1.
Imaginemos un espía bilingüe que aprendió a leer los labios en inglés, idioma de sus vigilados en el edificio de enfrente. Si quisiéramos hacer una película de género, podríamos imaginar también que la última frase que lee la lee de los labios de uno que un segundo antes dejó el celular en la mesa y unos segundos después está bajando la persiana.
Si durante esos segundos el avisado dirige su mirada en “L” invertida (por ejemplo, de PB al sexto piso y de ahí a la cuarta ventana), es que le pasaron el dato preciso de cuál es aquella de las muchas ventanas abiertas desde la que lo están espiando, todas a oscuras.
En cambio, si mira como buscando al voleo o con un barrido metódico, no.
Y en este caso podría ser
Y en este caso podría ser
porque el informante telefónico (tal vez un topo) no tiene realmente el dato
o porque en realidad, más mercader de datos que topo, le ha ofrecido una muestra gratis para empezar a negociar el precio del paquete entero: nombre y rasgos del espía descubierto, o sólo el departamento a balear (el espiado puede o no ser un espía, pero imaginémoslo muy armado y peligroso).*
Y en este caso, lo último visto junto con lo último leído puede pasar a verse de un modo diferente: en vez de empezar a negociar, el tipo deja en la mesa el celular sin haber cortado, le dice lo que pasa a su contertulio y va a ver si puede darse cuenta solo y ahorrarse una guita. Ni bien se resigna a que no puede, baja la persiana (lo vemos) y vuelve al celular para cerrar la compra y empezar la cacería (lo imaginamos).*
Y en este caso, lo último visto junto con lo último leído puede pasar a verse de un modo diferente: en vez de empezar a negociar, el tipo deja en la mesa el celular sin haber cortado, le dice lo que pasa a su contertulio y va a ver si puede darse cuenta solo y ahorrarse una guita. Ni bien se resigna a que no puede, baja la persiana (lo vemos) y vuelve al celular para cerrar la compra y empezar la cacería (lo imaginamos).*
En cambio, si el espiado fue directo a mirar la ventana delatada, bien pudo haber dejado el celular sobre la mesa con la llamada cortada, soltar una frase de más (o fingir esa torpeza, arriesgándose a que descubran que le está avisando a su colega que los descubrieron), bajar la persiana inmediatamente (lo vemos) y apurarse para salir de cacería (lo imaginamos, como en la otra línea podemos imaginar que sigue fingiendo).
En cualquiera de los dos casos, con el comienzo inmediato de la cacería o con la demora de una negociación, al espía bilingüe leer los labios le permite enterarse casi en simultáneo y empezar a escapar antes o al mismo tiempo de empezar a ser perseguido. Termine o no resultando decisiva, es una ventaja.
2.
Tal vez en gratitud inconsciente al rol que esa lectura labial tuvo en su salvación, o tal vez como un reflejo adquirido desde entonces, el ex espía bilingüe no puede dejar de leer los labios de las personas que hablan en inglés, aun si las está escuchando porque le hablan a él y a los ojos. Desde luego, el tic (o el TOC –perdón–) incomoda a sus interlocutores anglófonos. Como no lo puede evitar, intenta disimularlo leyendo de reojo. Pero entonces clava su mirada en la nariz, o en un lunar de la mejilla, o en el vacío, y el efecto es igual o peor.
Lo que sí puede y quiere evitar son esas charlas. Pero incluso en la soledad de su cuarto, a salvo del ridículo, esa compulsión lectora se activa cada vez que ve películas habladas en inglés y dobladas al castellano (con las subtituladas no puede pasarle: difícil leer labios y leyendas al mismo tiempo). Absorbe siempre dos versiones de cada parlamento; a veces se queda más atento a sus diferencias que a la trama de la película, pero a la larga termina siendo como si la hubiera visto dos veces.
Cuando lo que busca son esas diferencias y reirse un poco, mira cine mudo. Puede experimentar lo que ha escuchado que experimentaban con ciertas películas algunos espectadores sordos de la época, que además de leer las cartulinas, como todos, leían los labios de los actores.
2.
Tal vez en gratitud inconsciente al rol que esa lectura labial tuvo en su salvación, o tal vez como un reflejo adquirido desde entonces, el ex espía bilingüe no puede dejar de leer los labios de las personas que hablan en inglés, aun si las está escuchando porque le hablan a él y a los ojos. Desde luego, el tic (o el TOC –perdón–) incomoda a sus interlocutores anglófonos. Como no lo puede evitar, intenta disimularlo leyendo de reojo. Pero entonces clava su mirada en la nariz, o en un lunar de la mejilla, o en el vacío, y el efecto es igual o peor.
Lo que sí puede y quiere evitar son esas charlas. Pero incluso en la soledad de su cuarto, a salvo del ridículo, esa compulsión lectora se activa cada vez que ve películas habladas en inglés y dobladas al castellano (con las subtituladas no puede pasarle: difícil leer labios y leyendas al mismo tiempo). Absorbe siempre dos versiones de cada parlamento; a veces se queda más atento a sus diferencias que a la trama de la película, pero a la larga termina siendo como si la hubiera visto dos veces.
Cuando lo que busca son esas diferencias y reirse un poco, mira cine mudo. Puede experimentar lo que ha escuchado que experimentaban con ciertas películas algunos espectadores sordos de la época, que además de leer las cartulinas, como todos, leían los labios de los actores.
En el set de filmación, actores que aprovechaban que todavía no existía el cine sonoro y en medio de escenas solemnes decían groserías o banalidades, sin dejar de poner caras románticas, dramáticas, trágicas o épicas, por ejemplo.
En las butacas, espectadores que se reían solos, rodeados de analfabetos labiales en plena catarsis.* Hay un género por cada aptitud lectora, uno solemne y el otro cómico, que no se mezclan (como sí en lo tragicómico, por ejemplo).*
3.
El ex espía nunca accedió al contenido de esas frases mudas leídas por sordos. Gajes del ex oficio, imaginó y descartó que algunas fueran mensajes en clave para espías, mimetizadas con otras igual de incongruentes o escatológicas (por si algún sordo o algún espía rival se colaban en el canal). A imaginarlo lo llevó su suspicacia o su paranoia (temperaturas altas); a descartarlo, su perspicacia, o apenas un razonamiento sereno (temperaturas bajas, las de una cabeza fría, como se dice).
Cada lado crece a expensas del otro: cuanto más suspicaz o paranoico, menos lúcido y perspicaz; cuanto más lúcido y perspicaz, menos suspicaz o paranoico. Luego, que lo haya podido descartar significa que ese brote fantasioso tanta lucidez no restó. Repasemos la que le alcanzó para desechar la trama conspirativa.
Puede haber envíos programados, que justificarían esperar la fecha de un estreno, pero por lo general cuando un espía tiene necesidad de comunicar algo también tiene urgencia.
Y lo más prudente es destruir el mensaje después de entregado, no dejar que se repita y se difunda tantas veces como funciones tenga cada una de las copias de la película.
Y por último, pero no menos importante, eso de esconder algo poniéndolo a la vista de todos puede funcionar mucho mejor en una ficción que en el trabajo; es preferible poner el mensaje en un lugar menos público y concurrido que una pantalla de cine.
Quedamos entonces en que en el set de filmación hay actores bromeando, no infiltrados que hacen de actores que bromean para pasar un mensaje. ¿Qué hacen al bromear? ¿Es una diversión repentista o es una costumbre instalada? ¿Es un sabotaje a la actuación del otro, una chanza para sacarlo de su personaje (como un duelo entre trapecistas en plena función, pero más inofensivo)? Falta información y no acuden a su relevo inferencias a partir de lo que hay. Hagamos las que podamos hacer.
Para empezar, no es lo mismo tener que volver a filmar una escena usando digital que usando celuloide, y menos en los comienzos de la industria del cine, cuando habrá sido un insumo más caro que después (para no hablar de las horas hombre malgastadas). Si con cierta frecuencia sucedía que un bromista se tentaba durante el rodaje, o hacía que se tentaran sus colegas, los costos habrían estimulado la erradicación de esa práctica.
Los sordos que ríen solos nos dicen que la toma quedó. La práctica no se erradicó: ahí hay una registrada; luego, no alcanzó esa cierta frecuencia intolerable. La tentación existió, pero no surtió efecto.
Para empezar, no es lo mismo tener que volver a filmar una escena usando digital que usando celuloide, y menos en los comienzos de la industria del cine, cuando habrá sido un insumo más caro que después (para no hablar de las horas hombre malgastadas). Si con cierta frecuencia sucedía que un bromista se tentaba durante el rodaje, o hacía que se tentaran sus colegas, los costos habrían estimulado la erradicación de esa práctica.
Los sordos que ríen solos nos dicen que la toma quedó. La práctica no se erradicó: ahí hay una registrada; luego, no alcanzó esa cierta frecuencia intolerable. La tentación existió, pero no surtió efecto.
Por fuerza, así debió haber sido la mayoría de las veces que existió; de otro modo, las molestias caras no se habrían mantenido por debajo de ese umbral de tolerancia (más bajo cuanto más alto es el costo de volver a filmar).
Ningún director incluiría las tomas en que la tentación venció, con caras risueñas en escenas serias; si las hubo, además de ser las menos, quedaron descartadas. Por lo tanto, sólo puede haber registro (y constancia) de las tomas en que el bromista fracasó, que se mimetizan con las normales cada vez que un analfabeto labial mira sin sospechar nada.
Ningún espectador, sordo o no sordo, ve en ninguna escena una cara desencajada por la tentación, ni siquiera desconcentrada. La disociación alcanzada por el actor que hace el chiste y por el que lo resiste les permite estar en pantalla. Y si en algún caso uno de ellos parece sobreactuar, el público de capacidades diferentes lo atribuirá a una impericia profesional, nunca a una resistencia que está sobrecompensando la tentación.
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