De igual a igual



«La lucha es de igual a igual contra uno mismo...»

En “El témpano”, de Adrián Abonizio, del disco Baglietto 1983. Intérpretes: Juan Carlos Baglietto y Silvina Garré.


Imaginemos que X es uno de los 100 ajedrecistas que juntamos, pero que en vez de ponerlos a competir entre sí hacemos competir a cada uno consigo mismo, “de igual a igual”. X tiene que jugar una partida moviendo blancas y negras con igual compromiso por ambas causas.
Cualquier competencia es un ejercicio de desequilibrio, de diferenciación: en roles de rivalidad, cada uno procura ser más o mejor que otro u otros en algo. Si los roles son asumidos por dos o más sujetos, que salvo un absurdo ya son diferentes, es un ejercicio de intensificación de la diferencia. Si son asumidos por uno solo, es un ejercicio de instalación de la diferencia: una tentativa de desigualación de lo que, por definición (o por principio de identidad), es y debe ser igual a sí mismo (tanto como distinto a lo otro). X puede ser mejor al que era (en algún turno anterior con el mismo color), pero no al que es (en el mismo turno con el otro color): con ése sólo puede ser igual. Si es con quien debe rivalizar, la tarea le pide que intente lo que su identidad (o unicidad) le impide que logre: desigualar. Como auto-representarse y auto-incluirse, auto-rivalizar es un trámite traumático de imperativos contradictorios.

El hecho de que X no pueda ir a menos nos llevará inexorablemente a tablas, salvo que pueda cometer errores –y graves– por otros motivos que un favoritismo mal disimulado. Por ejemplo, a causa de una desorientación por cambio de lateralidad, o a causa de una distracción fortuita o de la incomodidad de una posición o de una perspectiva, etc. (Ayuda mucho a reducir el número de estas causales el haber convocado a los 100 mejores ajedrecistas; pero como también son humanos, la reducción nunca se estabiliza en un cero definitivo, más allá de buenas rachas o invictos mantenidos.) Si esa salvedad ocurre, aquel color al que le haya tocado en suerte perjudicarse con la mala movida terminará perdiendo, salvo que otro error lo compense a tiempo.
Pero esta última salvedad no es muy probable. El que no ve el error que comete mal puede ver o estimar cuánto más débil deja al ejército que dirige. Puede ser tanto que en la perspectiva de enfrente sea difícil no verlo. Insisto: no es muy probable que ahora y de este lado X no vea el provecho que le puede sacar a ese error (o sea, no lo detecte); menos, que viéndolo cometa otro que empareje la cosa. Lo más probable es que X advierta e infiera: de pronto aparecieron muchas buenas movidas para hacer, que en el turno anterior no estaban ni era tan optimista de esperar tenerlas en el siguiente; luego, el último cambio introducido fue una mala jugada. Con ella, pudo haberle facilitado tanto las cosas al otro color que pudo haber desequilibrado la partida irreversiblemente, sin tiempo para que un nuevo error caiga justo del otro lado y compense.
Para medir la baja probabilidad de esta urgida compensación y su nuevo equilibrio, recordemos que no vale ir a menos en ningún turno, y menos equivocarse siempre para el mismo lado: los errores deben ser no deseados, desinteresados, que beneficien y perjudiquen al azar, tan ciegos como se dice que es la justicia (o el amor, cuando no ve deméritos, o la bondad indiscriminada, que hace el bien sin mirar a quién). Si en esas condiciones el siguiente error de X no ocurriera tarde y dañara igual pero al otro color, esa coincidencia improbable de casualidades tendría aquel efecto compensatorio, y la partida se reencaminaría hacia las tablas. Y si fueran muchos los errores con esa ecuanimidad involuntaria –lo que no es muy probable, por ejemplo, en los casos de desorientación por cambio de lateralidad–, lo más probable sería que a la larga se neutralizaran, distribuidos parejamente entre blancas y negras como se distribuyen entre cara y ceca las tiradas de una moneda. Salvo que un último error desequilibrara definitivamente la partida –lo que es muy probable–, en conjunto se verían como pequeñas turbulencias en el camino a las tablas.

Resumiendo: si es un buen ajedrecista ambidiestro, lo más probable es que la partida de X nunca abandone ese camino, que mantenga hasta las tablas la paridad de fuerzas equitativamente repartidas a cada lado del tablero. Y en el caso menos probable de que abandone ese camino, lo más probable es que nunca lo recupere si el desvío fue grande. Y en el caso menos probable de que lo recupere, lo más probable es que no vuelva a abandonarlo. Y en el caso menos probable de que vuelva a abandonarlo, lo más probable es que no vuelva a recuperarlo; etc. Y aun cuando X se interne ad infinitum en esas muñecas rusas de improbabilidades, lo más probable es que los otros 99 (o una mayoría de ellos) no.

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