Si lo que dice un escrito es siempre lo que se entiende de lo que dice, si estas son cosas inseparables, entonces las interpretaciones (en la acepción restringida de lecturas de un universo de datos) resultan inevitables y la comprensión es el botín que se disputan, a cuya posesión le dan el nombre de verdad. (...)
Pasamos de la diversidad de origen de lo dicho (sin aquella rivalidad no existe) a su soñado destino de sentido único –último e inalterable–, la revelación cabal de su espíritu. Y eso es la verdad de un relato: la utopía o ilusión de una victoria definitiva, la de una interpertación/lectura que se queda para siempre con el botín. Poner fin a las rivalidades, imponer su pax romana, equivale, en esta mitología, a adquirir un status universal y absoluto.
Pasamos de la diversidad de origen de lo dicho (sin aquella rivalidad no existe) a su soñado destino de sentido único –último e inalterable–, la revelación cabal de su espíritu. Y eso es la verdad de un relato: la utopía o ilusión de una victoria definitiva, la de una interpertación/lectura que se queda para siempre con el botín. Poner fin a las rivalidades, imponer su pax romana, equivale, en esta mitología, a adquirir un status universal y absoluto.
Con otro latinismo, Nietzsche (“Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”, 1873) describe una escena bélica similar para el nivel de la materia prima de los relatos, los retratos y sus interpretaciones, o sea, las metáforas de las que está hecho nuestro lenguaje, nuestro juego de categorías. Más precisamente: las metáforas de las que está hecho el lenguaje y que el lenguaje hace. Veamos cómo.
En el origen, «el hombre, tanto por necesidad como por aburrimiento, desea existir en sociedad y gregariamente». Para evitar una guerra de todos contra todos (o porque «procura que, al menos, desaparezca de su mundo el más grande bellum omnium contra omnes»), «precisa de un tratado de paz». Este tratado de paz es resultado del «poder legislativo del lenguaje», que hace que «las legislaciones válidas, las palabras,» sean «convenciones consolidadas» «en virtud de hábitos milenarios»:
«en este momento se fija lo que desde entonces debe ser verdad, es decir, se ha inventado una designación de las cosas uniformemente válida y obligatoria».Los uniformes son de los soldados de la pax romana, del «ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos» en que consiste la verdad. Garantizan la validez de «una designación de las cosas» que se ha inventado con ellas y que se obliga a aceptar.
Pero obligatoria no es necesaria. Estamos en lógica deóntica, no modal. Es una norma, no una ley física. Que viajes más rápido que la luz no está prohibido: es imposible (en razón de leyes físicas, no de leyes lógicas). En cambio, no es imposible transgredir la designación de las cosas, dejando de llamarlas por su nombre.
Que digas la verdad establecida en el tratado de paz es una obligación (está prohibido no hacerlo) y, por lo tanto, podés transgredirla: mentir, engañar, decir una cosa por otra y a sabiendas, no por error. Para decirlo con Nietzsche, alguien podría, utilizando «las legislaciones válidas», «hacer aparecer lo irreal como real» («dice, por ejemplo, yo soy rico, cuando la designación correcta para su estado sería justamente pobre»).
El engaño que Nietzsche ve nacer (junto con la verdad en cuya transgresión consiste), en el penúltimo capítulo de El proceso Josef K lo ve funcionar en perjuicio de un campesino. Es el tema principal de la charla sobre “Ante la ley” que mantiene con el sacerdote. K pasará de creer que el guardián engañó a creer que actuó engañado, que creyó de buena fe una falsedad, que mintió por error.
La culpa puede ser perversa o torpe, mientras sea del guardián y no de la misma justicia que le destinó una entrada al campesino y le denegó su acceso hasta que la muerte los separó. Josef K está a 1 capítulo de entender que el problema no es individual (un guardián o un capellán), sino institucional (la ley y el tribunal).
Jehová se va a sumar a Kafka y a Nietzsche. El guardián prohíbe pero no impide. El lenguaje también: prohíbe mentir pero no lo imposibilita. Jehová también: prohíbe probar el fruto que da el superpoder de la visión divina (bueno, el discernimiento moral), pero tampoco lo imposibilita.
El campesino nunca desobedece; a la verdad legislada por el lenguaje se la suele desobedecer; la desobediencia de Adán y Eva –el primer pecado– es una genuina pesada herencia (a la humanidad bíblica le llevará el resto de su existencia en la Tierra pagar esa culpa y volver a acceder al Paraíso).
Mentir lo tenés prohibido pero no imposibilitado: mentir es posible. Pero ĺo que no podrías es mentir de cualquier manera, sino de las estipuladas (negación mediante) cuando se estipulan las verdades y se asume el «compromiso que la sociedad establece para existir,
el de ser veraz, es decir, usar las metáforas usuales, así pues, dicho en términos morales, de la obligación de mentir según una convención firme, de mentir borreguilmente, de acuerdo con un estilo obligatorio para todos».¿Queda impune el mentiroso? Depende:
«Si hace esto de manera interesada y conllevando perjuicios, la sociedad no confiará ya más en él y, por ese motivo, lo expulsará de su seno. Por eso los hombres no huyen tanto de ser engañados como de ser perjudicados por engaños.»Para un ser que necesita vivir en sociedad, esa expulsión es lo peor. La mendacidad perjudicial que la merece es un buen lugar del que huir, más por perjudicial que por mendaz:
«...a partir del contraste del mentiroso, en quien nadie confía y a quien todos excluyen, el hombre se demuestra a sí mismo lo venerable, lo fiable y lo provechoso de la verdad».Lo venerable, lo fiable y lo provechoso de decir la verdad, habrá querido decir Nietzsche; no de hacerla, que eso es obra de la sociedad y el poder legislativo del lenguaje al momento de precisar aquel tratado de paz.