que dice Otto zur Linde del «pen­sa­mien­to de que hemos ele­gi­do nues­tras des­di­chas», atri­bui­do a Scho­pen­hauer: «esa te­leo­lo­gía in­di­vi­dual nos re­ve­la un orden se­cre­to y pro­di­gio­sa­men­te nos con­fun­de con la di­vi­ni­dad». Una ma­ne­ra de armar ese orden es re­cu­rrien­do a la no­ción del tiem­po que tie­nen los seres or­de­na­dos; los que la ten­gan mejor serán los que dis­pon­gan de des­tino y sen­ti­do.
En prin­ci­pio, ni las pie­dras ni las plan­tas ni los ani­ma­les tie­nen una «te­leo­lo­gía in­di­vi­dual» (es decir, están y/o se creen lla­ma­dos a cum­plir una mi­sión, un pro­pó­si­to, una fi­na­li­dad) ni par­ti­ci­pan en roles pro­ta­gó­ni­cos de «un orden se­cre­to» del uni­ver­so (y sólo ex­cep­cio­nal­men­te lo hacen en roles se­cun­da­rios). ¿Por qué? Sim­ple­men­te por­que no prac­ti­can el pro­di­gio de darse un alter ego in­mor­tal (un alma o un es­pí­ri­tu, por ejem­plo) y con­fun­dir­se con la di­vi­ni­dad.
Esa di­fe­ren­cia entre na­tu­ra­le­zas, unas des­al­ma­das y otras di­vi­na­men­te em­pa­ren­ta­das, de­ci­de si una exis­ten­cia ha de tener un des­tino y, con él, un sen­ti­do (o sea, una tras­cen­den­cia de sí, que es lo que un sen­ti­do le da a una vida y por lo cual debe so­bre­vi­vir­la) o si sólo será un tau­to­ló­gi­co y de­sen­can­ta­do exis­tir por exis­tir.

2.1

Lo de tau­to­ló­gi­co puede ser sólo des­crip­ti­vo, pero lo de de­sen­can­ta­do ya es una opi­nión. Una opi­nión pro­pia de quien ne­ce­si­ta –y con­si­de­ra ne­ce­sa­rio– que haya un para qué en el exis­tir, una razón de ser, antes in­clu­so de po­ner­se a bus­car ra­zo­nes para poder afir­mar­lo (o cre­yen­do que su an­sie­dad o su ries­go de an­gus­tia es una: no im­por­ta si eso es o no así; basta que ne­ce­si­te­mos lo su­fi­cien­te que lo sea –para no des­mo­ti­var­nos, por ejem­plo).
Pero sobre ese exis­tir por exis­tir hay otras opi­nio­nes. Para David At­ten­bo­rough, por ejem­plo, es un «hecho con­mo­ve­dor», del que dan tes­ti­mo­nio los lí­que­nes con su vida. Quien lo cita y lo glosa, Bill Bry­son, se mues­tra com­pren­si­vo con el ani­mal cul­tu­ral que no re­pa­ra «en esta idea de que la vida sim­ple­men­te es» y «sólo quie­re ser»:
Los lí­que­nes, como la ma­yo­ría de las cosas que pros­pe­ran en me­dios di­fí­ci­les, son de cre­ci­mien­to lento. A un li­quen puede lle­var­le más de medio siglo al­can­zar las di­men­sio­nes de un botón de ca­mi­sa. Los que tie­nen el ta­ma­ño de pla­tos, es­cri­be David At­ten­bo­rough, es «pro­ba­ble que ten­gan cien­tos e in­clu­so miles de años de an­ti­güe­dad». Sería di­fí­cil ima­gi­nar una exis­ten­cia menos plena. «Sim­ple­men­te exis­ten —añade At­ten­bo­rough—, tes­ti­mo­nian­do el hecho con­mo­ve­dor de que la vida exis­te, in­clu­so a su nivel más sim­ple, por lo que pa­re­ce, por­que sí, por exis­tir.»
Es fácil no re­pa­rar en esta idea de que la vida sim­ple­men­te es. Como hu­ma­nos nos in­cli­na­mos a creer que tiene que tener un ob­je­to. Te­ne­mos pla­nes, as­pi­ra­cio­nes y de­seos. Que­re­mos sacar pro­ve­cho cons­tan­te de toda la exis­ten­cia em­bria­ga­do­ra de la que se nos ha do­ta­do. Pero ¿qué es vida para un li­quen? Sin em­bar­go, su im­pul­so de exis­tir, de ser, es igual de fuer­te que el nues­tro... puede de­cir­se que hasta más fuer­te. Si se me di­je­se que ten­dría que pasar dé­ca­das sien­do una cos­tra pe­lu­da en una roca del bos­que, creo que per­de­ría el deseo de se­guir. Los lí­que­nes, en cam­bio, no. Ellos, como casi todos los seres vivos, so­por­ta­rán cual­quier pe­na­li­dad, aguan­ta­rán cual­quier ofen­sa, por un ins­tan­te más de exis­ten­cia. La vida, en suma, sólo quie­re ser. [Con­ti­núa...]
Pero —y aquí te­ne­mos un punto in­tere­san­te— no quie­re, en ge­ne­ral, ser mucho.
Esto tal vez re­sul­te un poco ex­tra­ño, ya que la vida ha te­ni­do tiem­po de sobra para con­ce­bir am­bi­cio­nes. Si ima­gi­ná­se­mos los 4.500 mi­llo­nes de años de his­to­ria de la Tie­rra re­du­ci­dos a un día te­rres­tre nor­mal, la vida em­pie­za muy tem­prano, hacia las cua­tro de la ma­dru­ga­da, con la apa­ri­ción de los pri­me­ros sim­ples or­ga­nis­mos uni­ce­lu­la­res, pero luego no hay nin­gún avan­ce más en las die­ci­séis horas si­guien­tes. Hasta casi las ocho y media de la noche, cuan­do han trans­cu­rri­do ya cinco sex­tas par­tes del día, no em­pie­za la Tie­rra a tener otra cosa que en­se­ñar al uni­ver­so que una in­quie­ta capa de mi­cro­bios. Luego, por fin, apa­re­cen las pri­me­ras plan­tas ma­ri­nas, a las que si­guen vein­te mi­nu­tos más tarde la pri­me­ra me­du­sa y la enig­má­ti­ca fauna edia­ca­ra­na, lo­ca­li­za­da por pri­me­ra vez por Re­gi­nald Sprigg en Aus­tra­lia. A las 21:04 salen na­dan­do a es­ce­na los pri­me­ros tri­lo­bi­tes, se­gui­dos, de forma más o menos in­me­dia­ta, por las cria­tu­ras bien pro­por­cio­na­das de Bur­gess Shale. Poco antes de las 22:00 em­pie­zan a bro­tar las plan­tas en la tie­rra. Poco des­pués, cuan­do que­dan menos de dos horas del día, las si­guen las pri­me­ras cria­tu­ras te­rres­tres.
Gra­cias a unos diez mi­nu­tos de me­teo­ro­lo­gía bal­sá­mi­ca, a las 22:24, la Tie­rra se cubre de los gran­des bos­ques car­bo­ní­fe­ros cuyos re­si­duos nos pro­por­cio­nan todo nues­tro car­bón. Apa­re­cen los pri­me­ros in­sec­tos ala­dos. Poco antes de las 23:00 irrum­pen en es­ce­na los di­no­sau­rios e im­pe­ran du­ran­te unos tres cuar­tos de hora. Vein­tiún mi­nu­tos antes de la media noche se es­fu­man y se ini­cia la era de los ma­mí­fe­ros. Los hu­ma­nos sur­gen un mi­nu­to y die­ci­sie­te se­gun­dos antes de la media noche. El total de nues­tra his­to­ria re­gis­tra­da, a esta es­ca­la, sería de sólo unos cuan­tos se­gun­dos, y la du­ra­ción de una sola vida hu­ma­na de ape­nas un ins­tan­te. A lo largo de este día no­to­ria­men­te ace­le­ra­do, los con­ti­nen­tes se des­pla­zan y cho­can a una ve­lo­ci­dad que pa­re­ce cla­ra­men­te in­sen­sa­ta. Sur­gen y des­a­pa­re­cen mon­ta­ñas, apa­re­cen y se es­fu­man cuen­cas oceá­ni­cas, avan­zan y re­tro­ce­den man­tos de hielo. Y a tra­vés de todo esto, unas tres veces por mi­nu­to, en algún punto del pla­ne­ta hay un pum de bom­bi­lla de flash y un fo­go­na­zo in­di­ca el im­pac­to de un me­teo­ri­to del ta­ma­ño del de Man­son o mayor. Es asom­bro­so que haya po­di­do lle­gar a so­bre­vi­vir algo en un medio tan apo­rrea­do y des­es­ta­bi­li­za­do. En reali­dad, no son mu­chas las cosas que con­si­guen ha­cer­lo bas­tan­te tiem­po.
Tal vez un medio más efi­caz de ha­cer­se cargo de nues­tro ca­rác­ter ex­tremadamente re­cien­te como parte de este cua­dro de 4.500 mi­llo­nes de años de antigüedad, es que ex­tien­das los bra­zos el má­xi­mo po­si­ble e ima­gines que la ex­ten­sión que abar­can es toda la his­to­ria de la Tie­rra. A esa es­ca­la, según dice John McP­hee en Basin and Range, la dis­tan­cia entre las pun­tas de los dedos de una mano y la mu­ñe­ca de la otra es el Pre­cámbrico. El total de la vida com­ple­ja está en una mano, «y con una sola pa­sa­da de una lima de gra­nu­la­do me­diano po­drías eli­mi­nar la his­to­ria hu­ma­na».
Por suer­te ese mo­men­to aún no ha lle­ga­do, pero hay bas­tan­tes posibi­lidades de que lle­gue. No quie­ro in­tro­du­cir una nota som­bría precisa­mente en este punto, pero el hecho es que hay otra ca­rac­te­rís­ti­ca de la vida en la Tie­rra es­tre­cha­men­te re­la­cio­na­da: que se ex­tin­gue. Con abso­luta re­gu­la­ri­dad. Las es­pe­cies, por mucho que se es­fuer­cen en organizar­se y per­vi­vir, se de­sin­te­gran y mue­ren con no­ta­ble re­gu­la­ri­dad. Y cuan­to mayor es su com­ple­ji­dad, más de­pri­sa pa­re­cen ex­tin­guir­se. Qui­zás ésta sea una de las ra­zo­nes de que una parte tan gran­de de la vida no sea de­masiado am­bi­cio­sa.


Bill Bry­son,
Una breve his­to­ria de casi todo
(Del Nuevo Ex­tre­mo, Bue­nos Aires, 2007;
Ca­pí­tu­lo 22, “Adiós a todo eso”, pág. 401)

Sa­ca­do el ser hu­mano de la mi­to­lo­gía de ese li­na­je di­vino y ubi­ca­do el homo sa­piens en la ín­fi­ma ra­mi­fi­ca­ción que le co­rres­pon­de en el Árbol de la Vida,*

Serie El ca­mino de la vida, epi­so­dio “Océa­nos de vida”.
Co-pro­duc­ción de la BBC y Dis­co­very Chan­nel (2005).
vemos que en su fuer­za está su de­bi­li­dad: cria­tu­ra cul­tu­ral y sim­bo­li­za­do­ra como se hizo, el ho­mí­ni­do par­lan­te quie­re y ne­ce­si­ta (más allá de en qué grado pueda) ac­tuar siem­pre con un sen­ti­do, una fi­na­li­dad de la ac­ción (un en­la­ce entre su ac­ción y otra u otras). Por­que «como hu­ma­nos nos in­cli­na­mos a creer que [la vida] tiene que tener un ob­je­to», cuya sa­tis­fac­ción cabal es la mayor fe­li­ci­dad, y la nula es la menor.
En el medio se des­plie­gan los gra­dos de la es­pe­ran­za de ver sa­tis­fe­cho ese ob­je­ti­vo y un um­bral de to­le­ran­cia a la frus­tra­ción y la in­sa­tis­fac­ción (de­ba­jo del cual el es­pé­ci­men Bill Bry­son «per­de­ría el deseo de se­guir»: los hu­ma­nos no «so­por­ta­rán cual­quier pe­na­li­dad» ni «aguan­ta­rán cual­quier ofen­sa, por un ins­tan­te más de exis­ten­cia»). El «im­pul­so de exis­tir» de un li­quen pres­cin­de de esos es­tí­mu­los ex­qui­si­tos; esa pres­cin­den­cia lo hace «igual de fuer­te que el nues­tro... puede de­cir­se que hasta más fuer­te».
La com­pa­ra­ción an­te­rior puede dar a en­ten­der que el men­ta­do im­pul­so le per­te­ne­ce a los in­di­vi­duos de la es­pe­cie, salga pato o ga­lla­re­ta, hom­bre o li­quen. Pero esa de la que en todos los casos puede de­cir­se que «sólo quie­re ser» es la vida de la es­pe­cie, no la de sus in­di­vi­duos; puede haber in­di­vi­duos ab­ne­ga­dos hasta el sa­cri­fi­cio, pero no es­pe­cies que se in­mo­lan. La es­pe­cie de los pul­pos gi­gan­tes del Pa­cí­fi­co no actúa de­ján­do­se morir –ex­tin­guir– con su pri­me­ra ge­ne­ra­ción, como una hem­bra con su pri­me­ra ca­ma­da:


Serie Vida, epi­so­dio “Desa­fíos de la vida”.
Co-pro­duc­ción de la BBC y Dis­co­very Chan­nel (2009).

En casos como este (o como el de los in­di­vi­duos que mue­ren en su pri­mer apa­rea­mien­to: ma­chos co­mi­dos por hem­bras de man­tis re­li­gio­sa, por ejem­plo), mal puede de­cir­se que el in­di­vi­duo quie­ra afe­rrar­se a la vida cual hu­mano o, con más fuer­za, li­quen.

3. iempo


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