Divido el pedazo que tengo miedo de que sea demasiado bueno y no quede para el final. Zafo, pero la divisibilidad sólo posterga el dilema.
— el Zambullista (@Zambullista) 29 de mayo de 2016
Lado A. El raviol con queso gratinado va a estar menos rico al final que ahora, pero más rico que los otros y digno de ser un último sabor.
— el Zambullista (@zambullista) abril 22, 2015
Lado B. El último sabor no es necesariamente el mejor de la cena. Mejor que un raviol con mucho queso pero tibio es uno igual y caliente.
— el Zambullista (@zambullista) abril 22, 2015
X prefiere las fajitas marca Acme más tostadas; las blanquitas las come con resignación y por la obligación moral de no tirar comida. El paquete ideal para X es uno con todas las fajitas quemadas o casi. Eso sería mucha suerte para X o el indicio de que la disyuntiva más/menos cocidas se convirtió en una de sabores (hay cajas de alfajores sólo de nuez o chocolate o dulce de leche, además de surtidos o mitad y mitad).
Hasta donde sé, los estados cruda/cocida/tostada/quemada no han merecido nunca empaques separados, como si fueran gustos y no una diferencia en el interior de un gusto. No serán gustos diferenciados, pero a X le significa pasar de la fascinación al disgusto. ¿Cuál es el menú de estrategias que tiene X para darse el gusto lo mejor posible en cada caso?
Como el paquete tiene su franja central transparente, podemos descartar que al lado de X haya uno de fajitas todas blancas. O es uno surtido o es uno de fajitas todas favoritas. Si es esto último, X tuvo suerte en las góndolas y no necesita comer decidiendo en qué orden, o sea, usando una estrategia de degustación. Consideremos el caso más probable y común: el paquete es surtido. No es para X ni el peor ni el mejor de los casos; parece una solución de compromiso: es el caso intermedio, con una convivencia de sabrosas e insulsas.
Una opción cerebral es comerlas yendo de menor a mayor. Pero si X tiene una necesidad alta de satisfacciones, ir con tantas ganas a comer algo que no le gusta, o le gusta apenas, puede ser frustrante. X entonces abandona la serenidad y el plan y empieza a darse el gusto con el grupo de las fajitas tostadas, que no l@ decepcionan. Pero si X comiera ansiosamente todas las fajitas tostadas primero, priorizando el presente más corto (o el futuro más inmediato), comería después las que menos (o nada) le gustan con más resignación o sentido del deber que ganas. "Para no desperdiciar", podría pensar. (Sobre el sentido del deber con la comida, mi abuela tocaya me instaba a terminar un plato recitando con acento andaluz: "El mandamiento del pobre: reventar antes que sobre".)
Si X bajó lo suficiente su necesidad de satisfacciones al momento de llegar a las fajitas blancas, éstas ni siquiera tendrán el favor de un hambre que las haga parecer ricas. Como sea, significaría que el último sabor subsistente en el paladar de X, una vez terminado el paquete, sería el de una fajita crudebunda. X prefiere las otras fajitas tanto como quedarse con otra inercia en el paladar. El culto del sabor póstumo le evita a X quedar enganchado en la ronda de la euforia de las favoritas y la medianía de las otras, que le haría abrir otro paquete. Reserva algunas fajitas tostadas para el final y come las blanquitas crudonas con una expectativa nueva y un doble foco (de lo que está comiendo aquí y ahora y de lo que espera comer allá, al final del banquete y del paquete).
No hay comentarios
C o m e n t a r