Introducción
En la parte VII de “El narrador”, para ilustrar «la condición de la verdadera narración» Walter Benjamin da su versión de la historia de Psaménito, el rey que no lloró con «la desgracia de sus hijos» y sí con la de «uno de sus criados, un hombre viejo y empobrecido».
Como ahí no se dice –dice Benjamin– por qué el rey reaccionó así, hay muchas explicaciones posibles y ninguna definitiva. Por eso la narración «no se agota», a diferencia de la información: mientras una noticia «cobra su recompensa exclusivamente en el instante en que es nueva»,
«esta historia aún está en condiciones de provocar sorpresa y reflexión. Se asemeja a las semillas de grano que, encerradas en las milenarias cámaras impermeables al aire de las pirámides, conservaron su capacidad germinativa hasta nuestros días».
En la
Parte I del ensayo, el
universo de datos sobre el que anduve constelando fue la versión de Benjamin, que dice seguir a Heródoto y a Montaigne al contar y comentar lo que pasó. Para ver cuánto los sigue y cómo, amplío mi universo de datos a lo que ellos dos escribieron sobre el caso.
A lo largo de esta larga Parte II me propongo hacer al menos tres cosas (aunque no por igual):
1) hablar del tema en sí del que habla la historia de Psaménito (el sentido común de las reacciones, que junto con las acciones forman el conjunto de las interacciones);
2) comparar las tres versiones de la historia;
3) hablar de las maniobras u operaciones de lectura (elige tu propia aventura metafórica) con que se hacen las versiones.
Empiezo por la segunda tarea; en su desarrollo se irán cruzando las otras dos.
1.
No es mi intención buscarle la quinta pata al gato, pero hay una explicación más de la paradoja, además de
las cuatro barajadas en “El narrador”; es una que Benjamin ignora dos veces. Debería ser la primera, porque es la del propio Psaménito, según la escribe Heródoto, el que «no explica nada». Benjamin la ignora ahí y en el ensayo de Montaigne, que no la ignora (con perdón de la obviedad). Vamos por partes.
Empecemos por la fuente común a Montaigne y a Benjamin. Y vayamos un poco más atrás en el episodio del suplicio de Psaménito.
En el capítulo XIII del
Libro III de
Historias, Heródoto cuenta que, en la batalla que perdieron, los egipcios primero «se entregaron a la fuga sin orden alguno» y luego se encerraron en la plaza de Menfis. Cambises, el vencedor rey de Persia, «les envió río arriba una nave de Mitilene, en que iba un heraldo persa encargado de convidarlos a una capitulación» (traducción de Bartolomé Pou, jesuita español del siglo XVIII).
Derrotados, encerrados y sitiables, a los egipcios les habría convenido aceptar el convite. O al menos recibirlo. O casi cualquier otra cosa que lo que hicieron al divisar la nave:
«Apenas la ven entrar en Menfis, cuando saliendo en tropel de la fortaleza y arrojándose sobre ella, no sólo la echan a pique, sino que despedazan a los hombres de la tripulación, y cargando con sus miembros destrozados [...] entran con ellos en la plaza. Sitiados después en ella, se entregaron [...] al cabo de algún tiempo.»
No sabemos al cabo de cuánto tiempo se entregaron. Pero sabemos que diez días después de eso (y ya en el capítulo XIV citado por Montaigne y Benjamin), Cambises ordenó que Psaménito, en compañía de otros egipcios,
«fuera expuesto en público y sentado en los arrabales de la ciudad, para probar del siguiente modo el ánimo y carácter real de su prisionero».
Y lo siguiente es ese modo escalando en intensidad dos veces, ambas más allá de lo reaccionable y expresable (según nos enteraremos en el final de la escena, gracias a una respuesta).
La primera prueba es la de la hija «y en compañía de ella, por mayor escarnio, otras doncellas escogidas entre las hijas de los señores principales vestidas con el mismo traje que la hija del rey», a la que habían vestido de «esclava» y enviado a buscar agua.
Montaigne y Benjamin prescinden de la compañía que tiene la hija («por mayor escarnio», interpreta y
agrega el traductor Bartolomé Pou), quizás porque los dos resumen a Heródoto quitando lo que estiman menos relevante. O quizás porque sin las otras «hijas de los señores principales» alrededor, la hija del rey se singulariza; tanta visibilidad acompaña tanta afinidad y redobla la perplejidad de por qué Psaménito no lloró ahí.
Y para que ese llanto brille por su ausencia, en Montaigne y en Benjamin, como en Heródoto, Psaménito está rodeado de (y recortado contra) varios egipcios «partícipes de su infamia y exposición en los arrabales», que lloran cuando hay que llorar. (El otro que también aparece acompañado en los tres autores es el mendigo, que es reconocido «entre los prisioneros» por Psaménito.)
En la segunda prueba, el hijo también marcha acompañado al cadalso (o «con el desfile que lo llevaba a su ejecución», como escribe Benjamin; Montaigne, aun más sintético, lo hace marchar solo). ¡Se va la segunda!:
«Apenas habían pasado las damas con sus cántaros, cuando Cambises tenía ya prevenida otra prueba mayor, haciendo que allí mismo, a vista de su infeliz padre, apareciese también el príncipe su hijo con otros 2.000 egipcios, todos mancebos principales, todos de la misma edad, todos con dogal al cuello y con mordazas en la boca. Iban estas tiernas víctimas al suplicio para vengar en ellas la muerte de los que en Menfis habían perecido en la nave...»
La gracia de esta narración es la reacción de Psaménito, pero capaz sirva para algo comparar las de sus hij@s. En principio, parecen presentarle el menú al padre: gritar o no gritar, esa es la cuestión. Gritan y lloran las hijas, que son correspondidas por sus padres (excepto uno):
«Fueron pasando [...] las damas con grandes gritos y lloros por delante de sus padres, quienes no pudieron menos de corresponderlas gritando y llorando también al verlas tan maltratadas, abatidas y vilipendiadas; pero el rey Psaménito, al ver y conocer a la princesa su hija, no hizo más ademán de dolor que bajar sus ojos y clavarlos en tierra.»
No gritan (ni se dice que lloren) los hijos, que marchan hacia el cadalso con nudos de ahorque y mordazas. Sus padres sí gritan y lloran, excepto uno, justo el que está atado a un poste y queda con los ojos clavados en el suelo:
«Psaménito, mirando los ilustres reos que pasaban, por más que entre ellos divisó al príncipe, su hijo, llevado al cadalso, y a pesar de los sollozos y alaridos que daban los egipcios sentados en torno de él, no hizo más extremo que el que acababa de hacer al ver a su hija.»
El dolor que le causó ver así a sus hij@s le hizo de mordaza, dirá más adelante (y con otras palabras).
El Cambises de Heródoto actúa a escala sociedad egipcia: afecta no sólo a la familia real, sino también a la clase de donde puede surgir otra (esclavizando a sus doncellas –«escogidas entre las hijas de los señores principales»– y matando a dos mil de sus «mancebos principales, todos de la misma edad»). El Cambises de Montaigne y el de Benjamin actúan a escala familia real o menos, drama personal (como si la esclavización de la hija y la ejecución del hijo fueran cosas que le pasan a él más que a ell@s).
También a esta escala los Cambises difieren. Ahí donde Heródoto habla de poner a prueba a Psaménito (como Jehová a Job), Benjamin escribe que Cambises «se propuso humillarlo». Su Cambises es sólo vengativo o es gratuita o perversamente malo, como un villano; el de Heródoto tiene un fin (medir la dureza o «entereza» de Psaménito), objetivo para el cual la humillación es un medio (o el efecto de un medio, como es el suplicio humillante mediante el cual se examina al rey).
Además de perseguir un fin, esta otra «prueba mayor» es el cumplimiento de una «sentencia de los jueces regios», que dispusieron «que murieran diez de los egipcios principales por cada uno de los que [...] habían cruelmente fenecido» en Menfis. En Heródoto, la venganza está en la sentencia de una corte judicial, por parcial que sea; en Benjamin, en la alta discrecionalidad de un individuo regio; allá está más institucionalizada que acá.
Benjamin filtra el carácter de prueba que tiene el suplicio creciente y al medio lo vuelve un fin, la búsqueda de un daño. Filtrado y conversión que son operaciones de lectura sobre una parte de la historia que Benjamin
no dejó afuera (en breve veremos una que sí).
Lo mueva a Cambises un afán de examinador o uno de humillador, lo cierto es que ya no le queda una prueba o una humillación mayores por hacer. Pero entonces ocurre algo inesperado:
«Pasada ya aquella cadena de condenados al suplicio, casualmente uno de los amigos de Psaménito, antes su frecuente convidado, hombre de avanzada edad, despojado al presente de todos sus bienes y reducido al estado de pordiosero, venía por entre las tropas pidiendo a todos suplicante una limosna a vista de Psaménito, el hijo de Amasis, y de los egipcios partícipes de su infamia y exposición en los arrabales. No bien lo ve Psaménito, prorrumpe en gran llanto, y llamando por su propio nombre al amigo mendicante, empieza a desgreñarse dándose con los puños en la frente y en la cabeza.»
En el eco de la cita, los comentaristas de Heródoto le agregan al gesto su significado y su grado, como si lo tradujeran:
«...empezó a golpearse la cabeza y a dar signos de un dolor extremo» (Montaigne);
«...sólo entonces comenzó a golpearse la cabeza con los puños y a mostrar todos los signos de la más profunda pena» (Benjamin).
Los signos de dolor o pena pueden cambiar de cultura en cultura y de época en época. Los agregados que los "traducen" se preocupan por dejar en claro que la intensidad en cuestión es extrema o profunda, como la esperada ante «la desgracia de sus hijos», que estuvo en las antípodas (el padre ni «se inmutó»).
Ese grado alto de lo inadecuado sala un jamón crudo. La sed de explicación se vuelve abrasadora. Benjamin no resuelve (en el sentido narrativo o musical del término): hace terminar la historia en este punto álgido, en plena tensión; Heródoto y Montaigne, no.
2.
Lejos de no explicar nada y de la sequedad absoluta, Heródoto dice que Cambises, enterado de la reacción de Psaménito, se preguntó lo mismo que Montaigne, Benjamin, vos y yo: ¿por qué? Pero no sólo se lo preguntó a sí mismo, sino que se lo mandó a preguntar a Psaménito, aprovechando que lo tenía ahí de contemporáneo (Montaigne, Benjamin, vos y yo, no). En la continuación que Benjamin omitió, Heródoto lo cuenta así:
«Admirado de lo que se le relataba por medio de un mensajero, manda hacerle una pregunta: “Cambises, vuestro soberano, dícele el enviado, exige de vos, Psaménito, que le digáis la causa por la que, al ver a vuestra hija tan maltratada y el hijo llevado al cadalso, ni gritasteis ni llorasteis, y acabando de ver al mendigo, quien según se le ha informado en nada os atañe ni pertenece, ahora por fin lloráis y gemís”.»
Y no sólo se lo mandó a preguntar, sino que recibió respuesta:
«A esta pregunta que se le hacía respondió Psaménito en estos términos: “Buen hijo de Cyro, tales son y tan extremados mis males domésticos que no hay lágrimas bastantes con que llorarlos; pero la miseria de este mi antiguo valido y compañero es un espectáculo para mí bien lastimoso, viéndole ahora al cabo de sus días y en el linde del sepulcro, pobre pordiosero, de rico y feliz que poco antes le veía”.»
Y no sólo recibió una respuesta, sino que le pareció tan sabia y conmovedora que la premió con el respeto y buen trato hacia quien venía de querer quebrar:
«Esta respuesta, llevada por el mensajero, pareció sabia y acertada a Cambises; y al oírla, dicen los egipcios que lloró Creso, que había seguido a Cambises en aquella jornada, y lloraron asimismo los persas que se hallaban presentes en la corte de su soberano; y este mismo enternecióse por fin, de modo que dio orden en aquel mismo punto para que sacasen al hijo del rey de la cadena de los condenados a muerte, perdonándole la vida, y desde los arrabales condujesen al padre a su presencia.»
Lo del hijo no pudo ser; cuando en el capítulo XV los mensajeros del perdón llegaron al cadalso, acababan de decapitarlo (fue el primero de dos mil, un privilegio de pertencer). Lo suyo quedó en anulación de decapitación en grado de tentativa.
Pero a papá Psaménito sí le fue bien: lo bajaron de un poste en los «arrabales de la ciudad» y lo llevaron
«ante Cambises, en cuya corte, lejos de hacerle violencia alguna, se le trató desde allí en adelante con esplendor, corriendo sus alimentos a cuenta del soberano».
Este viraje en la suerte de Psaménito es inimaginable desde el punto de corte de Benjamin (la reacción) y también, aunque tal vez menos, desde el de Montaigne (la respuesta). El premio a la respuesta del porqué de la reacción falta en ambos, pero Montaigne lo tiene a 1 paso y Benjamin a 3 (además, esa especie de magnanimidad de vencedor contrasta con su Cambises, que es sólo cruel).
El Cambises de Benjamin es un humillador que falla dos o tres veces en arrancarle a Psaménito signos de dolor (con el desfile triunfal persa, con la hija esclavizada y con el hijo a ejecutar). Psaménito da esos signos, incluso extremos, pero ante una escena casual, que no es parte del plan para quebrarlo (
¿A quién se le hubiera ocurrido recurrir a un criado?, se pregunta retórico el sentido común).
En cambio, el Cambises de Heródoto le hace a Psaménito una prueba de resistencia y otra de inteligencia: dos o tres exámenes prácticos para probar «el ánimo y carácter real de su prisionero» y uno teórico para probar su sabiduría, que reducido a una pregunta puede lucir así:
?
Los guai, de Jardiel Valente.
La respuesta que da Psaménito es premiada por Cambises con su vida, su libertad y su bienestar. Ya sería bastante, pero Heródoto agrega un premio que pudo haber sido y no fue (como castigo a –y prevención de– una "traición" contra «vuestro soberano»):
«...y aun se la hubiera dado en feudo la administración del Egipto, si no se le hubiera probado que en él iba maquinando sediciones.»
Esta actitud, de nuevo inimaginable en el Cambises de Benjamin, no es privativa del rey; es una característica nacional y una política consuetudinaria:
«...siendo costumbre y política de los persas el tener gran cuenta con los hijos de los reyes, soliendo reponerlos en la posesión de la corona aun cuando sus padres hayan sido traidores a la Persia.»
3.
Todo esto Benjamin lo dejó afuera. No voy a hacer suposiciones (tan irrefutables como indemostrables) sobre por qué o para qué lo dejó afuera, o si sabía o no lo que estaba haciendo. Pero sí voy a intentar razonar qué relación tiene ese descarte con su tesis de la narración. Recordémosla:
«Esta historia permite recapitular sobre la condición de la verdadera narración. La información cobra su recompensa exclusivamente en el instante en que es nueva. Sólo vive en ese instante, debe entregarse totalmente a él, y en él manifestarse. No así la narración pues no se agota. Mantiene sus fuerzas acumuladas, y es capaz de desplegarse pasado mucho tiempo.»
Para que la historia de Heródoto facilite (o al menos permita) hacer esa recapitulación, Benjamin le quita la pregunta de Cambises y la respuesta de Psaménito. Si esa caracterización es cierta aun siendo falso el ejemplo con que la ilustra (o la evidencia con que la verifica), Benjamin actuó como esos policías vagos que prefieren plantar una prueba en un jarrón a buscarla en un cajón. Empecemos por distinguir su maniobra de otras vecinas.
No es que para resumir la historia Benjamin filtró detalles y rasgos o descartó partes que no venían al caso, algo que también hizo (igual que Montaigne y que cualquiera que quiera contarla). Acá la operación es otra: Benjamin amputó la narración que usó de ejemplo de narración. ¿Cómo lo hizo? Callando a Heródoto y a Montaigne a la misma altura de sus relatos (o haciendo callar a Montaigne justo antes de que hable de lo mismo que le había hecho callar a Heródoto, para decirlo con un flashback).
No hubo un teléfono roto de tres eslabones (Heródoto→Montaigne→Benjamin), sino tres de dos (Heródoto→Montaigne, Heródoto→Benjamin, Montaigne→Benjamin). O también: hubo dos fuentes separadas, no una (Heródoto) dentro de otra (Montaigne). Lo sabemos porque Benjamin menciona la «marcha triunfal de los persas», que Montaigne no. Voy a exprimir un poco esta diferencia.
Lo que es seguro es que Benjamin no saca la historia de Psaménito de su analogador Montaigne. Si la saca directamente de Heródoto (la cita bibliográfica es muy precisa) o de alguien que la resumió, andá a saber; pero de Montaigne, no. (De paso que vas a saber, avisá si me apuré en sacar conclusiones.)
Lo que hizo Benjamin sería análogo a que te contaran que un escorpión le pidió a una rana que lo cruzara y en medio del río la picó.
—¿Por qué?
--Ah, Esopo no explica nada.
~Bueno, sí. De hecho, la fábula no necesita hacerse la misteriosa para atraer visitantes, que no se privan de cerrar con el remanido remate rebanado (“Porque estaba en mi naturaleza hacerlo” –o similar).
Como sea, Benjamin cortó la historia en la reacción de Psaménito. Montaigne también, pero la retomó (
Ensayos, Libro I, Capítulo II, “La tristeza”; traducción de Bayod Brau):
«Se cuenta que el rey de Egipto Psaménito, vencido y capturado por el rey de Persia Cambises, al ver pasar ante él a su hija prisionera, vestida como una criada, a la que enviaban a por agua, se mantuvo firme sin decir palabra, con los ojos fijos en el suelo, mientras todos sus amigos gemían y sollozaban en torno suyo. Poco después, vio también conducir a su hijo a la muerte y permaneció en la misma actitud. Pero añaden que, cuando reparó en uno de sus amigos, al que conducían entre los prisioneros, empezó a golpearse la cabeza y a dar signos de un dolor extremo.
Cabría asociar este relato a lo que hace poco vimos en uno de nuestros príncipes. Encontrándose en Trento, se enteró de la muerte de su hermano mayor —un hermano en el que radicaba el sostén y el honor de toda la familia— y, poco después, de un hermano pequeño, su segunda esperanza. Soportó las dos acometidas con ejemplar entereza. Pero cuando, unos días más tarde, murió uno de sus hombres, se dejó arrastrar por este último infortunio. Abandonando su firmeza, se entregó al dolor y a los lamentos, de suerte que algunos concluyeron que sólo la última sacudida le había afectado en lo vivo. Pero, a decir verdad, lo que sucedió es que, lleno y colmado de tristeza por lo demás, una mínima sobrecarga rompió los límites de su resistencia.»
Lo que Benjamin le atribuye decir sobre Psaménito (con otras palabras: «...estando tan saturado de pena, sólo requería el más mínimo agregado para derribar las presas que la contenían»), Montaigne lo dice sobre «uno de nuestros príncipes», el cardenal de Lorena (la víctima que fungió de «mínima sobrecarga», según la
nota al pie #5, «era, al parecer, su enano favorito»). Podría objetarse que da igual, porque lo está equiparando a Psaménito, si inmediatamente después Montaigne no añadiera esto:
«Otro tanto podría pensarse, a mi juicio, de nuestra historia, si no añadiera que Cambises preguntó a Psaménito por qué la desgracia de sus hijos no le había conmovido y, en cambio, soportaba con tan poca entereza la de sus amigos. “Sólo este último dolor”, respondió, “puede expresarse con lágrimas; los dos primeros rebasan con mucho cualquier posible forma de expresión”.»
Ambos añadidos, el de Montaigne y el de «nuestra historia», son rebanados por Benjamin como Procusto rebanaba los pies o la cabeza que sobresalían de su lecho. Si no lo hiciera, no podría decir que «Heródoto no explica nada» y que, ante ese silencio de origen, no hay explicación que cierre el caso. La que le atribuye a Montaigne es una entre otras, como las tres que agrega; ninguna tiene más razón para imponerse.
En teoría puede ser así; en los hechos, hubo una. No una definitiva de tan imponente, pero sí una narrada. Benjamin hace dos cosas imbricadas: la excluye de su resumen, en el que encima declara que no existe (si esa respuesta fuese Jesús y Psaménito fuese Pedro, otro gallo cantaría). Exclusión y negación:
♬ “¡Vaya forma de saber / que aún quiere llover sobre mojado!”
♫. Se volvió a salar lo salado (o se desaló lo insulso, como prefieras).
4.
Las lecturas que se hagan sobre la omisión de Benjamin pueden ser tan equipotentes como las que Benjamin listó sobre la reacción de Psaménito. Una de ellas puede decir que Benjamin parece subestimar la narración que ensalza, que bien puede «provocar sorpresa y reflexión» con la respuesta de Psaménito adentro. No necesita ser un informe «absolutamente seco»; un poco de humedad no lo va a matar.
Prueba de eso es la reflexión que hace Montaigne, hilvanada a través de casos análogos. Como había hecho con el Psaménito parcial, al que había asociado con el desborde del cardenal de Lorena, al Psaménito definitivo lo asocia, para empezar, con la representación que un pintor hizo de un dolor así de inefable:
«Acaso se acomodaría a estas palabras el hallazgo de un antiguo pintor. Tenía que representar la aflicción de los asistentes al sacrificio de Ifigenia según el grado en el cual la muerte de la hermosa muchacha inocente afectaba a cada uno. Al llegar al padre de la doncella, agotadas las últimas fuerzas de su arte, lo pintó con el rostro cubierto, como si ningún gesto pudiese representar tal grado de sufrimiento.»
Un
comodín no tiene palo ni número, pero se acomoda a lo que se necesite: puede asumir cualquiera de los que hay en el mazo. Ese rostro cubierto tampoco tiene gestos pero, a diferencia del comodín, no puede tener ninguno. ¿Por qué? Porque ninguno de los que puede tener puede «representar tal grado de sufrimiento».
Se trata de una imposibilidad, a diferencia del impedimento que sufrió el hijo amordazado. Es el más allá de las reacciones, donde el pintor tiene «agotadas las últimas fuerzas de su arte» (mal puede haber representación de un gesto que no puede haber).
Del Psaménito parcial al definitivo, pasamos de la gota que rebalsó el vaso a los dolores que «rebasan con mucho cualquier forma de expresión» y que superan cualquier capacidad de reacción –lo que viene a ser lo mismo.
Hay otras intensidades que te pueden dejar así; más adelante Montaigne dará unos cinco ejemplos letales de alegría y uno de vergüenza. Pero también hay intensidades igual de paralizantes pero no tan permanentes, incluyendo algunas placenteras, o extáticas, o sublimes, etc.
Pese a la enumeración, no es necesario para producir ese efecto que las intensidades sean serias, sesudas, solemnes, importantes... Hasta pueden ser lo que algunos paladares llamarían banales. Una improvisación de Keith Jarrett te puede dejar mudo y sin reacción, pero también el segundo gol del Diego a los ingleses en vivo y en directo (basta que la emoción estética por la joya que viste gestar supere lo suficiente a la emoción agonal de vencer ahí a un rival así).
En definitiva, de un Psaménito a otro pasamos de la secuencia (hay acumulación y desborde) a la casuística (hay distintas alturas de dolor).
Acá ya no importa el orden, sino el «grado de sufrimiento» en cada caso. Para los males mayores, no hay gesto (o cualquier otra forma de expresión) ni hay representación posible; para males menores, sí: «sólo este último dolor puede expresarse con lágrimas» y significarse/representarse con puñetazos en la cabeza, a cara descubierta (¿a quién no le va a parecer el gesto de un «dolor extremo» esa autoflagelación?).
La pregunta de Cambises fue parcialmente respondida. El Psaménito de Montaigne contesta por qué es posible que haya lágrimas ahí, cuando se le preguntó por qué hubo tantas (o sea, por qué «soportaba con tan poca entereza la [desgracia] de sus amigos»).
Ahí donde el Psaménito de Montaigne ve una diferencia de grado, el de Heródoto ve una de resortes: dice lo mismo sobre por qué no lloró («tales son y tan extremados mis males domésticos que no hay lágrimas bastantes con que llorarlos; pero...»), pero dice haber llorado por lástima, no por amor (como habría sido si hubiera llorado por sus hij@s –y por amor fue que no pudo llorar: si no le importasen tanto no le excederían la capacidad de expresión/reacción):
«...la miseria de este mi antiguo valido y compañero es un espectáculo para mí bien lastimoso, viéndole ahora al cabo de sus días y en el linde del sepulcro, pobre pordiosero, de rico y feliz que poco antes le veía.»
¿El compañero caído en desgracia («antiguo valido» es otro agregado de Bartolomé Pou) es lo que el Psaménito de Heródoto teme haber empezado a ser o llegar a ser en breve, desembocar? De ser así, lo «para mí» explicaría mucho de lo «bien lastimoso» que es el «espectáculo» de un devenir menguante, una decadencia pronunciada: de «rico y feliz» a «pobre pordiosero».
En la traducción de Pou (s.XVIII), la decadencia está por ser letal: el compañero se encuentra «al cabo de sus días y en el linde del sepulcro». En la traducción de María Rosa Lida de Malkiel (s.XX), no: «la desgracia de mi compañero es digna de llanto, pues cayó de gran riqueza en indigencia al llegar al umbral de la vejez».
La parábola de esa caída en desgracia Benjamin la reduce a su condición y su estado resultantes: el mendigo es «un hombre viejo y empobrecido» (le puso una muerte indefinidamente cercana, no inminente; y nada dice de lo reciente de ese empobrecimiento).
Como glosar, como resumir, como analizar, traducir es escribir una lectura, por si hacía falta decirlo. La escribís en el lenguaje de tu época (mínimo, dos: el general y el literario), tanto o más que con un estilo personal. Y sin estilo ni época libres de traducir fuera del tarro, por si hacía falta decirlo.
Así como comparo las versiones de Montaigne y de Benjamin entre sí y con la de Heródoto, debería hablar del Heródoto de Bartolomé y del Heródoto de María Rosa (que es el más parecido al Heródoto de Heródoto). Pero prefiero hablar de Heródoto a secas y avisar cuando Bartolomé agregue cosas en su traducción/versión. De hecho, dentro de poco vamos a hablar de diferentes tipos de agregado.
Con perdón de la obviedad, toda lectura trabaja con un universo de datos. Uno es el del texto original de la historia; otro, el de una traducción suya; otro, el de una glosa, resumen o comentario. Pasando de uno a otro, algún dato puede caerse y algún otro subirse.
Cuanto más se apoye una hipótesis o una conjetura en detalles y matices, más sensible será a esas variaciones; nunca falta una que la tire abajo o la haga tambalear. Le pasa lo que a la página perfecta, según la describe Borges en “La supersticiosa ética del lector”:
«La página de perfección, la página de la que ninguna palabra puede ser alterada sin daño, es la más precaria de todas. Los cambios del lenguaje borran los sentidos laterales y los matices; la página “perfecta” es la que consta de esos delicados valores y la que con facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la página que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba.»
Ejemplo de conjetura dañada por un cambio de dato: si el mendigo no está a punto de morir, sino empezando a envejecer, Psaménito se queda con uno de los dos rasgos de identificación que podrían haber contribuido al llanto: pierde el de la muerte próxima, retiene el de la decadencia abrupta.
El protagonista del espectáculo dentro del espectáculo (como el teatro dentro del teatro de
Hamlet) no le es ajeno a su espectador forzado (¿esa empatía aporta 3/5 de las lágrimas?) y además su situación refleja parcialmente la propia (¿2/5? ¿menos? ¿igual? ¿al revés? ¿más?).
Si esto es así, Psaménito supo
verse a sí mismo como en una
cosa situación ajena. De un modo análogo, el rey Iadava supo ver reproducida la batalla de Dacsina (donde perdió a su hijo, el príncipe Adjamir) en una partida de ajedrez que le hizo comprender el valor de ese
sacrificio. El reconocimiento curó a Iadava, lo sacó de la tristeza, que era lo que se había propuesto Sessa al obsequiarle el juego que acababa de inventar. Otras anagnórisis te meten en la tristeza.
5.
Retomemos la perspectiva donde lo que hay es una paradoja psicológica. A sólo seis meses de su reinado, una derrota militar enfrenta al rey de Egipto a ese espejo tan probable y llora como no había llorado ante la ventana que le mostró a sus hij@s. Llora lo inenvidiable como se esperaba que llorase lo indeseable.
La paradoja se deshace si se cambia de expectativas y no se ata una cosa a la otra. Por razones separadas, al Psaménito de Heródoto no lo quiebra una conexión (con hija e hijo) y sí una lastimosa visión (de un yotro). No hay un entrelazamiento paradójico; hay una sucesión de un dolor inexpresable y una aleación de compasión y autocompasión (no tan dolorosa como para ser inexpresable).
En la pregunta de Cambises, en cambio, la reacción es mayor (o más probable) en la medida en que sube por una escala que va de un menor a un mayor involucramiento (como puede ser una conexión familiar). Como transgredisteis dos veces ese sentido común (una por falta de reacción, la otra por exceso),
«“Cambises [...] exige de vos, Psaménito, que le digáis la causa por la que, al ver a vuestra hija tan maltratada y el hijo llevado al cadalso, ni gritasteis ni llorasteis, y acabando de ver al mendigo, quien según se le ha informado en nada os atañe ni pertenece, ahora por fin lloráis y gemís”.»
Para María Rosa, Cambises «pregunta», no «exige». Todo un detalle, pero el poder lo sigue teniendo él. No se cambia un dato; sólo se lo matiza. En otro caso se lo explicita o subraya y en otro se lo inserta a fuerza de interpretar. Veámoslos.
La impaciencia de ese «ahora por fin», otro agregado de Pou, está en la lógica de la historia de una reacción demorada y equivocada: debió haber sido antes y diferente (que sea así es injusto, sienten: no se premia el mérito mayor y sí el menor, creen).
En cambio, el agregado que deja al amigo «en el linde del sepulcro» no explicita una inminencia: la inventa.
—¿O exagera una cercanía?
~¿Cómo saber si está graficando la cercanía a la muerte o exagerándola?
—Entonces es posible sospechar que sí.
~Si te dijera que “X está más cerca del arpa que de la guitarra”, ¿creerías que estoy exagerando el inicio de la vejez o que estoy graficando su final? ¿Por qué optarías por la interpretación hiperbólica, si no es por ganas de andar sospechando y/o por interés en que sea así?
--La inteligencia de quien crea eso tiene un pie en la tumba.
~No exageres.
El primer agregado es lingüístico: el «ahora por fin» no traduce nada que esté en griego; interpreta que hay en el aire una impaciencia y la verbaliza a cuenta y riesgo.
El segundo agregado es narrativo: le agrega al universo de datos un estado moribundo traduciendo (mal) un fragmento griego; canjeando, no añadiendo. Pero que engorda ese universo, lo engorda.
Volvamos a Cambises, que quedó re sorpresa.
Las perplejidades son correlativas, como si fueran dos momentos de la historia loca de una reacción: ¿por qué justo le vino a faltar con la hija y el hijo y por qué encima le vino a sobrar con un mendigo?; ¿por qué nada con tanto y tanto con tan poco?
El enigma es tan alto que vale más así que resuelto (Toma 2: garpa más abierto que cerrado). Y así lo entendió o lo quiso Benjamin, que dice que Heródoto «no explica nada» mientras silencia su explicación. Y así también lo entiende Dunraven en el cuento de Borges “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”. Le contó la historia de Abenjacán a su amigo Unwin, que ahora está por resolver el caso cambiando los hechos para que sí tengan sentido (o sea, para que dejen de ser misteriosos):
«Dunraven, versado en obras policiales, pensó que la solución del misterio siempre es inferior al misterio.»
—¿Y por qué?
~Misterio.
--El porqué está en la continuación de la cita:
«El misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos.»
—Si cortabas acá la cita, no había pregunta.
--Ni misterio. O menos.
~Es que esa solución me pareció inferior al problema enigma planteo misterio.
--Y entonces la dejaste afuera. La Gran Benjamin.
—Y de paso impediste que se predicara con el ejemplo: si, como decís, esa solución es inferior, entonces cumple con lo afirmado ahí.
~¿Y si sólo recorté limitándome a citar lo necesario? Tal vez lo que me importaba era mostrar que Dunraven pensaba algo parecido a lo que pudo haber pensado Benjamin al ♬ “amar la trama más que el desenlace” ♫ de Heródoto y de Montaigne. Tal vez no me interesaba (porque no me servía) mostrar por qué Dunraven pensaba así.
—Está bien, pero si dejaste afuera a propósito ese porqué, ¿por qué decís que lo ignorás cuando te pregunto cuál es?
~Bueno, en parte es cierto. El que da Dunraven y yo omito es UN porqué, del que ya saben qué pienso. Si existe EL porqué de la (si existe) infaltable inferioridad de la solución, lo ignoro; para mí es un misterio.
—Trucho.
~Con permiso, debo seguir el monólogo.
La inferioridad de la solución respecto del misterio es opinable en cada caso. Lo que parece cierto es que hay mayor consenso cuando el planteo te desafía con una trabazón paradojal, hueso duro de roer. Ahí es fácil que la solución no esté a la altura del problema. Tal vez ese fue el caso, para Benjamin, de la respuesta de Psaménito, que al Cambises de Heródoto le pareció muy sabia.
Para mí, es el caso de la paradoja (lógica, no psicológica) de un perro de caza infalible persiguiendo a una zorra inatrapable, que Zeus "soluciona" convirtiendo a los dos animales en
estatuas de mármol. O incluso es el caso del
Ulises de Kafka, que zafa de sirenas que aniquilan tanto cantando como callando (ahí el desafío es explicar cómo, no por qué).
La otra versión de la pregunta a Psaménito, la que da Montaigne, también ve 1 (un) evento compuesto:
«Cambises preguntó a Psaménito por qué la desgracia de sus hijos no le había conmovido y, en cambio, soportaba con tan poca entereza la de sus amigos.»
Este Psaménito también comete una doble infracción al sentido común emocional de la sociedad, que dice qué signos de dolor dar (para evitar la sospecha de insensibilidad o falta de empatía) y cuáles no (para evitar la sospecha de hipersensibilidad y «poca entereza», debilidad).
El rey está en problemas protocolares: no da los signos que tiene que dar y da los que no tiene que dar. Y en ambos casos se queda solo: en la no reacción («mientras todos sus amigos gemían y sollozaban en torno suyo») y en la sobrerreacción, cuando sólo a él lo conmovió tanto «uno de sus amigos, al que conducían entre los prisioneros».
El evento se hace aun más singular en la versión de Benjamin. Él no pone la pregunta en boca de Cambises, sino de Montaigne, que «volvió a la historia del rey egipcio, preguntándose: ¿Por qué sólo comienza a lamentarse al divisar al criado?». Tarde y mal, de nuevo.
Para el Cambises de Heródoto y el de Montaigne, y para el Montaigne de Benjamin, hij@s y mendigo compiten por el llanto del rey. El ganador es el menos pensado, como en el duelo entre David y Goliat. Pero con una diferencia importante, al menos para Benjamin: la explicación de cómo el pastor David venció al gigante Goliat es el todopoderoso Jehová; la explicación de por qué el criado hizo llorar al rey y «la desgracia de sus hijos» no, no existe, no está escrita, no está envasada en origen.
Toma 1:
Gracias a eso, hay muchas; pero ninguna se impone e invalida al resto y cada una es un despliegue nuevo de la narración, que en el medio «mantiene sus fuerzas acumuladas» (cual semillas de pirámide egipcia que «conservaron su capacidad germinativa hasta nuestros días», metaforiza Benjamin).
Toma 2:
Gracias a que no existe una explicación (gracias a que cortamos la historia justo antes), el sabor paradojal resiste; si existiera, ya no habría un eterno retorno a la historia, porque ya no estaría sin resolver. La conexión causal, que cuelga del supuesto de que sólo se vuelve a lo que falta cerrar, la hace el propio Benjamin:
«Heródoto no explica nada. Su informe es absolutamente seco. Por ello, esta historia aún está en condiciones de provocar sorpresa y reflexión.»
Si está en condiciones de provocar eso (y de suscitar revisitas que no la agotan), es más atribuible al carácter paradojal de la historia que a la historia (a la paradoja que a la narración).
Este gato por liebre puede que sea un truco de Benjamin para ser enfático: toda narración, a diferencia de cualquier noticia, tiene revisitas; pero las paradójicas y/o las irresueltas tienen más. Vamos con una de esas, así se entiende rápido y bien, pudo pensar Benjamin.
Para el Psaménito de Heródoto, a diferencia del de Montaigne, aquellas dos perplejidades son independientes. No hay una competencia por hacer llorar al rey. No hay un absurdo en cada extremo de la escala de afinidad (como para el Cambises de Heródoto) o una divisoria de expresabilidad (como para el Psaménito de Montaigne). ¿Qué hay?
Hay dos reacciones verosímiles, cada una en un eje propio. Una (la no reacción) es explicada por el dolor que excede el máximo expresable de aquella escala; la otra (la sobrerreaccón), por la compasión o la lástima ante una desgracia ajena en la que me puedo reflejar o proyectar.
6.
En el eje de lo que despierta compasión o lástima, conviene acercar afectivamente al mendigo, para favorecer la empatía sobre la que se apoya el llanto. En el eje de lo que duele según la afinidad, conviene alejarlo, si lo que se busca es hacer paradójico ese llanto. Por eso en las dos versiones que contienen la respuesta de Psaménito, el mendigo es un «compañero» (Heródoto) o es «uno de sus amigos» (Heródoto y Montaigne); en la que no, es «uno de sus criados» (Benjamin). De mayor a menor poder.
El de menor poder está en las antípodas sociales del rey y sus hij@s (de hecho, la deshonra con la hija es degradarla a criada). El alto contraste resalta la paradoja; en cambio, la solución empática y especular de la respuesta del Psaménito de Heródoto, que Benjamin ignora, la disipa (era humo), la revela ilusoria (
♬ “es un fantasma que crea mi ilusión”
♫).
El Cambises de Heródoto se suma al malentendido: el mendigo «en nada os atañe ni pertenece». Por un lado, no es tan así: no es tan poco ser «frecuente convidado», «amigo», «compañero» ni que el rey te llame por tu nombre en medio de su dolor por verte envejecido, empobrecido y mendicante. Por otro lado, la respuesta que le da Psaménito corre el eje; el grado de parentesco o afinidad "natural" deja de ser tan relevante. Pero es cierto que si excluimos esta continuación, lo más probable es que veamos la cosa igual que este Cambises (o el de Montaigne, o el Montaigne de Benjamin).
El tipo de contraste hace a la brecha. Una es más personal; la otra, más política. Heródoto y Montaigne oponen hija e hijo a amigo; Benjamin, princesa y príncipe a criado. Elige tu propia abertura.
En ambos casos se está construyendo (no descubriendo) un puente que une los extremos, por el que se espera que discurra la reacción de Psaménito, y que lo haga en determinado sentido (definido por el sentido común de las emociones, que entre otras cosas te dice por quién deberías llorar más).
—¿Y no va que se pone a discurrir exactamente al revés?
--¡Qué ganas de andar paradojeando!
~Bueno, no. Depende. Si mirás el asunto desde la respuesta del Psaménito de Heródoto, no hay ninguna paradoja. Ni es paradójico que se vea superada una capacidad de reacción (neutralidad traumática) ni es paradójico que dé lástima una decadencia rápida (conjuro catártico).
El sentido común de las emociones, que incluye al de las reacciones, indica que cuanto más «os atañe» alguien, más llorable debe ser. La pérdida de ese sentido común es la
locura de las reacciones de Psaménito, que se mantiene inmutable cuando debería conmoverse y se conmueve cuando debería mantener la «entereza».
La reacción de Psaménito amenaza una normalidad. Lo normal ahí es llorar mucho con la hija esclavizada, más con el hijo yendo al cadalso y menos o nada (porque es mostrar demasiada fragilidad) con el amigo mendicante, por muy envejecido y empobrecido que esté (las necesidades de la entereza pueden ser impiadosas).
¿Quién dijo que esa jerarquía de estímulos y reacciones, y no otra, es lo normal? Nadie; es sólo el juego de creencias que se impuso y se mantiene, pero que será reemplazado por otro cuando la sociedad renueve su sentido común y su moral. En cualquier caso, si cuestionás en qué (valor o sentido) creer, cuestionás cómo reaccionar, según qué valores, apoyándote en qué sentidos. Dime en qué crees y te diré qué sientes.
Psaménito hace todo al revés. ¿Se equivoca a la perfección o está subvirtiendo la normalidad de manera desafiante? La pregunta de Cambises se parece a un llamado a indagatoria: ¿por qué diste vuelta la significatividad de cada cosa? Si «la causa» que dé para esa reacción no satisface, una sentencia debería recalibrar a Psaménito.
Pero no será necesario. En su respuesta/declaración, en ningún momento cuestiona la jerarquía de motivos para llorar; no defiende, por caso, que un amigo deba o pueda ser más llorable que una hija o un hijo. Al contrario: dice que justamente en razón de esa diferencia dos dolores quedan fuera de la zona de expresabilidad y uno dentro.
A esos dos no pudo –porque no se puede– expresarlos con lágrimas (antes que con palabras o pinceladas: la expresión más básica es la reacción, que sucede como signo o no sucede, como le pasa cuando debe estar a la altura de motivos tan elevados, tan significativos). Fue por exceso de dolor, no por falta, que no hubo lágrimas. La jerarquía emocional se refuerza por omisión: es tan cierta que en grados altos no aplica.
Cuando fue interrogado, Psaménito estaba sospechado de tener una sensibilidad alocada (inadecuada por nula, primero, y por exagerada, después); cuando respondió, se supone que persuadió que se trataba de una sensibilidad justa y sensata. Fue sospechado de desamor hacia sus hij@s; quedó como el padre más amoroso y sufriente, algo que –lejos de desmentir– vienen a confirmar el silencio y la quietud.
7.
A Psaménito el dolor por sus hij@s lo deja mudo y quieto, pero vivo. Sobrevivió para contarla, como
Ulises al
canto de las sirenas (o a su silencio, agrega Kafka). También el padre de Ifigenia, Agamenón, sobrevive al dolor de la muerte de su hija, por inexpresable que le resulte a él y/o por irrepresentable que le resulte al pintor, que le cubre la cara. (En algunas versiones del mito, Ifigenia muere; en la mayoría, es salvada a último momento –para envidia del hijo de Psaménito.)
Si el dolor hubiera sido mayor, ¿habrían sobrevivido? ¿lo habrían soportado? ¿Que estén vivos significa que el dolor sufrido no fue todo lo fuerte que podría ser? ¿El dolor de Psaménito por sus hij@s es menor a los dolores que matan o es igual y esas víctimas fatales son más débiles?
Dentro de la vida, el otro indicador del tamaño de un dolor es cuán expresable es: cuanto más, menor; escribe Montaigne:
«Chi puo dir com’egli arde é in picciol fuoco,
[El que puede decir cómo es su ardor, arde con un fuego pequeño],
dicen los enamorados que aspiran a representar una pasión insoportable...»
«...por la violencia de un ardor extremo. Todas las pasiones que se dejan probar y digerir son sólo mediocres:
Curae leues loquuntur, ingentes stupent.
[Las cuitas leves hablan, las grandes son mudas].»
El cepo a la lengua se complementa con un cepo al cuerpo cuando se trata de un gran dolor, aunque todavía no letal:
«En verdad, la violencia de un disgusto, para ser extrema, debe sobrecoger el alma entera e impedir su libertad de acción. Así nos ocurre en plena alarma por una noticia muy desgraciada: nos sentimos atrapados, transidos y como incapaces de movimiento alguno. Cuando, más adelante, el alma cede a las lágrimas y a los lamentos, parece desprenderse, separarse y quedar más desahogada y tranquila...»
No tod@s tienen la suerte de llegar a «más adelante». Un grado por encima de esa parálisis transitoria está el dolor que te mata como una mamba negra: paralizándote hasta la asfixia. El padre de Ifigenia fue el último sobreviviente de la saga; lo siguen seis que no resistieron una intensidad así, y no sólo de tristeza, sino también de alegría y de vergüenza. Vamos por orden; la primera es una madre:
«...los poetas imaginan que Níobe, la desdichada madre que perdió primero a siete hijos y luego al mismo número de hijas, abrumada por tales pérdidas, se transformó finalmente en roca,
Diriguisse malis,
[Se quedó rígida de dolor],
para expresar el oscuro, mudo y sordo estupor que nos paraliza cuando las desgracias nos aplastan superando nuestra resistencia.»
Sin llegar a petrificarse, el protagonista del caso siguiente, un tal Raisciac, cayó «repentinamente muerto». Cuando trajeron del campo de batalla el cadáver de «un soldado que tuvo una actuación extraordinaria en cierta refriega», Raisciac fue uno de los que «se acercó, con una curiosidad común, a ver quién era» y «sin decir palabra, sin pestañar, se mantuvo de pie observando fijamente el cuerpo de su hijo, hasta que la violencia de la tristeza» lo derribó.
No es la única violencia demoledora porque lo demoledor es la violencia, no su tema; lo letal es el exceso emocional, incluso de emociones opuestas. Montaigne saca de Plinio cuatro muertes causadas por una alegría intensa y repentina, y agrega la del papa León X, también víctima de «un exceso de júbilo». Y el último ejemplo que da hace literal la exclamación
¡Me muero de vergüenza!:
«...como prueba más notable de la flaqueza humana, los antiguos observaron que Diodoro el Dialéctico falleció en el acto, embargado por un sentimiento extremo de vergüenza, porque no supo eludir, en su escuela y ante el público, una objeción que le habían presentado.»
Si no sabés qué es la dialéctica, o sí pero no te interesa, o sí pero no te apasiona, la muerte de Diodoro te puede parecer absurda, desproporcionada, exagerada: la «prueba más notable de la flaqueza humana». Ser tan vulnerable sólo por perder una discusión te parece casi un premio Darwin.
Pero probá cambiar la dialéctica por algún juego que conozcas, te interese y te apasione. Ah, y además, uno donde sientas que tenés el honor en juego (o el orgullo o la dignidad o como llames a lo que baja o sube según baje o suba tu imagen). Ahora imaginá que, de local y con las tribunas llenas, fallás. ¿No te va a embargar «un sentimiento extremo de vergüenza»? A Diodoro le pasó con una objeción que no supo responder, «en su escuela y ante el público». Fue como si hubiera dicho "Trágame, Tierra" y la Tierra lo hubiera tragado. ¿Su muerte no te parece ahora un poco menos absurda, un poco más protagonizable?
Los valores cuya pérdida puede ser catastrófica son convenciones culturales. Convenimos que vale mucho tener la razón (aprovechando no haberla perdido) y ya tenemos con qué emocionarnos, desde el orgullo que motiva hasta la vergüenza mortífera. Mirá si no serán importantes las reacciones, que son la mitad de nuestras interacciones con el mundo exterior, humanos incluidos (la otra mitad son las acciones que las suscitan y otras que no suscitan nada –que no sé si hay).
8.
Una cosa es adelgazar un universo de datos; otra, redelimitarlo. En relación con el que ofrece el relato de Heródoto, lo primero es lo que hacen Montaigne y Benjamin al resumir la historia y lo segundo es lo que hace Benjamin al recortarla (negándolo: no hay ninguna explicación que recortar porque «Heródoto no explica nada»).
—¡Otra vez esa frasesita! Empiezo a sospechar que todo esto es sólo un mantra intervenido por un ensayo.
~¡Con razón las repeticiones me quedaron tan separadas!
—Cinco veces. Pero con un poco de buena voluntad se lo escucha.
--Toma 2: Quien quiera oír que oiga.
Otras operaciones de lectura son las que hace Benjamin, por un lado, al atribuirle a Montaigne la pregunta que hizo Cambises y, por otro lado, al dar por definitiva su respuesta provisoria (para eso, Benjamin tuvo que hacer con Montaigne lo que había hecho con Heródoto: silenciarle la continuación de la historia, que encima acá viene con unos parangones de regalo).
Esta sección está dedicada a otra clase de operación de lectura: debatir los términos de la historia; discutir su consistencia, o la de algo que dice o hace o vive un personaje. Nuestro personaje es Psaménito y lo que vive es una flagrante falta de reacción; comparémosla con la explicación que él mismo le da.
En las tres versiones, Psaménito vio a su hija o a su hijo y
entonces/en consecuencia/luego desvió la mirada para fijarla en el suelo:
1) «...no hizo más ademán de dolor que bajar sus ojos y clavarlos en tierra» (Heródoto);
2) «...se mantuvo firme sin decir palabra, con los ojos fijos en el suelo, mientras todos sus amigos gemían y sollozaban en torno suyo» (Montaigne);
3) «Mientras que todos los egipcios se dolían y lamentaban ante tal espectáculo, Psaménito se mantenía aislado, callado e inmóvil, los ojos dirigidos al suelo. Y tampoco se inmutó al ver pasar a su hijo con el desfile que lo llevaba a su ejecución» (Benjamin).
Reacciona ante el reconocimiento, aunque no reaccione como se esperaba, que es como reaccionan los egipcios que lo acompañan en el rol de espectadores (dobles: de lo mismo que ve Psaménito y de Psaménito viendo –unos dos mil quinientos años después, abundan los videos de reactions en Youtube). Su reacción es abstraerse de un modo actoral: perdiendo la mirada en un punto cualquiera. Importa no dejarla ahí donde pueda quebrarlo.
Cuando tu capacidad de reacción se ve anulada, es la situación la que te resta, la que te deja afuera. En cambio, es Psaménito el que
se sustrae de la situación, el que logra salir más rápido de lo que tardaría en alcanzarlo el dolor de lo que vio (si fuera un cohete hablaríamos de velocidad de escape). (Cambiando lo visto por lo oído, el Ulises de la
segunda hipótesis de Kafka entabla con la atracción fatal de las sirenas un duelo similar.)
Psaménito apartó los ojos como vos o yo podríamos apartarlos ante una escena aterradora o de demasiada crudeza. Una reacción elusiva como esa no parece la no reacción de alguien con la expresividad rebasada. Más que superado por el dolor, Psaménito parece estar superando el mal trago.
Y encima lo supera con una velocidad caricaturesca. Cualquiera esperaría que resurgir de un sufrimiento tan profundo fuese proporcionalmente lento y dificultoso. En vez de eso, ni bien terminan de pasar su hijo y los «mancebos principales», Psaménito reconoce al amigo venido a menos y se pone a dar signos de un «dolor extremo». Rápido y furioso.
Los da como si ese dolor no lo hubiera hundido en el mutismo y la inacción hace apenas minutos... o como si estuviera funcionando ahí una convención narrativa que quema etapas. Como sea, no hay en Psaménito, un doliente asintomático de «males domésticos», signos de recuperación que precedan a su reacción ante el amigo. No parece venir de una temporada en el infierno cuando parece ir hacia el infierno tan temido, que es la pérdida que refleja –o sobre la que se proyecta– la suya.
Estas observaciones pueden estar equivocadas; o pueden estar acertadas pero no ser definitivas, excluyentes: puede haber otras también acertadas y muy diferentes. Pero me interesa pensar en lo que supone la operación de lectura que las hace. Por ejemplo: supone que un relato no es libre de tener los hechos que se le cante, como tampoco una interpretación suya es libre de vincularlos como se le cante (un problema lírico-genital, diría mi madre).
Quien diga tener siempre esa libertad estará revelando moverse siempre dentro de lo posible, sin desafiar nunca sus límites. Justo se le canta tener sólo hechos que puede tener, que no contradicen a ninguno de los que ya tiene. Así cualquiera. Es como una voz oficialista que dice que la censura no existe porque nunca la sufrió.
Supone, entonces, que un relato puede ser tan discutible como una interpretación porque comparten la necesidad de no contradicción (
aka consistencia) y la posibilidad
insuprimible de no satisfacerla. O también: porque comparten la sujeción a la misma regla, común a cualquier
ars combinatoria; comparten la imposibilidad (también insuprimible) de una libertad absoluta, en un caso para narrar y en el otro para interpretar.
Esto no pasaría si narrar fuese un juego sin reglas (o con reglas a las que «nadie les hace caso», como el juego que desconcierta a Alicia en el campo de croquet de la reina). En un
todo-vale no hay objeción que valga; no hay nada para sacar o reemplazar, nada para corregir, rectificar, matizar, etc. En un relato, sí. Ergo, un relato no es un
todo-vale. No es libre de no tener ninguna lógica y no es libre de contradecir la que tenga. O sí, pero pagando con el sentido cualquiera de esas dos
libertades.